Tengo recuerdos remotos, infantiles, casi prenatales, de Vicente Huidobro, a pesar de que nunca lo vi, ó de que lo vi parado en la puerta del Hotel Crillón de Santiago, de sombrero enhuinchado y abrigo oscuro con vuelta de terciopelo negro, pero no sabía quién era, o no estaba seguro. Mi padre había visitado a Vicente
en Montmartre, poco después de la primera guerra mundial, y se había quedado espantado porque el poeta, que el recordaba en los bancos del colegio de San Ignacio y en su casona de la Alameda de las Delicias esquina de Amunátegui vivía ahora encima de un cabaret donde una orquesta negra tocaba música de jazz toda la noche. Se decía que en esos mismos años Perico Vergara amigo de Vicente se había robado un enano de circo para entretener a su madre, misia Blanca Vicuña, hija de don Benjamín. que estaba aburrida de convalecer en París de alguna enfermedad. Se hablaba de las aventuras de Vicente, de los secuestros de Vicente, de sus amigos extravagantes, entre los cuales había un tal Juan Gris y un tal Pablo Picasso. El poeta se cambió en ese tiempo de la habitación de encima del cabaret a un departamento en el mismo barrio, en la calle Víctor Massé, lugar donde fue visitado por Joaquín Edwards Bello, que firmaba entonces como Jacques Edwards y acababa de ser nombrado cónsul del movimiento Dadá en Valparaíso. En una de sus crónicas, Joaquín contó que en el departamento de la calle Víctor Massé había visto a una señora más bien gorda, de gruesas perlas en la piel blanca del escote, y a un hombre con la cabeza vendada, el poeta Guillaume Apollinaire, que había escrito hacía poco "La jolie rousse", uno de los poemas claves de la modernidad literaria, recogido en Calligrammes.
En una reunión muy historiada y regada de comienzos de los años cincuenta en la casa de Neruda en Los Guindos, Ángel Cruchaga Santa María me contó de un modo más bien secreto, puesto que nombrar al poeta de Altazor en aquella casa no en considerado de buen gusto, que él y algunos amigos habían acudido a la Plaza de Artesanos el día en que Vicente proclamaba su candidatura a la presidencia de la República. Habían ido para ver quiénes eran sus electores, pero pronto llegaron a la conclusión de que los demás habían ido a lo mismo. En resumen, en la Plaza de Artesanos había escasos electores y unas cuantas decenas de poetas y de curiosos. En aquella época Huidobro editaba la revista Ombligo, tan poco visible, según Hernán Diaz Arrieta. como la parte del cuerpo humano que le daba el nombre.
Un domingo de mi adolescencia abrí el suplemento del diario La Nación y me encontré con el poema "El pasajero de su destino", cuya publicación coincidía con el regreso de Vicente Huidobro a Chile:
Es así como somos
Y como nos paseamos hoy sobre la tierra
Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados
y seguidos por el dolor de nuestros hijos...
¡Que poema! ¡Qué descubrimiento de
la palabra del poeta, de los poetas! De pronto salía del anecdotario, de la familia, de la provincia, de la erosión cotidiana, y me sentía entrar en el universo poético huidobriano, que hasta entonces, desorientado por las anécdotas, ignoraba por completo. Comenzaba un viaje que todavía no ha terminado, que no terminará, que siempre deja recodos, senderos, rincones por explorar. Poco después de mi encuentro con esos magníficos Últimos poemas con "El pasajero de su destino", con "Monumento al mar", supe que el poeta había muerto en su casa de Cartagena. Lo supe demasiado tarde, puesto que la relación de Vicente con el mundo que me rodeaba estaba cortada, había una especie de cordón sanitario o de conspiración de silencio, y no pude, por lo tanto, subirme al tren de San Antonio con Jorge Sanhueza y con Enrique Lihn. Ellos regresaron a nuestros encuentros de la escalinata de la Escuela de Bellas Artes con los zapatos entierrados y hablaron de un cementerio de pueblo en una colina, de un cortejo más bien pequeño, heterogéneo, y que vacilaba, se equivocaba de tumba, y de una lápida quizás inevitable: "Se abre la tumba y al fondo se ve el mar". Hernán Diaz Arrieta, que entonces firmaba siempre con su seudónimo de Alone, completó la descripción en una de sus crónicas dominicales. Tanto recorrer mundos, comentaba en resumen, tanto brillo, tanto espejismo cosmopolita, para este desenlace tan modesto, tan provinciano. Alone añadió recuerdos de un paseo de comienzos de siglo a la casa patriarcal de los Huidobro Fernández, la del abuelo Fernández Concha, en la Viña Santa Rita. Evocó una mansión llena de clérigos y de obispos y con un curioso aire de iglesia o de convento. "Por todas partes altas estatuas de la corte celestial se alzaban entre los pilares de la vieja casa o lucían su aureola detrás de vidrios, en marcos de oro... Mirábamos el jardín, los restos de un famoso castaño, recién cortado, prados verdes, una pila y, sobre ella, un pájaro hecho con flores blancas o plantas acuáticas. Preguntamos qué contenía: era el Espíritu Santo."
Yo ya había empezado a leer la poesía anterior, la de Ecuatorial, Temblor de cielo, Altazor. Encontraba un vínculo que no conseguía explicar del todo entre esa atmósfera eclesiástica, esa
representación ingenua del Espíritu Santo descrita en las páginas de Díaz Arrieta, y los textos del Huidobro joven. Ahora, después de releerlos por enésima vez, me parece encontrar una explicación más coherente. Mejor dicho, me siento inclinado a introducir algo de coherencia en esos elementos tan dispersos: una casa señorial llena de clérigos, una paloma trinitaria, un final en un cementerio de pueblo, un mar de Cartagena que desde Europa y desde la juventud se divisaba debajo de una tumba, en el lugar del muerto, y que en los años del regreso, en cambio, bramaba, tosía, se angustiaba, identificado con la angustia, con el presentimiento angustioso del poeta que lo contemplaba desde su ventana.
Antes veía con evidencia al poeta fundacional, adánico, creador, creacionista. Ahora me encuentro con un poeta mucho más ambivalente, obsesionado por el tema nietzscheano de la muerte de Dios, pero que nunca escapa de las imágenes bíblicas, que conserva la palabra de la Biblia en calidad de metáfora, con una libertad entre blasfema y devota: un poeta que vacila entre el Génesis y el Apocalipsis, entre la creación primigenia, la destrucción por la guerra, por el fuego, por los cataclismos, el éxodo entre ruinas, y la necesaria reconstrucción, la recreación. La línea divisoria de Ecuatorial, publicado en Madrid en 1918, es la primera guerra europea, que separa al mundo antiguo, caduco, del mundo que vendrá. Todo son imágenes de ciudades que se apagan, de emigraciones masivas, de procesiones dirigidas por poderes enigmáticos. El horizonte de la escritura está ocupado, con una intensidad, con una fuerza reiterativa sorprendentes, por signos del Juicio Final, por símbolos cristianos que huyen. "El último rey portaba al cuello/ una cadena de lámparas extintas..." El movimiento general del poema es de viaje, huida, vuelo, pero vuelo a ninguna parte, sin destino alguno. "Y el Cristo que alzó el vuelo/ Dejó olvidada la corona de espinas..." Me pregunto si "El pasajero de su destino" no es una culminación cíclica, un regreso de esos vuelos iniciales e iniciáticos descrito reiteradamente en Ecuatorial y en Altazor. Por los mismos años, Apollinaire, el gran amigo francés de Huidobro describía la guerra con acentos liricos, melancólicos, dentro de la tradición cantada, medieval y popular, de la mejor poesía francesa. Hablaba en sus poemas a Lou de los "bellos obuses semejantes a mimosas en flor". Chagall, por su parte, pintaba Cristos en vuelo. También hacían algo parecido los pintores expresionistas alemanes, aunque con un tono más amargo, más sarcástico, cercano a la desesperación completa.
Huidobro, el recién llegado, el marginal, el iconoclasta, el que se había escapado de un caserón conventual, de una mansión llena de clérigos, de los bancos de San Ignacio en las misas de viernes primero en la madrugada, llegaba y miraba aquellas mismas cosas, pero con una visión mucho más ingenua y a la vez más brutal, en alguna medida religiosa, drástica y humorística, y, en el mejor sentido de la palabra, infantil. Los cielos de la primera etapa madura de su poesía, surcados por dirigibles, aeroplanos, paracaídas, a la manera del vanguardismo italiano, de la poesía de Marinetti o la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, están ocupados al mismo tiempo, con curiosa ternura evocativa y con humor, por ángeles extraviados, vírgenes distraídas, Cristos destronados. Dios Padre crea el mundo y bebe en seguida un poco de coñac, como todos los padres en todas las sobremesas de esta tierra, y el poeta niño lo contempla, pensativo, ensimismado, llena la cabeza de preguntas y de fantasías. Sospecho que la fantasía infantil de Huidobro equivale a un tema recurrente de la poesía de Neruda: el niño perdido. Y me pregunto si esta condición de niño, unida a la condición de persona que llega de otra parte, extranjera, periférica, chileno en Europa o en el Extremo Oriente, en París y Madrid o en Rangún y Ceylán, me pregunto si estas circunstancias no provocan una visión más extrema de fin de mundo, de final apocalíptico. Muere Dios, tal como los
filósofos lo habían anunciado, pero sobreviven imágenes incompletas, fragmentos, símbolos que parecen haber estallado y haberse dispersado por los aires. Huidobro-Altazor, el antipoeta y mago, está dotado de antenas especiales que le permiten captar la huella o la respiración cercana del Anticristo.
El pequeño dios creacionista crea con palabras, poniendo nombres a las cosas. Su éxodo de Ecuatorial, su viaje en paracaídas o en parasubidas de Altazor, su salida del orden y su búsqueda por todas partes de la aventura, para citar de nuevo a Apollinaire, es una búsqueda, un recorrido, una empresa esencialmente verbal. Por eso el Canto VII y ultimo de Altazor, que cierra la primera gran etapa del Huidobro vanguardista, termina en un balbuceo y un silencio. Como sucedió con la experiencia narrativa de otro contemporáneo suyo, también, a su modo, marginal, y también salido de recintos conventuales católicos, el irlandes James Joyce, cuyo lenguaje termina por pulverizarse y desemboca, o por lo menos se acerca mucho, en el Finnegans Wake, a la nada, al no lenguaje. Recordemos el final de ese Canto VII:
"Ai a i ai a i i i i o ia".
Es una broma, desde luego, una humorada, pero toda la poesía juvenil de Vicente Huidobro es una broma, una broma que tiene sentido, como lo es gran parte de la poesía de juventud de Neruda, con esa "vaga niebla cagada por los pájaros", o con esa idea tan insólita de que "seria delicioso... dar muerte a una monja con un golpe de oreja".
Líneas divisorias, finales y comienzos, adanes y anticristos. Al término de su primer gran viaje aéreo, el poeta se pone tartamudo, balbucea un rato, puerilizado, y por fin enmudece. A partir de ahí, sin embargo, y en notorio contraste con su contemporáneo irlandés, empieza un lento y seguro proceso de recuperación del habla. Los
mejores versos de Últimos poemas son largos, a veces alejandrinos, solemnes, sonoros, corales:
"Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosas..."
Después de su prolongado periplo europeo, de sus idas y venidas, de sus golpes de efecto, de sus experiencias con la escritura, con la caligrafía como pintura, con el cine, el poeta regresaba a lo suyo y recuperaba el uso largo y tendido, tranquilo y profundo, armonioso, aunque a la vez desencantado, de la palabra. ¡Cuánto camino recorrido desde esa fuente con la paloma del Espíritu Santo en el jardín de Santa Rita! Se cumplía el ciclo y se cerraba el círculo con una seguridad implacable. Ese regreso de la aventura era, al mismo tiempo, de un modo inevitable, una muerte: la muerte. El poeta, desde la orilla del mar de su infancia, la presentía y pedía la paz. Para la naturaleza, para las olas de buena voluntad, para los náufragos (fantasmas repetidos en su obra), y para los orgullosos y los tenebrosos (también fantasmas huidobrianos), es decir, para los vivos y los muertos. El destino del pasajero, en su viaje humano y verbal, se había cumplido. Después del silencio metafórico del Canto VII de Altazor, el poeta ingresaba, rodeado por los ruidos del caserío de Cartagena ("por los ruidos de nuestros antepasados"), en el silencio definitivo. Nos dejaba a nosotros, sin embargo, los resultados sonoros, verbales, de la aventura que había sido su vida: creaciones por encima del caos que le había correspondido contemplar, una obra lúcida y lúdica, burlona e irremplazable. En resumidas cuentas, necesaria.
Texto basado en un primer borrador leído en la Universidad de La Coruña, España, con motivo de un homenaje al centenario del nacimiento de Vicente Huidobro
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
El Apocalipsis según Vicente Huidobro
Por Jorge Edwards
Publicado en revista Vuelta, N°208, marzo de 1994