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Flagelaciones
Por Jorge Edwards
Publicado en La Segunda. 24 de Mayo de 2019
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En la sociedad chilena tuvimos años de optimismo colectivo: todo lo chileno era bueno. Y el lema o consigna se invertía con suma facilidad: todo lo chileno pasaba a ser malo, sospechoso de origen. Mi generación entera, en sus largos años de ingenuidad, de simplismo, de primer descubrimiento, creía que todo lo chileno, en una expresión o en otra, era malo. Si una novela, por ejemplo, era de autor nacido en la angosta faja, tenía que ser aburrida, primaria, de necesidad. Jenaro Prieto, en los años veinte del siglo pasado, cronista, columnista ocasional, corredor de la bolsa, hombre agudo, inteligente, incisivo, nos bautizó con el remoquete de “Tontilandia”. Y Joaquín Edwards Bello, en uno de sus desplantes, nos trató de “Inanidia”. Era peor ser ciudadano de Inanidia que de Tontilandia, y no había dónde encontrarse.
En mi calidad de lector reincidente, exploratorio, de curiosidad no saciable, compro un libro de páginas de Marta Brunet que acaba de aparecer, y lo devoro, entusiasmado, lápiz en mano, en alguno de mis insomnios. Pronto descubro que los tontorrones, desubicados, desinformados, somos nosotros. Carlos Peña, a quien cito con el debido respeto, sostiene que nuestros políticos y gobernantes deberían leer filosofía. Esa lectura no les hará daño, pero puede que los distraiga en exceso. Si nuestros gobernantes leyeran a Wittgenstein, a Baruch Spinoza, a René Descartes, no sé si nos gobernarían mejor. Tengo serias dudas a este respecto. Yo les recomendaría que leyeran, en cambio, las crónicas y columnas de Marta Brunet, recogidas y editadas por Karim Gálvez para la editorial La Pollera, o páginas de José Santos González Vera, artículos extraviados de Andrés Bello en El Araucano y El Ferrocarril, además de textos de Vicuña Mackenna, de Vicente Pérez Rosales y de don Alberto Blest Gana. Si lo hacen, no es imposible que descubran que hemos sido, a pesar de lugares comunes y chistes repetidos, una sociedad humana de ocasional inteligencia, de observaciones burlonas, socarronas, interesantes, y de mujeres como Marta Brunet, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal, entre algunas otras.
Recuerdo a Marta Brunet, de anteojos oscuros, apartada, silenciosa, en reuniones literarias de antaño, al fondo de los locales en penumbra de la antigua librería Nascimento, en la sombra y el humo de cafés y mentideros diversos de los años cuarenta y cincuenta, cuando existía el Roxy de la calle Bandera y La Bahía, con sus locos con mayonesa inolvidables. Don Pancho Encina pasaba por el lado, muy encorvado; el obeso y simpático Luis Durand, también cegatón, intervenía y hablaba, disimulando su obsesión por el tema del Premio Nacional de Literatura, que el país mezquino nunca le daría; mientras el emigrado español Arturo Soria, editor de Cruz del Sur, lanzaba alaridos selváticos en plena calle, después de comer raciones dobles de sándwiches de ajo de El Naturista. Y Acario Cotapos, redondo, ocurrente, chispeante, gorjeante, desorbitado, inventaba la persecución por las montañas de Escocia, por bandas de jinetes y galgos, de un supuesto jabalí cornúpeto, y después nos revelaba que ese fantástico jabalí no era otro que el poeta asesinado Federico García Lorca.
Marta escribe que la educación fue para ella como vocación religiosa, y nos describe con pinceladas magníficas el Grupo de Los Diez. Y por qué no conmemoramos e inauguramos, me pregunto ahora, una Plaza de Los Diez. ¿Quiénes eran esos quijotes de barrios santiaguinos? ¿Quién era Pedro Prado? Lo que dice Marta me recuerda algo que me decía Pablo Neruda en los años cincuenta. Había ido a visitar a Prado en su torre, donde hablaba de cosas no sabidas entre nosotros, y se había encontrado con extrañas ceremonias iniciáticas y con personajes encapuchados: Manuel Magallanes Moure, los músicos Alfonso Leng y Acario Cotapos, y Augusto D'Halmar, acompañado de algún otro. ¿Habitantes de Tontilandia, o tontorrones bromistas, inanidios descritos por la pluma ácida de una joven escritora de provincia y de inteligencia lúcida? Esa escritora, ñublense, chillaneja, Marta Brunet, describe una visita a la Casa de Los Diez, y otra a Montolín, y son páginas maestras de la vapuleada literatura chilena. Vamos, murmura uno, y veamos, y callemos. Y si nuestros gobernantes desprevenidos, a pesar de consejos rectorales, estudiaran a Cotapos, leyeran a Marta Brunet, se enterarían de quiénes fueron Vicuña Mackenna y Vicente Pérez Rosales, y capaz que así saldríamos de Tontilandia y de Inanidia sin darnos ni cuenta.
Marta emprende viaje a Argentina, conoce a un judío ruso, Alberto Gerchunov, que regresa de París después de sostener inverosímiles conversaciones con Marcel Proust en persona. Ella escucha entonces una sonata de Beethoven interpretada en un galpón de Chillán Viejo por Claudio Arrau, y uno se vuelve a preguntar si somos tan tontorrones o si nos hemos extraviado en algún camino pedregoso, en los márgenes del río Cato o del río Ñuble, mientras Jenaro se inventa un socio y Joaquín se extravía en un prostíbulo de la calle Borja. Háblenos usted de Tontilandia, y lea, en lugar de Wittgenstein, a Baldomero, a don Alberto y a don José Santos, y converse un rato, sin pretensiones mayores, en el mesón de La Bahía, en medio del ruido de los cachos y de las exclamaciones de los amigos. Cosas de Chilito y, si quieren ustedes, de Tontilandia.