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Jorge Edwards , narrador y ensayista:
“En el Chile de hoy ser escritor es una extravagancia, es mal visto”
Por Patricio Tapia
Publicado en La Tercera, 3 de Agosto de 2018
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Al abrir los ojos aparecen ante él los rostros de grandes figuras mundiales de la vida cultural y social. No es un sueño. Tirado en el suelo, quien se recobra de un desmayo es Jorge Edwards (1931): le ha faltado el aire por usar una camisa prestada, demasiado elegante y estrecha. Lo rodean, entre otros, la vizcondesa filántropa y productora Jacqueline de Ribes (“la última reina de París”), el escritor Jean Cocteau, la estrella de cine Yul Brynner, el músico Francis Poulenc.
Esto ocurre hacia 1960, cuando en los comienzos de sus labores diplomáticas, pasa por la capital francesa. Allí lo invitan a un baile organizado por uno de sus amigos chilenos que habían ingresado a esos “círculos dorados” parisinos. Hasta no hacía mucho, Edwards conocía bien los “círculos morados” (como tituló el primer tomo de sus memorias): las marcas que dejaba en los labios el vino malo que se tomaba en la bohemia juvenil y literaria chilena de los años 50.
Esclavos de la consigna, la segunda entrega de las memorias de Edwards, abarca el tercer cuarto del siglo XX. Comienza a mediados de los 50, con parte del ambiente y personajes santiaguinos que él frecuentaba, y termina en los inicios de los 70 con la misión de abrir la embajada chilena en Cuba. Entre medio: su ingreso al servicio exterior chileno, su matrimonio con Pilar Fernández de Castro y su viaje como estudiante de posgrado a Princeton. Luego, una serie de traslados y estadías en Suiza, Alemania, Paraguay, Grecia, Perú, Cuba. Fundamental fue su estancia en París. Allí tuvo trato con los futuros escritores del boom y nació su amistad con Vargas Llosa.
En estos lugares, Edwards tuvo la oportunidad de conocer o tropezar con mucha gente, además de apariciones inesperadas, como Nicanor Parra en Francia o Allen Ginsberg en Chile (peinándose compulsivamente). El autor no oculta mucho: por prejuicios transmitidos por Neruda fue reticente en el trato con Carlos Morla Lynch; o sus amoríos, por ejemplo, con una musa surrealista franco-italiana que recibía vinos de Philippe Rothschild. Allí se unían los círculos morados y los dorados.
En el salón de su departamento, después de un viaje desde Madrid, Edwards habla de su libro.
— ¿Le gusta recordar? La memoria parece central en lo que escribe…
— Me gusta el tono narrativo de la memoria. Encuentro que hay poesía en la memoria. El primer tomo de mis memorias gustó bastante en España. ¿Por qué? Creo que porque ese Santiago que aparece allí es una ciudad inventada, es una ciudad que yo construyo a partir de mis recuerdos y a partir del lenguaje, de la escritura. La memoria es algo que no tiene fondo y se sacan cosas de ahí que constituyen la literatura. La memoria es como una sinfonía, con frases, con tonos.
— Según estas memorias, la dimensión internacional fue muy importante para usted.
— Lo que he hecho, no demasiado deliberadamente, es una carrera de diplomático-escritor. Para mí fue de suma importancia, no sólo por su sistema educativo, sino por la visión del mundo que entregaba, mi paso por Princeton, en Estados Unidos.
— En París pudo reencontrarse con chilenos, no sólo diplomáticos.
— Conocí, no tanto como debería, a Carlos Morla. Me encontré con un amigo de juventud, Raimundo Larraín, que dirigía el ballet del Marqués de Cuevas. Vi a un escritor amigo, Mario Espinosa Wellman, quien se había hecho fotógrafo callejero. Y a autores de todas las nacionalidades.
— Vargas Llosa o Cortázar…
— Vargas Llosa escribía frente a las obras completas de Lenin y Cortázar lo hacía frente a una foto de Borges. Mario, evidentemente, pronto cambió en sus devociones intelectuales.
— Con todo, señala como uno de sus errores importantes no haber cuidado la amistad.
— Es cierto, fui amigo de mucha gente y conocí al pasar a mucha gente, pero no cultivé las relaciones. Me acabo de encontrar con unas cartas de Guillermo Cabrera Infante y de Arthur Miller. Me pasa que en la medida en que estoy escribiendo memorias, empiezo a acordarme. Yo conocí, por ejemplo, a Graham Greene, y tengo cartas de él. Era un gran tipo. Lo conocí porque durante la Unidad Popular él viajó a Chile. Algo de eso va a salir, creo, en el próximo tomo de las memorias.
— ¿Ha avanzado en eso?
— No, nada. Pero pretendo que este tomo sea bastante monográfico: dividirlo en algunos temas y dentro de ellos dejar correr la memoria. Se me ocurre, de repente, encerrarme en una casa de la costa chilena y escribirlo en poco tiempo. Cuando escribo mejor y quedo más contento es cuando escribo más rápido.
— En algún momento se pregunta si debe contarlo todo. ¿Por qué?
— Es la necesidad de contar. De contar incluso cosas que pueden ir contra la corriente o contra mí mismo. También cuento episodios que pueden ser políticamente incorrectos, como Neruda que votará por Allende sin entusiasmo y Matilde Urrutia anunciando que lo hará por Tomic. O la llegada de unos polacos, que son parte de la delegación invitada a la transmisión del mando de Allende y que en una cena nos dicen: ¿ustedes saben en lo que se están metiendo?
— El Chile actual parece disgustarle: lo describe como “indiferente, monetizado, entontecido”.
— Lo que yo veo es el lado autoritario, represivo, del Chile de hoy. Ser escritor, por ejemplo, es una extravagancia, es mal visto. Creo que en Chile el tema fundamental sigue siendo una lucha por la libertad. En todo caso, tengo un cierto cariño por el país y guardo cosas que para mí son entrañables. Tengo en la pared escudos que eran de la Armada Chilena: los encontré en una feria de París. Y tengo una mini colección de pinturas: Matta, Carlos Faz, Nemesio Antúnez, Zañartu. Y recuerdos literarios: medallas, premios, libros. Todo eso se va donar.
— ¿Qué lo motivó a donar su archivo a la U. Adolfo Ibáñez?
— Cuando yo recién conocí a Neruda, él había regalado unas colecciones suyas a la U. de Chile. Años más tarde, cuando yo estaba en Barcelona, llegó una bibliotecaria de Princeton que le compró todo a Pepe Donoso y a mí algunas cosas. Me imaginaba a Neruda diciéndome “eso es lo que yo debería haber hecho”; él se quejaba de cómo tenían su colección acá. Ultimamente me he preguntado qué va a pasar con estas cosas mías. Hay cosas buenas, libros dedicados por gente de mi generación y gente que conocí. En vez de que se desperdigue, me gusta la idea de que se quede todo esto en un centro de estudio. La universidad Adolfo Ibáñez tiene un creciente interés por los estudios humanísticos. Me parece bien estar ahí.