Miro una fotografía en blanco y negro. Es 1960 o 1961 y Jorge Edwards está delante del castillo de Chillón, a orillas del lago de Ginebra. Va de traje y corbata y se inclina un poco para sostener de la mano a un niñito que apenas camina. Ese niñito soy yo. Seguramente mi padre, su colega en la diplomacia, le encargó que me sostuviera mientras sacaba esa foto. Edwards lo hace con evidente renuencia. Yo le retribuyo esa desconfianza haciendo un puchero y tironeando para zafarme de su mano.
Nuestro siguiente encuentro ocurrió unos dieciocho años después y fue más promisorio. En 1978 o 1979 coincidimos a bordo de un mercante argentino anclado en el puerto de Valparaíso (Chile). Un dramaturgo bonaerense, que además era marinero, ofrecía un asado en ese buque. Previsiblemente, acudió una marabunta de escritores conocidos o novicios, invitados o colados. Ingerimos enormes bifes de chorizo, buenos vinos y un enorme botellón de Chivas Regal, que el dramaturgo navegante traía de algún puerto verdaderamente libre. Al caer la tarde sobre la cubierta me encontré conversando de tú a vos con Edwards. Esta vez me acogió sin renuencias. Descubrí que era típico de él crear confianzas súbitas, ajenas a la diferencia en edades y otros datos superficiales. Sentí que nos hacíamos amigos.
Yo, que lo único que deseaba era irme de Chile, le pregunté por qué diablos había regresado desde su exilio en Barcelona a la dictadura pinochetista. Para mí, aquella capital del boom literario latinoamericano era poco menos que el Paraíso. Me respondió algo así: “Allá tampoco es tan estupendo todo”. Después me acostumbraría a esas relativizaciones suyas, hijas de un escepticismo natural, de una ecuanimidad estoica. Si el sitio más perfecto es el que vemos de lejos, eso explicaría por qué Edwards siempre estaba yéndose.
En otros textos he reflexionado sobre los libros de Edwards, ahora prefiero hilar anécdotas, tal como solía hacerlo Jorge. Recordar sucedidos es una forma de continuar su memoria, que nos regaló tantas horas de relatos entretenidos, escritos y orales. Pocos años después de aquel encuentro en el buque argentino lo escuché hablar en una Feria del Libro que se celebraba bajo los plátanos orientales del Parque Forestal, en Santiago de Chile. Un escritor de mi generación, cáustico, me susurró al oído: “Vanidosa, esa pensée anecdotique”. No supe cómo refutarlo en ese momento. Sufro del “espíritu de la escalera” y sólo después reflexioné que, en el caso de un narrador, el pensamiento anecdótico puede ser el más apropiado y el menos pretencioso. El narrador ve los casos individuales, las personas le importan más que los grupos o las clases. Esa mirada particularista desconfía de las teorías y de las generalizaciones. En el cuento, en la anécdota, conviven las contradicciones y las ambivalencias. Si en sus discursos Edwards prodigaba las anécdotas no era por vanidad, como afirmó mi amigo el cáustico, sino por lo contrario. El buen escritor cuenta el caso como lo vio o lo imaginó, con sus detalles disparejos y sus ambigüedades irresolubles. Las conclusiones, las ideas, quedan para los lectores. El autor se remite a la divisa de Montaigne (santo patrono de Edwards): “¿Qué sé yo?”.
Podría desenrollar mucho más este ovillo de recuerdos, pero el espacio es breve. Salto varias décadas. En 2018 Edwards y yo fuimos invitados a los Cursos de Verano en El Escorial (Comunidad de Madrid). Él tenía 87 años y su cabeza no era la misma, se despistaba con facilidad. Di mi charla y luego asistí a la suya. Empezó improvisando, como siempre, sin seguir apunte alguno. Me temí lo peor. Pero tal parece que subir a un podio le bastaba para orientarse de inmediato. Habló durante una hora y media: sobre Stendhal, sobre el pianista Claudio Arrau, sobre personas raras de su familia. Habló de un Santiago de Chile en el que atronaban los tranvías y hasta los rebuznos. Fue una mescolanza inverosímil. Pero 70 años de “tablas” le permitían divagar sin perderse. Su memoria iba y volvía como la lanzadera de un telar tejiendo un tapiz de asociaciones libres. Pese a su aparente desorden, esa clase en El Escorial ofreció un acceso privilegiado al funcionamiento de la imaginación de un narrador. Del contacto fortuito entre datos incoherentes puede brotar la chispa que ilumine una idea original.
Jorge Edwards no fue una persona sencilla, ningún artista verdadero lo es. Sabía ser muy sociable y acogedor. Y también podía ser frío. Casi a cualquiera le abría su casa y su bar y su riquísima memoria. Era generoso incluso con sus olvidos: enterraba fácilmente las ofensas recibidas. Pero le costaba expresar sus afectos. En 2001 se alojó durante unos días en mi casa, en Berlín. Paseamos y nos divertimos mucho. Cuando se iba lo acompañé a buscar un taxi. En una esquina hice ademán de abrazarlo. Pero él reaccionó más rápido, me dio la espalda y se alejó agitando la mano por sobre su hombro. Una mano que decía: ¡nada de despedidas emocionantes! Así era Jorge.
Tuvo que morirse para que pudiera tomarme la revancha. Dos horas después de su fallecimiento un grupo de amigos llegamos a su casa en Madrid. El cadáver estaba sobre la cama, aún tibio, ya ceroso, flaco como un personaje del Greco. Aprovechando un minuto en el que me quedé solo puse mi mano sobre su frente, palmeé suavemente su cráneo, acaricié esa “noble calavera”. No pudo negarse, ni hacer gestos impacientes que significaran “nada de despedidas emocionantes”.
Después los amigos hicimos un brindis. De no ser por el pequeño inconveniente de la muerte, estoy seguro de que Jorge se habría levantado de su último lecho para brindar también. Y nos habría rogado que evitáramos ponernos sentimentales. Pero no pudo hacerlo. Y ahora yo me aprovecho de ese silencio suyo para entristecerme sin complejos. Voy a refutar aquella rima de Bécquer: “Qué solos se quedan los muertos”. Es mentira, nosotros nos quedamos más solos.
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Más solos sin Jorge Edwards
Por Carlos Franz
Publicado en El País, 20 de marzo de 2023