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“El museo de cera de Jorge Edwards como novela - observatorio de la decadencia de la oligarquía chilena”

Bárbara Aburto Bórquez

barbara.aburto85@gmail.com
Magíster en Literatura Chilena e Hispanoamericana

Universidad de Playa Ancha




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“El museo de cera” (Tusquets, 1981) es la primera novela publicada por Jorge Edwards luego de su prolongada estadía en Europa tras el golpe militar de 1973. Si bien, son advertibles algunos ejes de continuidad con novelas anteriores como “El peso de la noche” (Seix Barral, 1964) o “Los convidados de piedra” (Seix Barral, 1978), el relato aporta un punto de inflexión en el marco de la narrativa del autor, alejándolo un poco de las preocupaciones y herencia de la llamada generación del 50 y además, estableciendo fisuras en su abordaje realista para acercarse más a la noción de alegoría. Así lo advierte el mismo Jorge Edwards en la entrevista que le realiza Juan Andrés Piña[1]:

“El museo de cera corresponde a un tipo de narrativa fantástica, igual que El anfitrión, que escribí después. Poco antes de volver a Chile leí en una crónica madrileña, en dos líneas, la historia de un señor de finales de siglo pasado a quien le pusieron los cuernos y que hizo reproducir en una estatua a su esposa y al amante, y la metió en una sala de su casa. Esta historia me impresionó y pensé escribir un cuento, que fue un proyecto que traje a mi retorno a Chile. A medida que lo escribía se fue transformando en una novela, y no sólo eso, pasó de ser un relato de la España de fin de siglo, a uno latinoamericano, con un anacronismo deliberado donde lo nuevo y lo viejo coexisten. Es decir, mi primera reacción ante la experiencia de volver a vivir en Chile en el periodo más negro, fue El museo de cera” (Edwards, El Museo de Cera, 1981, pág. 145)

Considerando que el marco de comprensión fundamental de la posmodernidad se funda- en el parecer de García Canclini[2]- entre el peso de la tradición y la irrupción de la modernidad, la consideración de Edwards adquiere sentido en tanto su novela alterna sustratos coloniales (propios de una tradición decimonónica) con los rasgos propios de una modernidad inconclusa, desigual, inestable, por momentos acelerada, muchas veces impredecible, todos aspectos muy propios de la sociedades latinoamericanas. García Canclini, propone dos nociones para caracterizar este fenómeno: La incertidumbre y la hibridación.

El primero derivaría de la patente ambigüedad que existe entre lo tradicional y lo moderno, como fronteras sinuosas e imprecisas, mientras que el segundo, estaría más bien centrado en el entramado intercultural y sus más amplias aristas en las sociedades latinoamericanas fundadas en el mestizaje y el cruce de tiempos y culturas, dejando en claro que no funciona la oposición abrupta entre lo tradicional y lo moderno, tampoco lo culto, lo popular y lo masivo.

Esta noción de una literatura que opera desde ejes de representación es la que utilizaremos para focalizar una noción metodológica que denominaremos novela – observatorio, aplicándola  en la coexistencia de tiempos y tradiciones presentes en un diálogo (no siempre armonioso) en dicha novela.

 “El museo de cera” presenta, a través de la parodia y la ironía, una fuerte crítica al sistema social -político en decadencia tras la inminente dictadura. Al avanzar en la lectura, se puede advertir que el texto funciona como un observatorio de la realidad chilena y probablemente latinoamericana. El contraste y la paradoja aparecen como elementos primordiales de su construcción narrativa.

Enrique Lihn refrenda esta apreciación inicial cuestionando cierta orientación de la crítica en torno al autor, pero precisa el carácter profundamente subjetivo de este observatorio de la realidad social, tanto chilena como latinoamericana, e insiste en ese gesto como un rasgo sustancial de toda la narrativa de Edwards y probablemente más desarrollado en la novela que nos ocupa:

“En el caso de Edwards parece haberse soslayado, en general, de parte de la crítica mejor informada, la vieja tentación de situarlo en la órbita de una literatura decadente, pero se ha insistido demasiado en presentarlo como un testigo objetivo y crítico desmitificador, de la decadencia económica, social y moral de la clase a la que pertenece; pues todo el mundo sabe ahora- desde la reivindicación de Kafka- que, como escribe Marcuse[3], el término decadente muchas veces denuncia los elementos genuinamente progresistas de una cultura moribunda, en lugar de los factores reales de la decadencia”[4]

El narrador expone dos escenarios completamente opuestos pero que coexisten en la obra de manera sorprendente. Coexistencia muy ligada al desarrollo de las ciudades y las tradiciones latinoamericanas que siempre están tensionando la herencia colonial y eurocéntrica, a su vez, insertando una cultura de masas ligada a la hibridación cultural “la historia del arte y la literatura que se ocupa de lo ‘culto’; el folclor y la antropología, consagrados a lo popular; los trabajos sobre comunicación, especializados en la cultura masiva”.

La novela mezcla lo meramente costumbrista con destellos de la historia; lo afrancesado se opone a la modernidad; la ironía y el drama se enfrentan entre sí. Una aguda crítica social emerge en una simbiosis de patetismo y sentido del humor. (Edwards, Book Google, 1981)

La novela de Edwards - en ese sentido - está marcada por una visión posmoderna, en tanto presenta sincretismos culturales, cruces y rupturas de pacto de clase y mixturas entre el pasado, el presente y el futuro. De igual manera, muestra un desarrollo de diferentes estilos y géneros que fueron surgiendo durante la segunda mitad del siglo XX, desde lo estrictamente literario.

En este último punto cabrían algunas precisiones sobre algunos aspectos específicos de esta novela.

La nueva literatura rompía con las estructuras narrativas que habían reinado desde el realismo, pero que también echaba por tierra el énfasis en la individualidad y en la subjetividad de la mente, que habían sido elementos claves del modernismo y de las vanguardias. La literatura de ésta nueva etapa partía de una doble negación. Los posmodernos renuncian al optimismo modernista según el cual la realidad humana, por compleja que fuera, podía ser fielmente retratada a través del lenguaje; e ignoran igualmente la creencia ilustrada -heredada tanto por el realismo como por el modernismo- según la cual la razón podía explicar todo cuando sucedía en el universo. En palabras de García Canclini:

la posmodernidad no como una etapa o tendencia que reemplazaría el mundo moderno, sino como una manera de problematizar los vínculos equívocos que éste armó con las tradiciones que quiso excluir o superar para constituirse”. (Canclini, 1989, p. 23)

Así, el posmodernismo se negó a intentar plasmar la realidad y optó por aplicar a sus obras estructuras fragmentadas, narrativas variantes y argumentos circulares y caóticos,  negando todo intento de orden estético y ético, en muchos casos. En “El Museo de Cera” los personajes merodean por un mundo vaciado de sentido, donde los paradigmas de la tradición parecen condenados a pertenecer al mundo de las reliquias. Esta característica dialéctica de la novela es advertida por Enrique Lihn como un rasgo fundamental del autor:

“De una manera congruente con las características de esta manera de sentir y de pensar la literatura, lo que nos ha mostrado perfectamente Edwards con mayor eficacia, no es tanto el foco de una enajenación individual y social, el centro de un sistema, como en la gran novela sociológica o de intenciones epopéyicas. Su narrativa gira más bien en torno de pequeños destinos individuales a través de los cuales se sugiere una presencia abominable y se postula la necesidad de una plenitud humana en la misma medida en que se verifica su ausencia”(Edwards, Recopilado en El Circo en llamas, 1997)

El posmodernismo no sólo fue un movimiento pesimista basado en la renuncia. En muchos casos los autores de esta tendencia creen que el universo mismo tiene un estatus objetivo que puede ser aprehendido y representado mediante el lenguaje.[5]

Será entonces el lenguaje de las contradicciones y el choque de tiempos y tradiciones culturales, el principal motor de esta novela que traduce la ruptura de clases como un factor propio de la dinámica social chilena y por cierto latinoamericana, a través de este narrador reflexivo y agudo, que toma la figura del observatorio.

Es así, entonces,  como vemos por un lado, la ciudad oscura y sórdida por la que deambulan anónimos paseantes, y por otro, el mundo decadente de la alta burguesía con sus casas opresivas y con una atmósfera extraña y casi misteriosa. Este contraste da cuenta de una realidad patente en la sociedad chilena y latinoamericana, donde la existencia sofisticada y opulenta convive con la degradación y la mendicidad. (Vila, 1999)

El protagonista, el Marqués de Villarrica, es un acaudalado presidente del Partido de la Tradición, perteneciente a la aristocracia criolla. Durante su vida ha sido ejemplo viviente de respeto al orden, a la religión, a la familia y a los usos y costumbres moralmente legitimados. (Schopf, Revista ATENEA, Universidad de Concepción, 2004)

El Marqués más que un personaje literario, sino se trata de una representación simbólica del sujeto perteneciente a la oligarquía que vive anclado al pasado, ensimismado en una especie de  torre de marfil, en una urna de cristal, una suerte de arquetipo que engloba el aburguesamiento indolente: sale de su palacio en carroza, se viste con levita y usa bastón con empuñadura de plata. No solo él, sus ideales pertenecen a una tradición que la modernidad, con sus electrodomésticos japoneses, televisores y helicópteros, no está dispuesta a asimilar. Sus costumbres y prácticas no solo son clasistas sino también extemporáneas, son lícitas solamente en el reducido mundo de sus iguales. Es tan conservadora la decadencia y el inmovilismo del marqués que cuando su mujer lo engaña, inmortaliza en cera su sufrimiento.

El marqués  habló con un tono impasible, de una frialdad casi científica. Lo que el marqués deseaba era que el maestro escultor reprodujera la figura de Gertrudis y del profesor de piano en exacta posición en que él los había sorprendido, su mujer semirrecostada en la caoba negra, con el corpiño abierto, las faldas levantadas, los muslos albos, recorridas por las manos ansiosas del profesor congestionado, con ojos de loco, y con el pantalón enteramente abierto, con los faldones de la camisa blanca enredados entre las verijas y con una erección poderosa, contundente.

El marqués exigía un trabajo perfecto en que la ilusión de realidad fuera absoluta, de modo que si él mismo, distraído, abriera la puerta tuviera la sensación de que la escena se repetía. Comprendo, señaló el escultor, y el marqués lanzó un suspiro de alivio. Ahora podría recuperar su serenidad perdida, pensó. (Edwards, El Museo de Cera, 1981, pp. 46-47)

La arquitectura de la casa  del marqués posee un  marcado acento barroco y está adornada de apoteósicos muebles europeos. Su pulido acento francés, el carruaje comandado por cuatro caballos con el que pasea y sus juegos de mesa acompañado siempre de algún fino whisky con sus camaradas son, entre otras cosas, rasgos caracterizadores de un colonialismo anacrónico y absurdo que está en decadencia tras el advenimiento de un periodo de cataclismos: revolución y contrarrevolución que en la novela se reflejan nítidamente.

“Porque el Marqués con sus títulos, con su mansión principesca, con sus fabulosas colecciones y sus coches de cuatro caballos e incluso con su prestancia física y su educación europea, sus erres de entonación ligeramente exótica y sus bromas llenas de alusiones oscuras, desentonaba en nuestro pequeño mundo”. (Edwards, El Museo de Cera, 1981, p. 11)

Del otro lado se ve un país manifestándose políticamente, lleno de cesantes durmiendo en las bancas de las plazas, en los portales de las iglesias, debajo del puente o en galpones miserables de madera en bruto que el gobierno había bautizado como albergues populares.

 La imagen de la desigualdad social como rasgo consustancial al desarrollo de ese tipo de sociedad deja sumidos a estos habitantes en el anonimato más absoluto.

“Los obreros de las minas habían bajado con sus mujeres y niños, dejando los campamentos convertidos en ciudades fantasmas, carcomidas por la sal del desierto. La desesperación los obligaba a hurtar un mendrugo de pan, o a hurgar en el fondo de los tarros de basura que se colocaban, a medianoche, afuera de los portones de las casas de los ricos. (Edwards, El Museo de Cera, 1981, p. 13)

La trama novelesca se resuelve en una suerte de gran alegoría tragicómica, con ribetes de seriedad y con mucho de burla, de humor cruel que deja pensando y riendo a la vez. Se trata, en definitiva, de mundos  que coexisten sin jamás encontrarse en la convivencia amistosa, por ubicarse en las antípodas, en las periferias sociales y témporo - espaciales. Los personajes, que por momentos parecen reales hasta el punto que se les puede llamar con nombre y apellido, se deforman, se esfuman casi hacia la inexistencia: “se caricaturizan”; van de la descripción, casi fotográfica, a la caricatura (Montes, 1981).

Claramente al avanzar en la novela, se puede ver, cómo a través de una lupa, la situación entrópica de los personajes que componen el relato, representan a la sociedad chilena en crisis, a los grupos selectos de aristócratas que se negaban a asumir el término de una época dorada y la llegada a pasos agigantados de la pluralidad, las manifestaciones políticas por los derechos humanos, en definitiva la crisis de Chile en  plena época de régimen dictatorial.

La novela de Edwards: El museo de cera inaugura una línea de literatura imaginaria, paródica, y caricaturesca, jocosa-llena de ironía y desencantada pasión por la vida, dibujada en el devenir confuso de este observatorio, desarrollados a través de los principios sugeridos por García Canclini: la incertidumbre y la hibridación. 

El carruaje del Marqués se transforma en una especie de vehículo del tiempo que lo conduce a otra época, pero en el mismo dilatado presente. Sus paseos lo llevan a atravesar puentes ornados con estatuas barrocas que no existen en Santiago, desembocando en un barrio de torres góticas en las que las manifestaciones políticas son aplastadas por los tanques en medio de gritos, en una lengua extranjera. (Schopf, Revista ATENEA, Universidad de Concepción, 2004)

La propuesta de análisis acerca de esta novela como lupa de un proceso social, político y económico se explican en el marco de la novela postmoderna y sus temáticas características. La situación de bienestar del Marqués opera sobre la base de las violentas, frías y uniformadas guerras civiles y dictaduras anteriores que heredaron el orden para las familias poderosas. De ahí que la oligarquía se sienta representante y heredera de una noción de “orden” amparado en la tradición, en la conservación de la familia, en los usos refinados, etc. Por contraparte, la ciudad se halla en un estado pre-revolucionario.

El desorden se apodera de las calles, y tierras e industrias son arrebatadas a sus propietarios para transferirlas al pueblo. En el texto se vive el desbarajuste entre la demagogia y la inseguridad. (Llosa, 2012)

Y no  sólo la gente del pueblo está exaltada, sino que los propios criados de él resienten ese factor, y desean alterar ese orden burgués por medio de una especie de asalto guerrillero. La cocinera urde un plan y finalmente desmantela la casa y deja en la ruina a su patrón.

La cocinera impávida, secándose las manos en el delantal  manchado de grasa y sangre, no se dignó a contestar. El joven del correo entró y dijo: un grupo extremista se tomó su casa de la ciudad, izaron la bandera del M-14 y lanzaron por las ventanas muebles, adornos de porcelana, retratos con marcos de oro, monedas antiguas y cantaron victoria.

¿Qué significa M-14 preguntó el marqués?, con serenidad, sabiendo que la cocinera estaba atenta a la menor reacción de él. Trotkistas de extrema izquierda, intervino ella. ¿Peligrosos?, pregunto el marqués, capaces de cualquier cosa, replicó ella.  El joven se retiró y ella le lanzó una mirada fulminante de complicidad (Edwards, El Museo de Cera, 1981, pp. 137-138).

Lo que el Marqués llama “caos” es el nuevo “orden” de los pobres alzados. Ese sector social asalariado por la aristocracia que está claramente subyugado. La cocinera de la casa, se da cuenta que la forma de derrotar económicamente y saquear al Marqués es la derrota moral, a través del alcoholismo y la degradación.

Hacia el final del texto se muestra cómo la figura elegante y refinada del marqués, representación máxima de la clase aristocrática,  va decantando al verse derrotado. Frustrado en el amor, engañado y burlado por la gente decide “habitar el otro mundo”, pasear por el pueblo y sumergirse en el alcohol y la miseria.

“El marqués,  entre tanto, en compañía  del escultor  pasaba en las picanterías y chinganas comiendo ceviche y cuyes con arroz, condimentados con un ají que parecía dinamita, bebiendo aguardiente del sur y contemplando como las aguas cenagosas arrastraban ratas muertas. Al intentar ponerse de pie, el marqués declaró que sentía las piernas como lana de borracho que estaba” (Edwards, El Museo de Cera, 1981, pp. 79-81).

Ya ha sido esclarecido que El Museo de Cera constituye, entonces, un registro alegórico de la sociedad chilena que propone enfrentar su trama desde el núcleo vital de sus contradicciones. Edwards ha  dibujado, en esta obra al Chile intemporal de la Reacción y de la Tradición, de la revolución y de la contrarrevolución. No se trata en ningún caso de un realismo mecánico, sino de una representación simbólica de las paradojas ideológicas y de una constante dialéctica, una visión, por momentos existencialista, de la lucha de clases y de la situación catastrófica de “seres angustiados, grises y descaminados, melancólicos, solitarios y ansiosos de una cierta eternidad que no logran alcanzar” (Piña, 1953).

 

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Notas


[1] Conversaciones con la narrativa chilena. (1991) Juan Andrés Piña. Editorial Pehuén.

[2] García Canclini (1989) Néstor García Canclini. Grijalbo

[3] Lihn se refiere a la obra de Marcuse titulada “El hombre unidimensional” ISBN 0-415-07429-0 (2. ed.)

[4] Jorge Edwards en la UNEAC (En la revista La Gaceta de Cuba, La Habana, año 6, Num. 63, 1968) Recopilado en El Circo en llamas, Lom Ediciones, 1997.

[5] Pablo N. (2010). Literatura posmoderna. Mayo 27,2015, de Lengua. La Guía 2000 Sitio web:
http://lengua.laguia2000.com/literatura/literatura-posmoderna

 

 

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Bibliografía

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