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Por una pluralidad literaria chilena: el grupo Juan Emar (1923-hoy)

Por Carlos Labbé
http://sobrelibros.cl/


Una versión abreviada de este ensayo fue publicada en versión bilingüe alemán-castellano
en la revista 
Alba 8 (Berlín, septiembre de 2015)



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0. El Club Cero

La repartija de lo perceptible[1]  deja a un hombre —único, blanco, erudito, normativo, genio, autor y capital— al centro de Chile, y en sus bordes a una aglomeración cuya habla no se escucha más que cuando éste decide airear un poco su discurso, cada cierto tiempo. Ese marco de lo perceptible es la tapa de un libro, el autor que ahí se consigna: Juan Emar, por ejemplo, un nombre con su apellido. Aunque al empezar a leer sea necesario evitar la sospecha sobre la tapa de una novela, de un ensayo, de un libro de cuentos, para seguir leyendo es indispensable disociar ese nombre autorial, en tipografía destacada, de la voz que nos lleva. Es consabido que la noción moderna de literatura comienza cuando la voz se separa de la biografía del autor en el acto de quien lee, según ese efecto placentero, generoso, que Coleridge resumió como la suspensión de la incredulidad. Para seguir leyendo en el ámbito íntimo de la ficción, que surge como sombra de la experiencia alienada del individuo en el capitalismo, uno debe confiar plenamente en lo que nos dicen las páginas de una novela, partiendo por el hecho de que esa persona que firma es distinta de sus narradores y personajes; es decir, descreer de la identidad del autor. Pero, ¿quién es uno para andar desconfiando de la gente? ¿No será una falta de respeto, si es cierto que con la voz narrativa formamos dos –una pareja, un dueto, un diálogo, una dupla– cuando leemos? ¿Y si, en cambio, aceptáramos que la lectura no es aritmética, que al leer uno a otra no está sumándose, sino más bien callando por un instante, suspendiendo el escepticismo, disolviendo esta consciencia crítica mía –moderna, transaccional también– en la de la otra, quien ejemplarmente ya se disolvió en narradores y personajes para de esa manera no conformar dos, sino tal vez un cero?

Empiezo con una propuesta de cuestionamiento –también a mí mismo, que he publicado con nombre y apellido–: ¿quién es Juan Emar? ¿Quiénes están detrás de este seudónimo literario chileno, y por qué habría uno de negarse a la identidad civil para imaginar otro tipo de comunidades? Mejor no responder de inmediato con los datos que proveen las fuentes históricas, los archivos, los hechos biográficos, pues son justamente esas las condiciones de toda heteronomía[2] . Mejor empezar con el silencio que nos permite el ejercicio de la literatura. Con un vacío. Con el cero. Sí, algunos libros están firmados por Juan Emar: un volumen de crítica de arte, tres novelas cortas, un libro de cuentos, una novela muy larga y, últimamente, otros tantos textos dispersos que han reclamado problemáticamente esa firma. «Ya verán lo que un cero encierra», desafía un coro de voces narrativas en las páginas iniciales de esa novela suya muy larga, publicada en 1996 con el título de Umbral.

En el año 1972, a propósito de que el gobierno de la Unidad Popular chilena anuncia la creación de la editorial pública Quimantú, Nelson Osorio aboga por la reedición masiva de los libros de Juan Emar, en los cuales «[el] hombre de ideas avanzadas puede ir al Club Cero, que es el Centro Marxista de la ciudad, ubicado entre las calles El Cielo Que Me Tienes Prometido y El Infierno Tan Temido». Veinticuatro años después, en pleno proceso de transa, de transición desde la dictadura pinochetista, Ignacio Íñiguez describe también ese «Club Cero, que antiguamente era el club marxista». Ambos artículos de prensa insisten en que muy pocas personas conocen los libros de Juan Emar; esa falta de lecturas ayudaría a que en el mentado club se fragüe la revolución proletaria o bien que ahí se reúnan quienes abandonaron tal empresa, según la comunidad de la época abrace el socialismo a la chilena o el neoliberalismo. ¿Cómo entender esta resistencia a leer el cero del club como un cero, y en vez de eso cifrarlo positiva o negativamente, a ubicarlo en el presente o en el pasado? En la página 13 de Umbral el Club Cero no se oculta:

Los comunistas necesitaban un local donde reunirse. Después de buscar durante un corto espacio de tiempo, tuvieron la suerte de encontrar en venta el edificio en cuestión, antiguo club de no recuerdo bien qué. Lo compraron y lo arreglaron. Allí sería, de ahora en adelante, el Centro Marxista.

Hubo, naturalmente, un cierto revuelo en San Agustín de Tango, sobre todo del lado de las derechas. Dicen que hasta se pensó atacarlo. Per0 la cosa cayó por un chiste, ni más ni menos, un chiste. Un día que, en el Palacio del Juego, un grupo hablaba de este ataque y lo estimulaba, alguien –no se ha sabido quién– lanzó una carcajada y, levantando los hombros, dijo:

–¡Qué ataque ni que nada! Ese club es un cero. Sí, señores, ¡nada más que un cero!

Todos rieron. Se pusieron de acuerdo en llamarlo el “Club Cero”. Apenas esta noticia llegó a oídos de los comunistas, nuevas risas. Pues bien, lo llamaremos así. ¿Qué les parece?

–Y ya verán lo que un cero encierra.

Juan Emar no es un autor chileno ni es el seudónimo de nadie. Juan Emar es la heteronomía de un grupo abierto de personas que escriben literatura desde el siglo XX en nuestro país meridional –un  aglomerado  de nuevos y constantes descubrimientos creativos, de colaboradores, de autorías tachadas, de editores y críticos que siguen construyendo libros por leer. Todos ríen cuando es el grupo quien habla. Y ya verán lo que un cero encierra.


 6. Jean Emar: La Nación del Grupo Montparnasse

No basta con decir que el cero, el silencio, el blanco no puede ser inerte y que es imposible que encierre la nada, sino también que su totalidad debe ser sólo apertura. No basta con decirlo. No es necesario ni posible hablarlo, porque entonces lo perderíamos[3] . Sin embargo, cuando la experiencia de la acumulación y la experiencia del despojamiento se declaran la guerra entre sí es necesario tomar partido por la suma o por la resta –hace falta suspender la búsqueda del cero para ver qué nos encierra. Juan Emar surge de una disidencia excepcional dentro de la comunidad privilegiada de quienes acumulan: la decisión de restar, de sumar negatividad, de oponerse. ¡Estoy harta, estoy harto! ¡Estoy hasta el pico! ¡Estoy hasta la coronilla! –como prefieras gritar– en francés, la interlingua de entonces esj’ai ne marre!, y Jean Emar surgió como un nombre posible en 1923 para esta heteronomía dentro del sistema de castas chileno que se mantiene desde la colonia hasta nuestros días: los despojados versus los que acumulan, la Cuestión Social versus la Fronda Aristocrática, acorde a la nomenclatura de la época. En esta contienda la palabra escrita –la literatura, el periodismo, la política jurídica– ya permite la ficción de una clase media, que compartiría «el origen urbano (la Chimba), la formación (el Instituto Nacional y la Universidad de Chile), la profesión liberal (abogado), la opción por un ideal de sociedad abierta […], la opción por el diálogo y el consenso» (Berchenko 611), que sin embargo queda en silencio, en blanco, en cero. Es un club que convenientemente deja a interpretación de quien lea el enigma de su ideología– cuando ante la necesidad de poner en acción su discurso se pliega incondicionalmente al bando de la acumulación: «Los mismos hombres nuevos que cada elección llevaba al Congreso en pequeños grupos no tardaban en adaptarse al ambiente tradicional. La aristocracia los absorbía moralmente» (Edwards 205). En la década de 1920 las editoriales del diario La Nación, plataforma liberal mesocrático de alto tiraje, contribuyen decisivamente a que la opinión pública acepte el programa de Arturo Alessandri, quien una vez elegido traiciona a sus bases populares y da pie a la violenta dictadura de Carlos Ibáñez. ¿Cómo detener el constante fracaso político de esos “hombres nuevos” chilenos? De 1923 a 1925 un grupo de artistas chilenos –afrancesados, elitistas, egocéntricos; imaginativos, no obstante– se aglomera en las páginas culturales de ese matutino en torno a una firma, Jean Emar, y a una propuesta nacional:

Es el soplo de la anarquía que se extiende y domina. Es la revolución rusa, la guerra europea, la liberalidad de la mujer, el olvido, en suma, de todos los sanos preceptos que nos guiaban por el sendero de la cordura (Emar 1994, 25).

Ante la repartija entre el hombre que acumula y el hombre que es despojado, la mujer; ante la corrupta democracia burguesa y la violenta dictadura del proletariado, el anarquismo; ante la figura única del preceptor artístico, el grupo de vanguardia: eso exigen Henriette Petit y Sara Malvar, Álvaro Pilo Yáñez, Luis Vargas Rosas, Acario Cotapos y José Perotti cuando prestan sus voces a la del heterónimo Jean Emar. En apariencia logran desbaratar los fundamentos conservadores de la recepción del arte chileno, promueven la Primera Exposición de Arte Libre en 1925 y logran la disolución del Consejo de Bellas Artes, del Consejo de Instrucción Pública y de la Academia de Bellas Artes en 1927. Pero este proyecto renovador de la clase media es también domesticado por la élite y calladamente fracasa: el presupuesto de las extinguidas instituciones es utilizado por el gobierno de turno para enviar a los estudiantes de arte a estudiar a París; no volvemos a oír las voces de Sara Malvar y Henriette Petit en primera persona; el grupo Montparnasse se desbanda. La Nación pasa a manos del Estado y sólo en 1935, tres años después de la muerte de Eliodoro Yáñez, fundador de ese diario, Jean Emar volverá a la letra impresa como Juan Emar, firmando con su heteronomía tres novelas publicadas sucesivamente en pocos meses: Un año, Ayer y Miltín 1934.

2. La puerta

Cuando una aglomeración anónima presiona y presiona desde el borde de la página, el hombre que ocupa el centro de esta repartija permite la figuración de solo un hombre más enfrente suyo: su opuesto, el raro de buena familia, el hijo pródigo que encarna —en su monstruosidad domesticada— la moraleja de que el desvío de la norma chilena sólo puede ser ejecutado por machos saturninos que podrán sostener en sus hombros un destino épico de fatalidad o exilio (Lastarria, Blest Gana, d’Halmar, Donoso, Bolaño, Germán Marín) en oposición a proyectos autorales colectivistas o ninguneados, de diversa ideología pero dispuestos en común contra la construcción homogénea de nuestra sensibilidad literaria nacional (los epew, la Lira Popular, Iris, los Diez, Bombal, Droguett, Lemebel o Eltit, entre muchas otras[4] ). En el prólogo a la reedición de Diezde 1971, primera en casi cuarenta años del libro de cuentos de Juan Emar, Pablo Neruda se encarga de hacer explícito que, para volver a ser percibido en la escena, el grupo Emar debe reducirse a un solo hombre, al alienado, el raro; «nuestro Kafka», singulariza, en una referencia que se agota en su ambición universalista. Aquí Neruda apunta nada más que a Neruda, ficción seudónima con que Neftalí Reyes –joven de provincia aquejado de martinrivismo[5] – imagina que nada más un solitario vate telúrico puede derrotar a la inamovible oligarquía santiaguina admiradora del realismo liberal de Blest Gana. Su estrategia es reducir el grupo Emar a un hombre, dos apellidos rancios y ningún apodo: Álvaro Yáñez Bianchi. A partir de ese momento empieza el malentendido de que el grupo heterónimo Emar es la firma literaria de un excéntrico diletante de la oligarquía, según atestigua uno de los lacayos de Neruda, Jorge Edwards: «Por mi parte, no sólo recibía noticias de Pilo (Álvaro) Yáñez, vale decir, de Juan Emar, por mis amigos escritores. Una hermana de mi abuela materna, mi tía Fanny Lira […], conoció muy bien a don Eliodoro Yáñez, a Pilo, su hijo, y a toda la familia». Leer las novelas del grupo Emar, por contraste, es participar de un momento imaginario en que Chile ha dejado de contarse el cuento de que hay sólo seis familias, doce apellidos, dos escritores que lo pueden dirigir todo mediante su narración; intentemos, leyendo juntos, resolver el malentendido de nuestra fijación por la oligarquía: Juan Emar no es Álvaro Pilo Yáñez Bianchi, quien a pesar de que tiene su propia obra literaria[6]  y fue miembro fundamental de aquel grupo, se ha vuelto el principal obstáculo contra la recepción de la obra que contribuyó a crear. «La paradoja es inevitable: Emar ensanchó los límites del campo cultural, pero ignoraba que ese trabajo se volvería contra sí mismo» (Lizama 19).

Hasta ahora se ha aceptado la hipótesis de que Emar es un escritor chileno secreto, el seudónimo de un extravagante señor de vanguardia que fue ignorado por los lectores de su hora debido a que vilipendió a los críticos en sus columnas y novelas –especialmente en Miltín 1934, donde insulta al crítico literario que por entonces tenía un lugar privilegiado en la repartija, Alone, seudónimo, sí, del solapado Hernán Díaz Arrieta–, y porque habría contradicho al sistema de legitimación cultural chileno con su propuesta de una narrativa antimimética: «Su rechazo a los críticos que legitimaban el arte fue tan generalizado en los años 20 que, cuando publicó sus novelas y cuentos en los años 30, no tenía quién estuviera dispuesto a comentarlos» (Lizama 19). Esa hipótesis, sin embargo, no toma en cuenta que tal propuesta antimimética se enfrenta también a las voces de la Cuestión Social que extreman la intensidad documental de su relato realista –no del naturalismo, su caricatura oligárquica–, el detalle de las experiencias laborales injustas y despojadas en el cité como en el puerto, en el caserío como en la mina, en la siembra como en el arreo cordillerano, para así hacerse visibles y disputar la construcción de la imaginación pública; así lo hicieron del angurrientismo a Lillo, del criollismo a la crudeza de Brunet, quien junto a Sepúlveda Leyton, González Vera y Manuel Rojas finalmente logra romper esa oposición entre experiencia sensible individual –privilegio artístico de las élites– y experiencia colectiva del proletariado, masa, multitud, trabajo en conjunto industrial. El grupo Emar reconoce primero que su «intención es, ante todo, decir dos palabras sobre algo que acontece a mucha, muchísima gente y que he definido en la siguiente forma: “El deseo de colgar en la pared una ambición de la vida”» (Emar 2011, 127, el énfasis es nuestro). Un año, su primera novela, plantea un debate interno en el grupo, desde el capítulo «Abril 1º», sobre cómo mostrar el entusiasmo y al mismo tiempo la reserva de quienes están al otro lado de esa pared burguesa ante la inevitable «invasión de los cosacos». El vértigo del dibujo con que Gabriela Rivadeneira muestra a ese único hombre pegado a la reja, la melancolía refinada de Álvaro Pilo Yáñez –«[en los oídos del personaje,] los graves acordes de la marcha fúnebre de Chopin»– o la propuesta de Vicente Huidobro de salir a crear un nuevo referente –recibirlos con una «sonrisa de alambre»—, para finalmente dar a entender en conjunto que la alienación se acabará cuando se unan a la marcha: «¿La puerta? ¿Por qué no haber tomado la puerta?» (Emar 2011, 10). El grupo Emar se plantea la pertinencia del creacionismo para contar la entrada del aglomerado en la repartija de lo sensible. Emar es un espacio de tres, una discusión sobre si la novela debiera escenificar la democracia, el populismo o la acracia, dentro de la cual

una propuesta como la que encerraba la composición huidobriana abría para la época nuevos frentes de interpretación de la llamada Cuestión Social, esta vez desjerarquizando aquella retórica que, por su convencionalismo comprometido con el sistema político vigente, reprimía o soslayaba todo cuanto había en el mundo de distinto. Pero también su propuesta introducía un ariete entre los modos artísticos de caracterizar al pueblo, al desarrollar un pensamiento disidente en relación con el que postulaba, en general, el espacio del progresismo. Su opción revolucionaria por transformar la realidad desde los fundamentos mismos entraba en conflicto con la teoría del cambio, compartida por las vertientes socialistas restantes, las que atribuían a los núcleos dirigentes la responsabilidad de conducir los procesos sociales. (Pereira 2)

Huidobro, empero, deja de pertenecer al grupo Emar en la novela siguiente. En su lugar emerge la ciudad ficticia de San Agustín de Tango como plataforma donde llevarán a cabo su propuesta social. Ayer empieza así: «vi, por fin, el espectáculo que tanto deseaba ver: guillotinar a un individuo» (Emar 2011, 47), para luego proseguir con las andanzas de la pareja protagónica por la ciudad durante esa jornada. La dialéctica, el diálogo, el combate, la mayéutica, el par, la duplicidad choca con la propuesta individualista del creacionismo: «El poeta es un motor de alta frecuencia espiritual, él es el que hace vivir lo que no tiene vida; cada palabra, cada frase, toma en su garganta una vida propia y nueva y va a anidarse palpitante de calor en el alma del lector» (Huidobro 1340). Ayerrechaza el nuevo humanismo de vanguardia: contra el creacionismo, mejor matar al hombre, al poeta, al demiurgo que ocupa un lugar privilegiado en la repartija de lo sensible, propone el grupo Emar ante los personalismos del dictador Carlos Ibáñez y del electo Arturo Alessandri. A medida que la pareja va fundando la ficticia San Agustín de Tango con sus pasos por la novela, va haciendo tabula rasa para imaginar de nuevo —a voluntad e íntegramente— un espacio civil inclusivo. Antes de abrir este espacio nuevo a consecuencias mayores en la novela larga y final, luego de matar al hombre chileno que es tan conservador como liberal, tan democrático como milico, según lo requiera la repartija –y que va cambiando de nombre en los textos: «el cínico de Valdepinos», el sabelotodo Palemón de Costamota, el crítico literario Ascanio Viluco–, el grupo Emar realiza una cuenta regresiva para despojarse de cada una de las taxonomías modernas y así impedir que se siga cosificando a los integrantes de este aglomerado que se apresta a asaltar el espacio discursivo: eso impugnan los cuentos deDiez (y sus secciones: Cuatro animales, Tres mujeres, Dos sitios, Un vicio). En preparación para la entrada en San Agustín de Tango, el grupo Emar también rectifica el fundamento de subjetividad europea que antes abrazaran fervientemente sus integrantes en el París de la vanguardia; el episodio central de la novela Miltín 1934 fantasea con 1541, cuando los conquistadores españoles habrían doblegado, tras una batalla con tanques, ametralladoras y bombas, la resistencia mapuche, para acto seguido fundar, sobre la sangre y la masacre, la ciudad de Santiago; sin embargo el dirigente de esa resistencia, el cacique Miltín, sobrevive y se guarece en la punta de un cerro cercano para llorar; su alarido sobrecogedor despierta a los pobladores de la nueva ciudad, quienes lo rastrean para averiguar la razón de ese llanto, ante lo cual Miltín –doble del protagonista actual de la novela, Martín Quilpué– paraliza su corazón voluntariamente y muere sin revelar exactamente cuál de todas las posibles desgracias lamenta:

Desde aquel momento, se comprenderá, no hubo en Chile calamidad, accidente o desastre que todo buen católico no creyera ser lo antevisto por Miltín […]. Esta creencia pasó de generación en generación y cada día fue encontrando más adeptos, de modo que hoy puede asegurarse, sin caer en demasiada exageración, que es ella una creencia nacional. (Emar 2011, 178)

En Miltín 1934 el grupo Emar sugiere dónde y cuándo buscar la fundación de la repartija de lo perceptible; Chile, su origen, la ciudad de Santiago, sus habitantes que no pueden dormir tranquilos, el año en que se escribe la novela, su protagonista y quienes la leemos –el hecho mismo de su episodio impreso, en fin– estamos incluidos en la mirada no cronológica, antilineal, simultánea y sin embargo situada del mártir mapuche. A través del desafiante humor iconoclasta con que relata el episodio, el grupo Emar se opone al origen colonial, europeo, de la identidad individual que rige su nación, y de ahí en más cada uno de sus personajes –de Martín Quilpué a Onofre Borneo y Guni Pirque– asumirá un apellido que es en realidad gentilicio de origen mapuche, aimara, quechua y, en menor medida, de algún lugar no occidental[7] .

El cacique Miltín también prefigura el siguiente paso del grupo Juan Emar: la redacción colectiva de una novela sin final ni principio, alarido plurívoco hacia un futuro donde cabrá todo tipo de conjeturas, de interpretaciones –una lectura heterónima como la que estoy haciendo ahora, por ejemplo– e incluso la posibilidad, como señala Alejandro Canseco-Jerez, de que sus volúmenes fagociten los libros anteriormente publicados por sus integrantes en un palimpsesto, un coro, la entrada de la aglomeración en el espacio discursivo antes reservado para solamente un hombre. Se trata de la novela que, en un esfuerzo editorial –es decir, colectivo– análogo al de sus autores, los trabajadores del Centro de Investigaciones de la Biblioteca Nacional publicaron en cinco tomos, 4.134 páginas bajo el título de Umbral. Siguiendo los pasos de Miltín, desde la década de 1940 el grupo Emar se pierde de vista para ocultarse en el descampado rural, donde por un tiempo sus integrantes entran y salen de incógnito en sesiones periódicas[8]  hasta que su labor de escritura ácrata encuentra la estrategia de la correspondencia postal, y así elude toda posibilidad de intervención por parte de la institucionalidad de la repartija. No es casual que Cristián Huneeus y Adriana Valdés –él, integrante del grupo heterónimo Gaspar Ruiz; ella, parte del grupo heterónimo Gerardo de Pompier– hayan sido los primeros en proponer, a través de sus lecturas de la primera edición parcial de Umbral en Buenos Aires durante 1977, que en el grupo Emar los

desdoblamientos se multiplican agobiadoramente como una respuesta a la exigencia de investigación interior del novelista –¿podremos llamarlo novelista?–, nunca asentada sobre una base cierta, con que Juan Emar rompe lo que de otro modo sería el narrar irrestricto de un monólogo, encarnándolo en seres fantasmales, helados debatientes escindidos entre los dos polos de una dualidad que, a su vez, se escinde en dos y –suponemos– en dos y en dos y en dos más (Huneeus 758),

ya que

destruye así también su encarnadura provisoria de hombre de buen vivir, transformándose en demonio ubicuo, sardónico e invisible: dejando de lado, para mostrar que se puede, hasta la última máscara que se permite el texto (Valdés 793).

Umbral nos ofrece leer dentro de La Bóveda –residencia agrícola y al mismo tiempo arquitectura futurista– donde se han reunido estas voces excluidas que primero se llaman Onofre Borneo y Guni Pirque, los narradores finales del grupo Emar. La Bóveda es la guarida, el taller y la prisión –sus cuerpos envejecen durante los veintitantos años que dura este proceso de escritura– donde juntos van construyendo una puerta por donde salir y, despojados como están, sólo pueden construirla con lenguaje, con conversación, con recuerdos narrados, con imaginaciones verbalizadas y relecturas de sus propios textos anteriores. Debe ser una puerta sólida y espaciosa por donde quepan todos en la última estampida, así que van armando laboriosamente en retrospectiva un Primer Pilar –la historia de su huida de San Agustín de Tango–, un Segundo Pilar –la historia de su fuga anterior, de Santiago de Chile a otras ciudades del mundo y, finalmente, a San Agustín de Tango–, un Tercer Pilar –la historia de sus experiencias en esa ciudad ficticia–, un Cuarto Pilar –la llegada desde ahí a La Bóveda– y un Dintel para que la puerta esté completa, puedan tomar la manilla, abrirla y salir al mismo tiempo hacia el afuera definitivo: Guni Pirque se desdoblará durante ese momento, por ese umbral, en Lumba Corintia, luego en Bárbara, finalmente en Colomba, tal como Onofre Borneo se desdoblará durante ese instante, por ese umbral, en Lorenzo Angol, luego en Desiderio Longotoma, finalmente en Juan Emar y así abandonar por última vez la idea de autoría, de novela y de límite en la forma más que humana del aglomerado;

–¿Aglomerado? Explíquese usted. Algo así ya he oído.

–Aglomerado, es decir, que aglomera, reúne, acopia, congloba […]. [Era necesario] que allí en la Bóveda, bajo su cálido influjo, los treinta y uno se aglutinaran –prefiero decir se “aglomeraran”, de “aglomerar”, que, fuera de “aglomeración” y aun “aglomeramiento”, puede darnos “aglomerado”. En cambio “aglutinar” nos daría “aglutinación” y “aglutinamiento”, con lo cual nadie impedirle puede que a su vez nos dé “aglutinado”. Mas en este “aglutinado” está la sílaba “glu”, y en aquel “aglomerado” solamente la sílaba “glo”; y dig0 “solamente” porque es de todos puntos claro que un “glo” es mucho menos (¿como decirle?), menos pegajoso y espermante que un “glu”, tanto más cuanto que el “glo” va unido sólo a un “me” y en cambio el “glu” a un “ti”. Claro está que aún nos queda “conglomerar” (Emar 1996, 251).

Al momento de salir por su puerta, cuando ponen el punto final al Dintel, el grupo emariano se asume como un aglomerado, nueva noción colectiva que incorpora diferentes partes sin pegarlas entre sí —sin disolverlas en un solo “hombre nuevo” ni jerarquizarlas, sin que una parte sea más ágil, paternalista, invasiva, “esperma” de la otra–, para de esa manera respetar su autonomía, su particularidad, a la vez que evite la indiferenciación de lamasa, la brecha entre dirigencia y pueblo, la multitud que ahoga sus voces. El aglomerado, sin embargo, sigue incompleto: cada uno de los volúmenes de esta obra magna son cartas, apelaciones de Onofre Borneo a Guni Pirque. Las respuestas de ella —convenientemente para la repartija de lo perceptible— se han perdido. El aglomerado Emar sigue esperando salir de bajo su Dintel, ahí donde el grupo que es dos –quien escribe y quien lee– estamos a punto de pasar a un territorio que, me lo pregunto, acaso sí sea alcanzable en el ejercicio de la ficción: ahí donde la justicia, la igualdad y la libertad son permanentes, porque «allí quedamos, fuera del tiempo» (Emar 1996, 2811 —es la primera línea de Dintel). El diálogo entre una voz narrativa que es todos los personajes simultáneamente y otra que es la de todas las personas que podemos responderle nada más puede terminar en un rayado –es el límite de las palabras:

Por esta inclinación del dibujo soy de izquierda; mas no lo soy por la esencia misma del izquierdismo.

–Abajo están los personajes, abajo estamos todos; es la confusión de los seres, cada cual con su vida propia que ha de devorar masticándola hasta donde pueda.

Luego viene el terreno de la convivencia. Son en él todos iguales. Pues hay que olvidar a esa vida propia y recurrir a la vida que nos dé la sensación de igualdad.

Luego viene un terreno vacío; en él impera el silencio.

Por fin hay algunos que han renacido y siguen laborando lo que ya empezaron a laborar más abajo. Son seres que han traspasado la zona de silencio. Hay que afinar los oídos para poder oír cuanto dicen. (Emar 1996, 3.087)

¿Y cómo se traspasa la zona de silencio? ¿Cómo podríamos entrar a lo desconocido, al Club Cero, un lugar donde podamos seguir trabajando en lo nuestro, riéndonos, escribiendo, leyendo, aunque nuevos ya en armonía? Simplemente levantando la cabeza, caminando hasta encontrar la puerta y salir. La puerta es el título que el aglomerado Emar eligió para su novela que hoy conocemos como Umbral, según narra Carmen Yáñez –una de las últimas integrantes del aglomerado– a Onofre Borneo: «la puerta es un lugar donde estamos los dos conversando para siempre» (Emar 1996, 3.996).

0. El Club Cero

No quiero terminar este ensayo, no quiero volver a ser un autor solo. Propongo que esta conversación se mantenga, que sigamos sentados tú y yo con la puerta abierta, discutiendo si sumarnos a lo que se fragua en el capítulo 29 del Cuarto Pilar de Umbral:

Dejé las Cavilaciones tiradas sobre mi escritorio; me puse rápidamente un gabán; bajé a saltos la escalera; me precipité por las calles.

–¡Revolución, revolución!

(Emar 1996, 2.660)

En San Agustín de Tango no importa tanto la demanda que moviliza al pueblo ni tampoco quién la encabeza, sino el hecho mismo del levantamiento. Para responder la pregunta sobre quién es Juan Emar tendremos que elegir si sumarnos o restarnos a su proyecto textual proliferante: si leerlo desde quien tuvo la primera voluntad de escribir –el hombre Álvaro Pilo Yáñez, oligarca excéntrico– o desde el aglomerado de voces que se van a seguir sumando a este proyecto heteronómico plural de tan singular nombre. ¿Qué queda de nosotros: la voluntad primera, la ejecución o el resultado? Importa la justicia, el debido crédito, el reconocimiento al trabajo y al oficio, pero sobre todo evitar —quienes podemos hacerlo— que las voces que no pueden ser prestigiosas sean sepultadas bajo miles y miles de páginas. La lectura literaria, a diferencia del mercado, es capaz de usar la imaginación para tomar partido por quienes no poseen un nombre en el reparto, en la repartija de la realidad. ¿Quién es el autor en un coro, a quién debe pertenecer la fábrica? Una respuesta es la manera con que Umbral presenta la revolución de su ciudad: cierta voz única –Onofre Borneo, leyendo el ensayo Cavilaciones– decide salir a la calle ante el estallido social, le pide a cada persona que encuentra su versión de los hechos y al final son tantas las opiniones, tantas las maneras que se le ofrecen, que decide hacer callar su propio relato para hacerlas ingresar directamente a la narración: un torrente de nombres, gentilicios, actos, creencias, vínculos, cuerpos, luchas, hasta que cae la noche, los múltiples bandos deben irse a comer y la revolución termina. Por ahora.

 

 

 

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NOTAS

[1]  La repartición de lo perceptible es, según Jacques Rancière, «la ley implícita que gobierna ese orden sensorial que divide lugares y formas de participación en un ámbito compartido, por medio del establecimiento de modos de percepción» (Rancière 85, traducción mía). Para Chile, repartijaes el verbo fundacional de lo colectivo —hasta ahora—: una simulación de que se distribuye equitativamente cierto territorio, una república, determinada sociedad con su cultura entre todas las personas involucradas, sólo para esconder la operación de un grupo que constantemente se apropia de tales instancias, del acto mismo y de su representatividad, por medio de exclusiones, montajes, concertaciones y alianzas.

[2]  Juguemos a mezclar la noción que populizaron Pessoa y Tabucchi para inventar sus autores ficticios, más la clasificación lingüística de «heteronomía» en sustantivos tan próximos en su referencia como diferentes en su forma (como autor escritor), más la «heteronomía de la voluntad» kantiana aplicada a la irregular modernidad latinoamericana, dentro de la cual no todos somos individuos, en la medida que nuestra voluntad depende siempre de una exterioridad –nuestro sustrato nativo, nuestro orden colonial, nuestra ciudad letrada, nuestra Constitución, la riqueza de otros, nuestro trabajo– desde la cual la autonomía, la independencia –nuestros fetiches– se vuelven un ideal, un estado tan inalcanzable como movilizador.

[3]  En su lugar queda la experiencia –aurática, si nos podemos entender mediante la expresión de Benjamin– de compartir los intentos de agarrar eso desde la acumulación o el despojamiento: Las mil y una noches y las autoras anónimas de la Torah, en un lado; el «quiero escribir pero me sale espuma» de Vallejo y los ensayos de Sontag y Cage sobre el silencio, en el otro, por enumerar arbitrariamente algunos entre un sinnúmero de tentativas.

[4]  Mónica Ríos hace notar cómo desde su origen la construcción de la identidad republicana y la catalogación de su archivos nacionales impresos se apoyan mutuamente en la exclusión de voces heterogéneas.

[5]  Como el personaje Martín Rivas de la novela chilena homónima –que llega a la capital desde provincia y aborrece la aristocracia centralista que lo aloja para, a las pocas páginas, enamorarse perdidamente de esos salones y olvidar su origen–, «cuando el escritor regional va a vivir a Santiago pasa a ser un escritor nacional[;] el tránsito a Santiago constituía el asalto al canon metropolitano, el abordaje al locus amoenus donde se repartían los dones» (Barrientos Bradasic 2014).

[6]  La obra individual de Álvaro Pilo Yáñez Bianchi, recientemente descubierta y publicada por los entusiastas lectores del grupo Emar, hasta ahora consiste en los diarios íntimos de M[i] V[ida], el ensayoCavilaciones, las novelas breves Torcuato y Amor, y los epistolarios Cartas a Carmen y Cartas a Guni Pirque.

[7]  El cariño que la lengua chilena demuestra transversalmente por sus apodos hace que valga la pena escribir muchas páginas sobre nuestro descreimiento de los nombres civiles, heredados de la cultura europea, en una permanente, productiva y graciosa resistencia oral al trauma de la colonización.

[8]  Importa poco, a estas alturas de proliferación del heterónimo, que el grupo Emar durante sus últimas décadas lo integra una multitud creciente de plumas: Carmen Cuevas, Álvaro Pilo Yáñez, Mari Yan, Delia del Carril, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, que su apertura y movilidad incluso permite la integración de escritores de signo contrario como Eduardo Barrios, Ignacio Valente y Pablo Neruda, y de editores como Pablo Brodsky, Juan Pablo Yáñez, Daniela Schutte y Ergas/Leyton.


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BIBLIOGRAFÍA

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