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En torno a Juan Emar
Por Niall Binns
Universidad Complutense de Madrid
Publicado en Anales de Literatura Hispanoamericana, N°26. Vol. II. Servicio de Publicaciones, UCM. Madrid. 1997
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Sigo leyendo a Juan Emar que inventó en 1934 la ciudad
de San Agustín de Tango sin conocer Macondo
Jorge Teillier (1935-1996)
A la memoria de Jesús Benítez y de Jorge Teillier, ambos muertos en una misma semana
de primavera española y otoño chileno del año 1996.
Álvaro Yáñez Bianchi (1893-1964) —«Pilo Yáñez» para sus amigos, «Jean Emar» (J´en ai marre) y luego «Juan Emar» para sus lectores— nació dentro de las clases más privilegiadas del Chile finisecular. Hijo de un senador que también era director del periódico La Nación, pudo vivir hasta los años treinta en una especie de ocio permanente, dedicado a viajar y a pasar largas estancias en París, fundadas por un padre que abrió para él, además, una página de su periódico para las semanales «Notas de Arte». Estas notas, escritas entre 1923 y 1925, ofrecieron la primera difusión en Chile de las artes de vanguardia y 1’ésprit nouveau [1]
Con semejante respaldo económico y cultural, era de esperar que las novelas Miltín 1934, Ayer y Un año, auto-editadas simultáneamente en 1935, y los cuentos de Diez (1937), todos escritos después de la vuelta definitiva de Emar a Chile en 1931, tendrían un impacto decisivo en el campo literario chileno[2]. Pero no fue así. Vale recordar que si 1935 fue el año de la Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim —culminación del vanguardismo chileno—, fue también el comienzo del fin de las vanguardias y de una vuelta hacia la literatura más social. El ambiente político en Chile no estaba ajeno a las tensiones internacionales: Marmaduke Grove proclama en 1932 la República Socialista de Chile, que dura doce días; en 1933 se forma el Partido Socialista de Chile, y en 1936 el Frente Popular, cuyo candidato, Pedro Aguirre Cerda, gana las elecciones presidenciales de 1938. Mientras tanto, la Guerra Civil Española tiene fuertes resonancias en círculos poéticos: Neruda y Huidobro participan, a su manera, en el conflicto, y la poesía de ambos, como la de la otra gran figura del vanguardismo chileno, Pablo de Rokha, se vuelca —de modo efímero, en el caso de Huidobro- hacia temáticas más sociales. En este sentido, los libros de Emar parecen haberse sumado al barco vanguardista a destiempo, en el mismo momento de su autoliquidación.
El silencio crítico respecto a los libros de Emar se debe no sólo al contexto político-poético, sino también, por lo menos en parte, a las descalificaciones explícitas que el novelista lanza, en Miltin 1934, contra los críticos chilenos más poderosos del momento, notablemente Alone[3] —ridiculizado por miedoso, superficial y aburrido (págs. 39- 43)— y Raúl Silva Castro (pág. l09)[4]. Lo cierto es, sin embargo, que este silencio ha dejado en el olvido a uno de los grandes fundadores de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. En estos años de interminables descubrimientos, redescubrimientos y re-redescubrimientos de autores olvidados, Emar es, a mi juicio, un rescatado realmente digno del rescate. En las siguientes páginas, consciente del relativo desconocimiento de su obra, esbozaré una serie de factores centrales en la narrativa de Emar, cuyas obras permanecen, por ahora, inéditas en España.
LA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD: SÁTIRA RELIGIOSA Y POLÍTICA
La narrativa de Emar ofrece una sátira mordaz de los aspectos más cavernícolas de la sociedad chilena de su época. El predominio de la religión católica en la vida chilena (la separación de los poderes del Estado y la Iglesia ocurrió sólo en 1925) se ve aludido con ironía hiperbólica en la ciudad de San Agustín de Tango (SANagusTlndetAnGO) de Ayer, donde todos los nombres son de raíces católicas: Río Santa Bárbara, Taberna de los Descalzos, Restorán de la Basílica, Calle de los Sagrados Corazones, Zoo de San Andrés, Plaza de la Casulla.
La novela comienza, además, con el doble procesamiento de Rudecindo Malleco —un hombre acusado de la «práctica diabólica» (pág. 10) de un amor cerebral—, que ha sido absuelto por la justicia civil para caer, de inmediato —y definitivamente—, en manos de las instituciones religiosas: «cinco minutos después de haberse abierto ante él las puertas de la Prisión Legal de San Agustín de Tango, se cerraban tras él las puertas de la Prisión Católica de la misma ciudad» (págs. 14-15). El Fray Canuto-Que-Todo-Lo-Sabe logra que se le condene a Malleco a la guillotina. La rigurosa lógica de este sabio -omnisciente hasta en su nombre-. se basa en un pasaje bíblico —«si tu ojo derecho te fuere ocasión de caer, sácalo y échalo de ti: que mejor te es que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti: que mejor te es que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (págs. 15-16)— para desembocar en la absurda decisión de castigar (cortándolo) al órgano culpable de la práctica diabólica de Malleco, que resulta ser —después de largas discusiones— el cerebro.
No es casual que la guillotina sea símbolo de la Revolución Francesa y de la llegada sangrienta de una Modernidad empeñada en desterrar a las religiones. Esta guillotina puesta al servicio de la religión, y dispuesta a cortar justamente el cerebro —la parte pensante y racional— de Malleco, es una lúcida e irónica alegoría de la peculiaridad de la modernidad en Hispanoamérica (pseudomodernidad, modernidad parcial, o hasta postmodernidad avant la lettre, según los gustos), impregnada fatalmente de los lastres del catolicismo tradicional[5].
Los libros de Emar dirigen su sátira también hacia los hombres que se atan sin pensar a una determinada línea de pensamiento político, sea ésta de izquierdas o de derechas. La humanidad se divide, según el narrador de Miltín, en dos grandes bandos, llevados hacia los extremos por las oscilaciones de un enorme péndulo: «Al caer, en su vasta oscilación hacia el punto perpendicular, [este péndulo] golpea a las masas incoloras de hombres que no piensan. Y su golpazo arroja un puñado hacia la derecha. Y el péndulo se eleva y vuelve, Y un nuevo golpazo lanza otro puñado hacia la izquierda. Y cada hombre entonces toma su sitio, se fija, sin haberse dado cuenta cabal del hecho». De este modo, cada hombre «se encuentra ya, desde tiempo atrás, clasificado, etiquetado, colocado por el péndulo. Como me hallo colocado yo y usted y todo el mundo» (pág. 62).
«Las masas incoloras», cómodamente instaladas en uno u otro bando de la humanidad, cambian en Ayer según los caprichos de la opinión pública, que se traslada rápidamente, primero «entre líneas» a los periódicos, y luego, en seguida, a los jueces: «el murmullo, el descontento fue tanto, que la justicia creyó de su deber tomar cartas en el asunto» (Ayer: 10). Tanto los «deberes» trascendentales de la Justicia como la frivolidad no-pensante de las masas son blancos aquí de la sátira emariana, y no es sorprendente, cuando «la masa de opinión pública indiferente» vira a favor del reo, que la Justicia vuelva a lo suyo: cuando «los jueces sentían que aquello se les convertía en una plancha», Malleco salió de la Prisión Legal (pág. 12).
Curiosamente, el narrador también, en un primer instante, se dobla y desdobla según los virajes de la opinión pública: habla en un momento de «el mentecato de Rudecindo Malleco» (pág. 7), y luego —cuando éste es declarado inocente— de «el bueno de Rudecindo Malleco» (pág. 14). El y su mujer, como las masas, acuden entusiasmados a la ejecución de Malleco: «vi, por fin, el espectáculo que tanto deseaba ver: guillotinar a un individuo» (pág. 7); y sólo al final del primer capítulo, empiezan a distanciarse de la masa: «Comencé a sentirme abatido. El peso de la sangre allí derramada, parecía caerme encima» (pág. 21). A partir de este momento, los dos deambulan por la ciudad, buscando alejarse de la vida rutinaria de la mayoría. Cuando los «hombres, mujeres, ancianos, niños, soldados, frailes» (págs. 33, 34, 35) huyen despavoridos de una leona que se ha escapado de su jaula en el zoológico, ellos permanecen inmóviles, asegurando así su individualidad, y llegan a presenciar «la cosa, la espantosa cosa», un espectáculo —un avestruz comiendo a la leona— que se rige por «velocidades insólitas», muy distintas de la «velocidad habitual y lenta de los ciudadanos de San Agustín de Tango en el día de ayer, que era la misma habitual y lenta velocidad de anteayer, de hoy de mañana» (pág. 37).
El desafío de la pareja de Ayer es el de pensar, y de liberarse de lo que en Miltín se llamó la «tendencia de resorte» de las masas (pág. 71). Pero pensar es también ver las cosas, estar abierto a los fenómenos de la realidad. Por eso, entre «los 27 oradores y 60 o 70 mil personas» que asisten a los funerales del gran don Tomás Copiapó, sólo Valdepinos, el «cínico» amigo del narrador, se niega a llorar (Miltín: 148), y junto se pone con éste a hablar de la necesidad de superar la superficialidad ciega de la rutina, y de ver lo que realmente son las cosas que los rodean. En este sentido, el narrador señala que «a los 27 oradores se les olvidó mencionar que don Tomás Copiapó, cargado de glorias, se había marchado de nuestro planeta después de haber pasado en sus cumbres más de 80 años sin reparar jamás en ningún objeto, sin haber “visto” jamás, jamás, ni una botella, ni una persiana, ni una silla» (pág. 149).
Aparte de esta visión satírica de la sociedad de la época, existe en Emar una crítica explícita de lo que Peter Blirger llama la Institución Arte[6]. Mencioné arriba la agresividad de sus ataques a los críticos Alone y Raúl Silva Castro. Al final de Miltín hay un extensísimo diálogo entre el narrador y el pintor Rubén de Loa, enterrados ambos —en plena Alameda (la calle central de Santiago)— bajo un montón de recortes de críticas artísticas, sobre el papel del arte en la sociedad chilena de la época (págs. 200- 240). Loa explica que hay dos formas de arte, una «que existe para consuelo de los hombres fallidos y que es el reflejo mismo de esas fallas», y otra que existe «para que el hombre se realice, amplíe su campo de visión y comprensión, ajeno, totalmente ajeno, a sus pequeñas miserias cotidianas». La primera sirve «para acompañar los ensueños del burgués reposado, y el artista que lo hace bajar hasta él», mientras que la segunda «es para abrir nuevas posibilidades humanas, y el artista que lo hace obliga, a quien quiera tocarlas, a subir hasta él y a tener el coraje de afrontar lo que venga, aunque atropelle y revuelque sus pequeñas aficiones y pequeñas costumbres» (pág. 218).
Loa destaca la complicidad entre el crítico de arte, el «artista proveedor» y el «burgués reposado», reacios cada uno a abrirse y explorar lo desconocido. El escritor auténticamente moderno, en cambio, acepta el reto de la aventura para sí mismo y también para sus lectores, y rompe frontalmente con la institucionalización del arte en la sociedad burguesa.
RUPTURA CON EL REALISMO
La obra de Emar -como todas las vanguardias— rompe con los cánones del realismo imperantes en la narrativa chilena de los años treinta (Joaquín Edwards Bello, Manuel Rojas, Eduardo Barrios, etc.). Miltín empieza con un inventario de la ropa llevada por un tal Martín Quilpué, unos datos que el narrador nos da «por lo que pueda acontecer durante las páginas de este libro». Después de terminar la descripción, añade: «Olvidaba: el hombre Martín Quilpué lleva bigotillos, mas, no barba. No usa anteojos ni bastón. Fuma cigarrillos Baracoa que enciende con fósforos Volcán. Ignoro cómo será su pañuelo, pues no se sonó en mi presencia. Huele a agua de colonia de la Farmacia Universo, calle Chacabuco 1142, teléfono 70173./ Y ahora podemos proseguir» (pág. 7). La reductío ad absurdum de este pasaje es característica de una hiperbolización y una ridiculización del discurso realista muy frecuentes en Emar. Llama la atención, además, que este Martín Quilpué, que aparece periódicamente en la novela, siempre está caminando, pero nunca llega a donde va. Por eso, en la última página el narrador se desespera, buscando en vano al que iba a ser el protagonista de su novela: «¡Nadie! Por ninguna parte, ¡por ninguna!, el hombre Martín Quilpué» (pág. 241).
Esta crítica del realismo se repite cuando el narrador reconoce que las páginas de su novela «adolecen de un defecto grave: no tienen color local» (pág. 149). En compensación, ofrece tres cuentos a base de color local. El primero, el «Cuento francés», dice: «Ayer por la tarde pasé por l’avenue de l’Opéra, crucé el boulevard des Capucines y al llegar al parc des Buttes Chaumont entré al Café de la Paix donde tomé una fina Courvoisiére. Luego me dirigí por la rue de la Chaussée d’Antin hasta la place de la Bastilla, donde me encontré con Monsieur de Bordeaux Poitiers que al verme me dijo: Au revoir!». Los cuentos inglés y español que siguen son idénticos, sólo que reemplazan los lugares por Picadilly Circus/la calle Alcalá, Regent Street/la carrera de San Jerónimo, Marble Arch/la Castellana, Tames [sic] Bar/Café del Pombo, etc., piden un whisky and soda o un jerez de la Frontera en vez de la Courvoisiére, y dicen al final «Good bye!» y «¡Adiós!» en lugar de «Au revoir!» (pág. 150).
La parodia vuelve así contra la vacuidad de las fórmulas realistas en todas sus manifestaciones. Es una crítica que existe en el detallismo exagerado con que Emar describe la “realidad”, y en su frecuente uso de cientificismos gratuitos o excesivamente elaborados: así, en el cuento «El pájaro verde», de Diez, el Doctor Cuy de la Crotale sale de noche en la tienda, «marchando por entre los troncos de abedules, caobillas, dipterocárpeos y cinamomos; pisando bajo sus botas la culantrilla, la damiana y el peyote; enredándose a menudo en los tallos del cinclidoto y de la vincapervinca» (pág. 13). Este exotismo barato es una clara parodia de las tendencias paisajísticas de mucho realismo hispanoamericano.
El cientificismo se extiende al exagerado afán del narrador por precisar la exactitud de las medidas. En el cuento mencionado, se sabe que el ataque del loro al tío José Pedro, comenzó «a las 10 y 2 minutos y 48 segundos de aquel fatal 9 de febrero de 1931» (pág. 20), y terminó cuando «el reloj mural marcaba las 10 y 3 y 56. La escena había durado 1 minuto y 8 segundos» (pág. 23). El narrador de «Maldito gato» da otra vuelta de tuerca a estas precisiones científicas, cuando habla del clima ideal de un día en el campo, y lamenta no tener termómetro, «por lo cual me fue imposible verificar qué grado exacto marca esa atmósfera deleitosa» (Diez: 25).
LO GROTESCO Y LO FANTÁSTICO
Como los naturalistas, Emar se adentra con regocijo en las partes más feas de la sociedad humana, pero la suya es una visión hiperbólica, tan grotesca como desrealizada, como se puede ver en un sugerente menú de Miltín:
Sopa de lagartijas
Ratas mechadas con verduras
Hígado de perro
Pechugas de cucarachas trufadas
Gelatina de arañas peludas
Moscas reventadas
Avecacinas en salsa de vómitos
Flan de escupos
Helados-Jalea-Café-Coñac (pág. 96)
Otras veces, lo grotesco adquiere tintes escatológicos. En la escena del zoológico, el avestruz se coloca «en una curiosa aunque conocida postura» (pág. 41) y procede a defecar, expulsando a la leona que acaba de comer, con una presión suficientemente fuerte para desollarla desde el cuello para abajo. Mientras tanto, el narrador y su mujer se divierten haciéndole morisquetas a la fiera desnuda, y sacándole la lengua (pág. 42). Este gusto por lo escatológico, derivado tal vez del dadaísmo, es recurrente en Emar: cuando Desiderio Langotoma cuenta que los unicornios se alimentan de «los pétalos fragantes de los nenúfares dormidos», no se resiste a añadir que «ello no quita que su excremento sea extremadamente fétido» (Diez: 82).
Las normas realistas se transgreden también en la introducción de elementos fantásticos. Hay narradores que viajan por el espacio para hablar con Dios (Miltín: 169-196), o que vuelven a Chile en un submarino que pasa por debajo del continente latinoamericano (Díez: 84); y hay una batalla contra los indios del año 1541, en que el conquistador Pedro de Valdivia combate con un avión trimotor, cañones, ametralladoras, fusiles, carabinas y tanques (Miltín: 74-76). Hay animales fantásticos como los perenquenques, que son alimentados con las semillas de fucsias normales, que luego, defecadas, crecen como fucsias gigantes (Miltín 97-135). Y en Diez, aparte del loro que resucita de la muerte, hay también un insecto hediondo llamado el perro del diablo (pág. 35), las temibles vinchucas de los pantanos (pág. 36), y el unicornio de Etiopía que, cuando lo ve algún hombre, se volatiza, dejando sólo un cuerno, que pronto se convierte en el «Arbol de la Quietud», cuyos frutos, mezclados con leche, son «el más violento veneno para las muchachas en flor» (pág. 82)[7]
Un elemento fantástico frecuente en Emar es el desdoblamiento del yo, que se escinde entre dos tiempos distintos o paralelos. De vuelta en casa después de su visita a Etiopía, el narrador de «El unicornio» siente ganas de entrar en su dormitorio como si fuera un ladrón. En ese momento de la noche, observa que si no fuera por su inesperado viaje, él estaría durmiendo en su cama: «A esa hora y ese día, si un ratero hubiese entrado a mi habitación, después de desvalijar media casa, debería yo despertar y, alzándome bruscamente de entre las sábanas, gritar: “¿Quién vive?”. Así es que desperté y grité» (pág. 88). La observación hipotética se convierte bruscamente en “realidad”, y el resultado es una pelea entre los dos yoes, uno armado con revólver, el otro con las tijeras que usó para cortar el fruto del Arbol de la Quietud. Al final, «con el corazón perforado, fallecí. Eran las 2 y 37 de la madrugada. Ante mi cuerpo muerto y sanguinolento, retrocedí con paso cauteloso» (pág. 89).
Este desdoblamiento del yo está relacionado con cierto desdoblamiento del tiempo. A lo largo de Ayer —que es una novela de iniciación, un viaje de aprendizaje en el que los dos protagonistas van adquiriendo conocimientos sobre la verdadera “realidad” del mundo—, la conciencia de dos tiempos es fundamental. En el zoológico, un repentino rayo de sol desencadena los cantos concertados de los monos, el narrador y su mujer, que se despliegan «en otra armonía, en otra existencia» (Ayer: 31); luego, el tiempo lento de San Agustín de Tango se contrapone a las velocidades insólitas y «multiplicadoras de cuanto existe» del extraño espectáculo del avestruz y la leona (pág. 37). Finalmente, en el último capitulo, el desdoblamiento del tiempo se hace explícito, al hablar el narrador de su experiencia de «la sensación nítida de la presencia de todo un pasado libertado del tiempo y apareciendo en simultaneidad» (pág. 126). En el urinario de una taberna, empieza a dibujar círculos con su orina en los cinco pequeños agujeros que hay en la taza, dando vueltas uniformes como si fuera un reloj, hasta que de repente aparece una mosca, y surge en el narrador la duda entre seguir con sus círculos o desviar la orina para matar la mosca. En ese momento ocurre, durante un brevísimo momento, una bifurcación del tiempo:
En ese segundo triturado hasta su mínima duración, simultáneos, compenetrados, pero sin la más leve confusión. aparecieron todos los hechos del día, aislados y nítidos, y sin ninguna sucesión cronológica. Y al aparecer así —esto fue mi estupor, mi dicha, mi éxtasis, mi delirio sumo—, vi, sentí, supe, por fin, la vida, la verdad despojada de cuanto engañoso, de sensacional, digamos mejor, de cuanto la limita dentro de un suceder inexistente (pág. 127).
La búsqueda de una verdad metafísica, evidente en este pasaje, es básica en toda la obra de Emar, empeñada siempre en asaltar hasta las cosas más banales de la vida para desenmascararías de sus apariencias y librar su esencia oculta.
EL INCONSCIENTE
Emar escribía en una época en que el psiconanálisis se había puesto de moda en el Cono Sur. Lo dice, con su habitual ironía, el narrador de Miltín: «En este siglo —XX si mal no recuerdo— hay que tener el mayor número posible de pesadillas. Sin ellas, carecemos de interés para los psicoanalistas y quien quiera hoy ser respetado, convidado y adulado, debe manejarse la psicoanálisis como nuestros abuelos manejaban sus mostachos o sus cajillas de rapé» (pág. 56). A pesar de la ironía, el mundo del inconsciente —y del surrealismo- evidentemente fascinaba a Emar. Ya en 1935, Eduardo Barrios había señalado el uso de una «técnica del sueño» en estas novelas, afirmando que «hay páginas de Juan Emar que corresponden exactamente a la mecánica de cuando dormimos y soñamos»[8].
En Ayer, el narrador se detiene para considerar la diferencia entre el hombre incoloro -en este caso, un barrigón— y el artista. En ambos, dice, el inconsciente dormita «como los perros guardianes», listo, al menor descuido y frente a la más insignificante singularidad del ambiente, a despertarse. Pero sólo el artista da rienda suelta al inconsciente:
Dos colores, dos formas, que el sol coge, revuelca, amalgama, transforma, dos, que, sin borrarle a los objetos su identidad, hacen que los pintores se detengan, pinten y piensen que acaso todo el universo hubiese podido ser como no es; cuchichéaselo el inconsciente también al gordo. El gordo se alarma. El gordo pregunta: «¿Qué? ¿Qué dicen? ¿Cómo, cómo?» Entonces el consciente, amo de la situación, se avanza: «¡Nada, señor mío, nada! Es paja que recibe sol, pasta que no lo recibe, un muro de ladrillos no violeta, color ladrillo solamente, formas de árboles, eucaliptos, sí, amigo, eucaliptos y nogales que dan nueces y nada más». Pasa la alarma. (págs. 112-113)
Esta visión del artista, ligada estrechamente al inconsciente y a la capacidad de sorprender relaciones entre las cosas, es fundamental no solo en Emar, sino en todas las vanguardias. Como dijo Huidobro, «el poeta [el escritor] es aquel que sorprende la relación oculta que existe entre las cosas más lejanas, los ocultos hilos que las unen. Hay que pulsar aquellos hilos como las cuerdas de un arpa, y producir una resonancia que ponga en movimiento las dos realidades lejanas»[9] Lo hace Emar en sus imágenes vanguardistas, como cuando la leona empieza su salto mortal en Ayer, y «los mosquitos albergados en [las hojas del olmo] emprendieron el vuelo y sobre el mundo entero todos los aviones existentes decollaron en soberbias montadas verticales» (pág. 35); o bien, cuando el narrador declara haber visto «en los aires un avión en perfecto estado de ebriedad» (Miltín: 20); o cuando los sacudimientos de la leona dentro del avestruz le evocan «los que haría un gato enfurecido debatiéndose en una bolsa de gelatina» (Ayer 38-39). Esta imagen es particularmente interesante. Al oírla, la mujer del narrador «posó sobre mi entrecejo una mirada interrogativa», puesto que nunca se ha visto tal cosa y además, porque «si es verdad que existe un cercano parentesco entre una leona y un gato, no lo es menos que no hay ninguno entre la tal bolsa de gelatina y un largo cogote de avestruz cubierto de plumas». Pero el narrador pregunta, a continuación: «¿qué podía yo hacerle?», si para él fue así. Está apuntando, claramente, a la libertad imaginativa reclamada por el escritor de las vanguardias. Más tarde, confesará tener «una repulsión innata por todo lo gelatinoso» (pág. 101). La acotación es curiosa, porque revela —consciente y tal vez intencionadamente— la base inconsciente en las imágenes de Emar.
EL NARRADOR Y EL PROCESO DE ESCRIBIR
En todas las obras de Emar, hay un yo central, una conciencia narrativa que se desliza de acontecimiento en acontecimiento, que se deja distraer por todo lo que observa o que le ocurre, y que entra en largas disquisiciones metafísicas a partir de las cosas más banales. En Ayer, el narrador siente pánico cuando, al preguntarse por qué le entusiasma tanto el avestruz, se da cuenta de que le seria necesario «devanarme los sesos hasta hallar respuesta», y dedicar toda su vida al problema hasta resolverlo. Este pensamiento pronto se vuelve metafísico: «¿Qué sucede en el fondo del hombre, qué subconciencia se despierta, qué ecos remotos de Dios, antes de la creación, qué mensajes del porvenir en Dios, después de la creación, se remueven dentro de ese hombre, de modo que brote la chispa del entusiasmo al paso balanceado de un avestruz?» (págs. 32-33). Este es un ejemplo paradigmático de la búsqueda, constante en la narrativa de Emar, de lo trascendente que permanece oculto bajo las superficies, pero puede ser develado a través del subconsciente y de la inmersión en los fondos del ser.
Guiado por la curiosidad de todo lo que le rodea, el narrador de Emar no deja de cuestionar sus propias creencias y también todas las creencias subyacentes en la tarea literaria: de ahí su irónico desmantelamiento de las normas realistas imperantes en la narrativa chilena de la época. Esta conciencia metaliteraria es patente también en el fracaso de las pretensiones explícitas de Miltín: el protagonismo de Martín Quilpué nunca se materializa, no se encuentra el rol que el narrador busca para una tal Fredegunda en el drama medieval que planea (pág. 74), y además, el narrador no llega nunca a escribir el «Cuento de medianoche» que desea [«mi mayor ambición es escribir un cuento que se llame “El cuento de medianoche”» (pág. 11)]. La novela termina con una declaración del fracaso de estos propósitos: «solo, triste, mudo, sin haber vuelto a ver al hombre Martín Quilpué, sin haber escrito el Cuento de Medianoche y, lo que es peor, ¡oh Dios mío!, sin haberle encontrado un rol a Fredegunda» (pág. 241).
Evidentemente, lo que interesaba a Emar no era una resolución más o menos feliz del argumento, sino la búsqueda literaria en sí y el proceso mismo de escribir. El resultado es una narrativa marcadamente metaliteraria, en la que el narrador no deja de interpelar al lector, haciéndolo cómplice y comunicándole sus planes, sus dudas y el porqué de lo que escribe. Por otro lado, Emar no cree, como Huidobro, en los ilimitados poderes de originalidad e invención del escritor. Al contrario, cuando Rubén de Loa, en Miltín, responde a las criticas que tildaban a los vanguardistas chilenos de afrancesados e imitadores de modas europeas, señala: «Esos caballeros lo plantean con una simpleza desconcertante: o se imita o no se imita. Mejor sería, en vez de averiguar si hay imitación o no, que se averiguara “qué” se imita». Además, si algún artista «nada imitara, nada, ten la certeza que no lograría trazar una línea por tierra, ¡qué decir un bisonte de Altamira!» (pág. 238). De ahí que la narrativa emariana incorpore elementos de distintos discursos—relatos cortos, cartas, menúes, discusiones artísticas, textos de críticos de arte, recetas, crónicas, diarios de viaje, etc.—, y se haga conscientemente intertextual, notablemente en Un año, donde Cervantes, Dante y Lautréamont se encuentran extrañamente incrustados dentro de la trama de la novela.[10]
CONCLUSIÓN
En estas páginas, he querido mostrar cómo Juan Emar puso en tela de juicio y reconstituyó el concepto de novela que en los años treinta existía en Chile. El peruano César Miró tituló una reseña de la primera novela de Emar «Miltin, antinovela y sátira social»[11] y efectivamente, en muchos sentidos el espíritu de juego y el sentido del humor emparentan a Emar con el Altazor de Huidobro, «antipoeta y mago», y dos décadas después, con el ludismo y la acerba ironía de la antipoesia de Nicanor Parra.
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NOTAS
[1] Véase Patricio Lizama, Jean Emar: Escritos de arte (1923-1925), Santiago, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1992.
[2] Miltin 1934, Santiago, Zig-Zag, 1935; Un año, Santiago, Zig-Zag, 1935; Ayer. Santiago, Zig-Zag, 1985; Diez, Santiago, Editorial Universitaria, 1971.
[3] Sobre Panorama de la literatura chilena durante el siglo XX, de Alone, dice el narrador de Miltín: «Sólo de verlo, qué aburrimiento!» (39); y habla después del «miedo negro de equivocarse» en los juicios de este crítico (42).
[4] Silva Castro, en su epidérmica Historia crítica de la novela chilena (1843-1956), dedica el siguiente párrafo a Emar: «Juan Emar publicó en 1935 dos libros de muy diferentes dimensiones, Miltín 1934, con poco más de doscientas páginas de texto, y Un año, de sólo ochenta páginas y de tipo menor. Según se dice, ambas serían novelas. En 1937 agregó a estas dos obras la titulada Diez. Esta vez, según también se dice, nos encontraríamos en presencia de diez relatos y no de una novela. Tocamos contanta cautela a este escritor porque los críticos le irritan y tememos incurrir en sus iras. En Miltín, sin ir más lejos, arremete el señor Yáñez contra Hernán Díaz Arrieta (Alone) en tan desaforados términos, que es muy posible que ante cualquier otra crítica sobre sus libros reedita los dicterios. Ante el peligro, hay que abstenerse» (Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1960: 293)
[5] Pedro Morandé, en su lúcido y discutible Cultura y modernización en América Latina (Madrid, Encuentro, 1987), sostiene que el «sustrato católico» del continente latinoamericano ha sobrevivido intacto a todos los envites de la modernización y la secularización.
[6] «Los movimientos europeos de vanguardia se pueden definir como un ataque al status del arte en la sociedad burguesa. No impugnan una expresión artística precedente (un estilo), sino la institución arte en su separación de la praxis vital de los hombres. Cuando los vanguardistas plantean la exigencia de que el arte vuelva a ser práctico, no quieren decir que el contenido de las obras sea socialmente significativo. La exigencia no se refiere al contenido de las obras; va dirigida contra el funcionamiento del arte en la sociedad, que decide tanto sobre el efecto de la obra como sobre su particular contenido» (Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987: 103).
[7] La tendencia fantástica de Emar no rehúye totalmente las partes constituyentes de lo que después sería lo real maravilloso de Hispanoamérica. La experiencia de la Machi en Curihue, en una especie de Vudú criollo, sería uno de los pocos ejemplos de cierta base autóctona y exótica en la narrativa de Emar (Miltin: 90). Sin embargo. por lo general el color local es, en Emar, menos local que fantástico y absurdo.
[8] En Alejandro Canseco-Jerez, «La recepción de la obra de Juan Emar a través de la crítica», Revista Chilena de Literatura 34(1989): 133.
[9] Obras completas, Santiago, Zig-Zag, 1964, V 01. 1: 666.
[10] Canseco-Jerez habla del monólogo emariano como «un espacio pluridimensional y una polifonía que emerge de la multiplicidad de voces que se dan cita en un texto común». La necesidad del lector de «someterse a esta multiplicidad de textos y a esta lectura dialógica (...) sin duda constituye el rasgo más singular de la obra literaria de nuestro autor» («Juan Emar arquitecto de la prosa», Revista Chilena de Literatura 39, 1992: 35).
[11] Véase Canseco-Jerez, «La recepción de la obra de Juan Emar»: 132.