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Mont Sainte-Victoire - Paul Cezanne

 

ALGO SOBRE PINTURA MODERNA
Ingres - Cézanne

Juan Emar
La Nación, viernes 20 de abril de 1923




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Los únicos continuadores de la parte viva de la tradición... Así me expresé al hablar en globo sobre los llamados pintores modernos para diferenciarlos de los pintores académicos. Esta frase necesita una explicación.

Una verdad hallada, un ideal realizado, se conserva en la humanidad y se trata de darle todo su valor. Este valor conservado y cultivado a través del tiempo, es lo que se llama tradición.

El largo desenvolvimiento de las artes, no es formado más que por los sucesivos hallazgos de verdades, que abren nuevas posibilidades. Y estas posibilidades, al realizarse apoyadas en las verdades legadas por el pasado, forman la tradición artística.

Pero aquí, dos sendas comienzan: existe siempre la tradición de la forma y existe siempre la tradición del espíritu. A la primera, la he llamado muerta; a la segunda, viva.

Tenemos en nuestro país las últimas huellas de una raza: los araucanos. Ellos, como todos los pueblos, tenían un arte, o sea, una modalidad especial de interpretar plásticamente su actitud ante la naturaleza. Si hoy día, en pleno 1923, instalo en mi casa un taller para la fabricación de choapinos, ídolos, lamas, etc., copiando originales e introduciendo sobre los que haga las variantes que mi fantasía indique, soy un continuador de la forma araucana, sigo una tradición muerta. Pues ignoro yo, y mis obreros también ignoran, en qué estado de espíritu es necesario estar para que los dioses o fuerzas que venero, la naturaleza que contemplo, los hombres que conozco, al concebirlos y luego interpretarlos, tomen espontáneamente las formas que aquel arte les ha dado. Y no sabré jamás ponerme en el punto, para mí incógnito, desde el cual el mundo que me rodea se exprese "únicamente" como los araucanos lo expresaron. Sobre todo esto hay un velo. Mientras no aparezca quien logre descorrerlo, llegando hasta el espíritu mismo que generó esas obras, podremos con justicia decir que la tradición araucana ha muerto y que sus vestigios sólo sirven para catalogarlos en museos y para estudio del historiador. Sin embargo, en cada esquina vemos un florecimiento de arte araucano en el siglo xx. Se copian formas, se reproduce a mil cada objeto original.

Así es con todos los momentos del arte universal. Cada época, cada gran artista, puede interrogarse de dos modos: averiguar el estado de ánimo que engendró las obras que nos interesan, y en tal caso aparecerán, para el investigador, ciertos principios generales, de orden psicológico, de actitud interna ante el mundo externo, de exaltación emotiva, de sinceridad, principios que todo gran artista, creo, ha de haber tocado por diferentes que hayan sido sus medios de trabajo o averiguar las formas mismas, sin preocuparse de la fuerza que las ha creado y repetirlas al infinito, y en tal caso aparecerán ciertas fórmulas rigurosas, comunes a todas las escuelas y academias.

En el primer caso, se va recto a la fuente misma de vida; en el segundo, al resultado, descartándole la fuente de vida. Por eso hay tradicionalistas vivos y tradicionalistas muertos.

Aun en el más somero bosquejo del movimiento pictórico actual hay casi imprescindible necesidad de llegar hasta David su escuela, es decir, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. David fue, sin duda, un gran pintor, generosamente dotado, pero que el culto exclusivista de una tradición caduca, arruinó, para bien de las generaciones siguientes que reaccionaron con violencia contra la ley draconiana que a las artes se intentaba poner. Aun el amable siglo XVIII se rige por fórmulas y recetas que no alcanzan a ser leyes. Todo está preconcebido, para cada problema hay una solución de taller. Se recuerdan mil frases de contenido absoluto: "Las carnaciones deberían ser frescas y tocadas a la gran manera". Un maestro decía a sus alumnos: "Os enseñaré a quebrar con gracia un brazo o una pierna". David hacía posar su modelo al lado de un modelado antiguo.

Contra este estilo a priori, un gran artista reaccionó, enterrando el academicismo pasado y abriendo una era de realismo. Este artista fue Ingres. Su arte, de apariencia tan rígida como la de David, es mucho más afecto a las realidades múltiples de la vida. Ingres reacciona contra las suntuosas generalidades de sus antecesores y fija toda su atención, toda su sensibilidad y su amor, ante el objeto que posa frente a sus ojos, al cual interpreta y desmonta como él mismo lo decía: "con bienhechora ingenuidad". Desdeñó la anatomía por ser ciencia demasiado exacta. Y contra las agrupaciones convencionales de David, traza formas más audaces y más libres.

Este amor por el objeto mismo, como un hecho plástico por sí solo, trae dos consecuencias: primera, el desdén a toda regla que reduzca la importancia del objeto para englobarlo dentro de un total rigurosamente premeditado: segunda, la deformación intencionada, la acentuación expresiva, por encima de un concepto preexistente que limita el alcance de dicho objeto.



Portrait of Baronne de Rothschild. (1848)
Jean Auguste Dominique Ingres

Si por sus formas, sus apariencias, Ingres parece, al examen frívolo, un continuador de David, por su estado de espíritu ante la naturaleza, es su opuesto. Y es este estado de espíritu, de libertad y de curiosidad aguzada por ver siempre nuevo y más, que del maestro ha heredado toda una línea de artistas del siglo XIX.

Tal es el espíritu que lleva a Coubert, espíritu que, en el libre temperamento del artista, se hace naturalismo; y tal es el que lleva a Corot en quien florece un poético realismo. Y el mismo espíritu sin cadenas exalta en otro sentido a Delacroix, el más grande romántico de la pintura; y el mismo espíritu aun, da origen a la pléyade de los impresionistas; que para expresarse llegan a escoger los más humildes aspectos de la naturaleza, guiados por su amor que les asegura que todo lo creado es digno de arte. Y el deseo de una acentuación marcada, les hace ir al desdén de las formas y de la construcción para alcanzar, en cambio, las más sutiles armonías del color.

Por una evolución constante y acelerada, como ningún otro siglo podrá mostrar, el espíritu de amor a la vida palpitante, el afán de acentuación del rasgo expresivo para cada cual, habían hecho resbalar la plástica toda, al plano del color. Una exageración exclusivista empezaba a fortalecerse de tal modo, que los continuadores del impresionismo iban convirtiéndolo en una receta hacedora de cuadros blandos, deshechos y azucarados. Mas esto no debía durar largo tiempo. Paul Cézanne reaccionaba. Este artista, que había partido también de la impresión pura, como base del arte, se encaminaba hacia un concepto de más en más constructivo. A ese cuerpo sin huesos ni músculos, cuerpo de carnes flojas que era el impresionismo, dábale un esqueleto poderoso, disponiendo los planes y volúmenes con firmeza arquitectónica en vez de diluirlos en suaves armonías halagadoras de ojos afeminados.

Con Cézanne se abre una nueva era del arte que sepulta al impresionismo en la noble tumba de la historia. Una "impresión" ya no basta como cimiento de las artes. La atmósfera coloreada que envuelve a los objetos, no satisface ya como único atractivo del pintor. Además, los hombres de temperamento audaz e insaciable, comprendieron pronto que Monet, Sisley, Pissarro, etc., habían pedido a la naturaleza ingenua de los rincones humildes, todo cuanto ella podía darles y que exigir más, sería insistir con torpe repetición en decir lo ya dicho, en hacer lo ya hecho. Alrededor del nuevo rumbo que Cézanne imprimía, vinieron a agruparse los pintores jóvenes, y el impresionismo, debidamente codificado y clasificado, convirtióse, para sus próximos adeptos, en una sabia fórmula que hoy se conserva en los anales de la Escuela de Bellas Artes, bajo el ojo vigilante de los mismo maestros que años antes la excomulgaban y maldecían.



Autorretrato. Paul Cézanne (1875)

Cézanne es el padre de casi todo el movimiento actual. De él se desprende una línea de artistas que, con el mismo afán de aguda y libre investigación y de valiente acentuación intencionada que un siglo antes animó a Ingres y luego a los impresionistas, se han puesto frente a la naturaleza para arrancarle un secreto más. A los hallazgos coloreados de la escuela de Barbizón, que sorprendía en cualquier tono el prisma entero, había que aplicar la frase de Cézanne: “Hacer del impresionismo una cosa duradera como el arte de los museos”. Los artistas jóvenes comprendieron que este fin sería alcanzado dirigiendo su análisis hacia la forma y hacia la construcción. Y desde el momento que esta preocupación se adueña de los pintores, los objetos, las carnes, la naturaleza toda, empieza a revelarles, aun en sus más diminutas superficies, mil planos hasta entonces insospechados, mil graduaciones quebradas, mil acentuaciones y volúmenes cuyo estudio e interpretación fue llevando a un marcado afán de síntesis y nitidez en contraposición al afán del detalle diferencial y de la visión coloreadamente envuelta.

Desde este momento, el cubismo queda indicado en la historia del arte. Con los nuevos hallazgos de los artistas, con los secretos que la naturaleza revela a estos ojos que ahora la escudriñan con espíritu casi matemático, se hace más necesario que nunca fortalecer y deformar intencionadamente el natural y “es por ello, dice Lhote que los pintores nuevos eligieron como maestro supremo al más grande de los deformadores realistas, al pintor de la Odalisca con dos vértebras de más, de Thétis de formas inventadas del natural, Ingres, el gran pintor dibujante”.

Buscando, investigando, haciendo y deshaciendo, siempre insatisfechos, siempre anhelantes de una revelación suprema, sufriendo todos los sarcasmos del público, la excomunión de los profesores, los artistas del fecundo siglo XIX francés, abrieron brecha y se coronaron como glorias del arte. Y para las generaciones actuales dejaron una herencia: que por encima de las tumbas, hay que seguir adelante, con emancipada exaltación. Pero esta herencia es dura. Cada hombre débil, si no la hace suya, se sentirá crujir bajo su peso.



 



 

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Ingres - Cézanne
Por Juan Emar
La Nación, viernes 20 de abril de 1923