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Juan Emar: Al interior del molino

Por Ana María Risco
Publicado en revista ISTMO Literatura&Psicoanálisis n| 5/6. 2011
Número especial: narrativa chilena


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A la memoria de Pablo García R.,
por incontables razones

“Entraba, pues, con actitud de místico a esas construcciones abandonadas y
cada vez que cerraba la puerta tras de mí y se apagaba el chirrido de los goznes,
inclinaba la cabeza con respeto religioso como venerando de instinto lo que presentía
encontrarse allí, algo grande, muy grande, que si bien es cierto que nunca se mostraba claramente,
manifestaba su presencia haciéndome guardar el más absoluto silencio”
Cavilaciones, Juan Emar

Yo no aprecio en todas las cosas más que la facilidad o la dificultad
para conocerlas, para realizarlas. Pongo un cuidado extremo en medir estas
gradaciones, en no apegarme… ¿y qué me importa lo que sé muy bien?”
La velada de Monsieur Teste, Paul Valéry


Desde hace un tiempo, la imagen que nos hacemos de Juan Emar no corresponde ya con la del escritor olvidado e incomprendido con el que se encontró, mientras recorría ávida su prosa, la generación que comenzó a releerlo en los años 70. Entre ese tiempo en que la obra de Emar asomaba como fascinante rareza arqueológica de principios del siglo XX, oculta por décadas bajo las calles más transitadas de la narrativa chilena, y la actualidad, diversas miradas y ensayos críticos han ido desempolvando sus relieves,[1] hasta sacar a relucir casi todos los ángulos y detalles de este curioso artefacto literario que se presenta hoy, así rehabilitado por sus nuevos lectores, como una de las más excepcionales expresiones que produjo, totalmente fuera de programa, la llamada vanguardia literaria local. A este cambio de fortuna crítica que hoy permite abrirse un camino más o menos informado en medio de la profusa obra emariana (caracterizada también por su condición cualitativamente dispareja) ha colaborado de manera importante el mundo editorial, que ha reeditado entre el 90 y la actualidad todos los libros que el mismo autor publicó durante su vida,[2] como también aquella parte de la obra que jamás pensó publicar, constituida por el voluminoso diario Umbral.[3] Si a ello se suma la temprana recopilación crítica de las notas de arte, aparecidas en el diario La Nación en los años 20 (significativo trabajo de Patricio Lizama que comenzó a iluminar el diálogo riquísimo del proyecto literario emariano con las operaciones modernizadoras de la visualidad[4]) y la reedición de escritos biográficos, como diarios y cartas,[5] se tiene un panorama más o menos cabal del peso que, al menos en su propio país, ha terminado cobrando la voz de este escritor en otro tiempo tan devaluado.

Y sin embargo, no por todas estas razones Emar resulta hoy una especie de libro abierto. En el laberíntico interior de su literatura, lleno de parajes y atmósferas enrarecidas, arquitecturas, pilares, umbrales y espacios oníricos o psíquicos que son al mismo tiempo tan recorribles como los de cualquier relato realista, subsisten rincones en los que sigue siendo necesario moverse a tientas, ayudándose por las más recientes marcaciones dejadas por la crítica, por supuesto, pero no por ello menos a salvo de entrar en las turbulencias que de tanto en tanto agitan allí la ficción, para dar cuerpo y contextura dramática a una conciencia que se mira a sí misma ficcionar y moverse complejamente en este espacio especular.

Entre esos lugares que cautelan y conservan lo experimental de la escritura emariana, como aquello dado a leer a lo largo de su interminable y disparejo renglón, tengo en mente aquí uno particularmente recóndito puesto que se encuentra en un inédito llamado Cavilaciones. Un escrito no del todo desconocido gracias al estudio que le dedicó hace unos años David Wallace,[6] y que resulta particularmente atractivo para quienes se han interesado por los pormenores de la etapa formativa del escritor ya que, dada su fecha presunta de realización (probablemente el año 22), resulta igualmente anterior al surgimiento del Jean Emar-crítico de arte, como del malogrado Juan Emar narrador. De factura inclasificable (hasta donde deja ver esta única versión accesible de Cavilaciones impresa en la tesis de Wallace) este escrito temprano se inicia y termina con un tipo de escritura entrecortada, rotular podría decirse, compuesta de enunciados que parecen dar título a ideas cuyo desarrollo queda regularmente trunco —corcoveos de una conciencia que parece querer proyectar sus movimientos analíticos, sin saber muy bien cómo, en el terreno de la literatura— o aparentan ser fórmulas o síntesis de experiencia, abocadas a un misterioso cálculo de posibilidades (equivalencias tal vez entre duda, experiencia y mal) todo lo cual hace particularmente perceptible en este escrito eso que Anguita llamó alguna vez “la maquinaria matemático-sensible” de la escritura emariana.[7]

Entre ambos tramos de esta particular arquitectura de enunciados, como una especie de claro narrativo en medio del texto, se yergue el lugar recóndito al que pretendo referirme, en el que se sitúa una experiencia extrañadora de la infancia.[8] Una experiencia que se reconstruye de modo distanciado, como rememoración de una historia formativa no exenta de tormentos y angustiosas fatigas intelectuales derivadas del descubrimiento de que “nada hay en el mundo que no sea el más oscuro misterio”, y que, en contraste con la propia experiencia biográfica de Emar (que al momento de escribir Cavilaciones tenía menos de 30 años y no había escrito libro alguno) se despliega aquí como la retrospección de un anciano.

Si bien Cavilaciones es en gran medida un escrito que advierte, invistiéndolo de pocas glorias y beneficios, el estado de turbación, debilidad e inquietud que asalta a quien se arroja a la tarea de poner en suspenso su relación con el mundo para explorar de qué manera ésta se constituye —tarea analogable a la del propio escritor a lo largo de su incomprendido periplo literario—, puede leerse también como expresión (tal vez más rotunda) de ese desdén tan emariano por aquella forma de existencia inmediatamente refractaria a este suspenso. A aquel sujeto de la certidumbre, al que acepta el mundo que le ha sido heredado sin ponerlo en entredicho, el Emar temprano de Cavilaciones le destina también tempranamente el camino de una conquista pequeña: la esfera de los procedimientos y de la vida práctica empujada por el “deber” y la “necesidad”, que pronuncian sus demandas en medio del bullicio, muy lejos del umbral a partir del cual la conciencia humana se repliega y desdobla, para luego exteriorizarse (como lo hace en este mismo escrito de juventud), superando constantemente su propio contorno.[9]

Además de articular un discurso abigarrado y excéntrico, por su naturaleza inclasificable, en torno a la necesidad ética y estética de producir un suspenso que permite examinar cómo acontece el despliegue de la conciencia, suspenso que se identifica aquí con la condición esencial del hombre que medita y crea, Cavilaciones se presenta como la instancia donde propiamente ocurre el juego de repliegue y desdoblaje que lleva a un sujeto a experimentar el quiebre y la recuperación crítica de lo dado, como un ejercicio que se abre camino primariamente desde la experiencia sensible. Lo interesante es cómo afloran en este escrito, gracias a una prosa fluida y sonora que cobra cuerpo en medio de un bosque de sentencias crípticas e indescifrables, las dimensiones y los detalles de esa experiencia; cómo se la torna objeto narrativo a partir del efecto de rememoración; cómo se la objetiva en calidad de procedimiento casi fisiológico otorgándole una suerte de espacialidad y encerrándola en un laboratorio (el lugar recóndito que vengo anticipando) que cobra aquí, para decirlo de una vez, la forma de un viejo y ruinoso molino de agua emplazado —como lo hubiese podido estar en cualquier escrito costumbrista de época— en los faldeos de un cerro “de mi país”, “alejado de la mano de los hombres” y poblado, en cambio, de siniestras “bestezuelas”.

En medio de las verdosas atmósferas de ese recinto plagado de malezas, abandonado hace rato por los afanes productivos, y en el que se eleva en cambio el murmullo de un hervidero de insectos y sabandijas, “agitándose en incansables faenas, entre las maderas carcomidas (…) bajo las rumbas [sic] de materiales viejos y enmohecidos, dentro de los montones de paja que fermentaba”, recuerda el personaje de Cavilaciones haber “pasado las horas de sol”, horas de la más irresponsable infancia “para sentir, sentir desordenadamente un contacto voluptuoso con la naturaleza”.

Si bien el molino se presenta en estos pasajes de Cavilaciones como un templo vernáculo para la exaltación y el goce de los sentidos y para un encuentro ritual con el orden de la naturaleza —que se impondrá desde estas vivencias como el gran modelo al que responde, separándose, toda forma “cultural” de creación— lo que ocurre en su interior está lejos de acontecer como bucólica exploración en los rincones más pintorescos del paisaje hispanoamericano, al modo en que podría quererlo la prosa romántico naturalista de los contemporáneos de Emar. Los rumores del molino emariano no riman con el bienhechor o telúrico sonsonete del costumbrismo. Si se elevara su escala desde la sutileza de su registro, ese rumor evocaría probablemente al del infierno. El observador infantil que hace dentro de tan legendaria y pestilente bóveda el aprendizaje de un místico, vive allí experiencias sensibles que lindan derechamente con el delirio y la adicción. No se trata de la caza de animalitos a resguardo del ojo adulto o de la observación admirativa de los colores y olores penetrantes del mundo silvestre americano; se trata de una desatada experiencia de los sentidos en torno a su propio trabajo, de un ejercicio obsesivo que empuja la sensación por caminos extremos hasta que ésta “toma un sabor picante (…) y se hace mareadora”, adquiriendo “proporciones fabulosas que resuenan en el alma del hombre contemplativo como un excitante que pone los nervios en vibración”. Con fervor casi religioso, el niño rememorado en Cavilaciones se entrega dentro del molino a tareas inhabituales, como distinguir gradaciones y timbres particulares en el zumbido aparentemente uniforme de los bichos; u otras progresivamente más complejas, como sostener la atención durante un tiempo exagerado en un estímulo diminuto, hasta desestabilizar la escala de lo percibido y entregarlo a la conciencia como una “anti-naturaleza” o bien, por último, integrarse a tal punto con el objeto de atención que el yo termina por disolverse, al modo en que podría lograrlo un avezado y arcaico chamán, en la experiencia de “ser”, por ejemplo, una horrible tarántula.

El intenso pasaje de Cavilaciones que se aboca a rememorar la exploración de las sensaciones dentro del molino está cargado de una voluptuosidad que subraya, en lugar de negar, las connotaciones perversas y espantosas que el orden de lo sensible —y la conquista de las apariencias por los sentidos— ha tenido para una vasta tradición de pensamiento que Emar parece no dejar de observar aquí, con el rabillo del ojo, como si deliberadamente no quisiera purgar este camino de sus relaciones fantasmales con la figura del “mal”. Aunque de hecho Satanás asoma en forma explícita entre las fuerzas implicadas en las experiencias del molino, la exploración de los sentidos y de las facultades sensibles que allí se desatan emerge, sin embargo, como un umbral inaugural dentro de un proceso subjetivo de conocimiento de la experiencia del conocimiento, signado por un sello virtuoso que arraiga en la naturaleza crítica y creativa de su dinámica. De esa primera voluntad gozosa y lúbrica por extremar el alcance de la sensación para advertir sus límites, surge en Cavilaciones un sujeto que finalmente ha de preguntar por el lugar y la gravitación de la sensualidad en la construcción de una conciencia posible de mundo. La pregunta sería previsible si no se transformara, hacia el final del pasaje, en una crítica inesperada y arrolladora a la musculatura sensible, tan arduamente entrenada al interior del viejo molino y tan sensiblemente rememorada en el escrito como experiencia clave de la infancia: “Quise dar forma a tantas sensaciones que me hacían considerar con desdén a mis semejantes. Fue un intento del todo estéril. Apenas dado el primer paso noté que en mi interior había más vacíos que llenos, y sobre todo que carecía del hilo que pudiese conectar lo sentido con la vida y aún conmigo mismo. Sentí una impresión de separatividad que me deprimió en alto grado: el recuerdo de mis sensaciones parecía hallarse en una esfera lejana, aislada, inabordable; yo, por otro lado, me sentí incomunicado con aquella esfera sin tener ni un ligero presentimiento de su significado y sin sospechar ni el más remoto medio que con ella me uniera; y en otra parte, más lejos aún, sentí la vida, ajena a mis recuerdos y a mi ser”.

Hay una relación que establecer en este punto, al tamiz de múltiples diferencias, entre la cavilosa voz de este escrito temprano de Emar y otra emblemática de la literatura europea de principios de siglo que elabora una experiencia extrañadora en el lenguaje, acontecida coincidentemente a un sujeto que ha buscado su retiro en el campo. Me refiero a la voz de Lord Chandos, el escritor ficcionado por Hugo von Hofmannsthal (en épocas no tan lejanas a las de Emar, signadas en el contexto de ese autor austriaco por el siniestro avance hacia la instalación del totalitarismo nazi en gran parte de Europa). En La carta de Lord Chandos, aquella fingida y notable epístola al filósofo Francis Bacon, el joven personaje de Hofmannsthal familiarizado ya tras su huída de la ciudad con los diversos afanes de la vida rural —y con las expectativas y temores frente al orden natural que ella entraña—, informa haber perdido completamente “la facultad de pensar o hablar con coherencia sobre cualquier cosa”: “Al principio, se me fue volviendo imposible discutir sobre un tema elevado o general y pronunciar aquellas palabras tan fáciles de usar que cualquier hombre puede servirse de ellas sin esfuerzo. Sentía un malestar inexplicable sólo con pronunciar ‘espíritu’, ‘alma’ o ‘cuerpo’”. Y esta infección, añadía, “se fue expandiendo paso a paso como una herrumbre que devora todo lo que queda a su alcance. Todo se fraccionaba, y cada parte se dividía a su vez en más partes, y nada se dejaba sujetar ya por un concepto”.

Como este atribulado personaje de Hofmannsthal al que, tras su contacto con las praderas abiertas “cualquier criatura, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano atrofiado” se le hacía más real que un concepto, el sujeto de Cavilaciones experimenta al fondo de su imbricación sensual con los objetos en el viejo molino de la infancia, un vaciamiento, o una especie de embotamiento que se transforma en una innombrabilidad de la experiencia. Una “escisión”, cercana al “fraccionamiento” que impide a Chandos alcanzar con las palabras la esfera del concepto, corroe el contorno de sus sensaciones e impide que adquieran la envergadura de un evento significativo, lo que la memoria y la escritura denuncian volviendo críticamente sobre los límites y clausuras de esos ejercicios extremos en el molino. Para haber transformado este conjunto de desordenadas y fabulosas sensaciones en conocimiento, señala el texto caviloso de Emar, “habría sido necesario (…) haber sabido, por lo menos, ‘cómo’ ellas se producen, ‘qué’ valor tenía en mí la sensibilidad con respecto a mis demás facultades, y ‘cual‘ [sic] era la diferencia que se formaba entre un ser procediendo como yo y otro que procediera en forma distinta (…) es decir que éstas no debieran haber quedado como único objetivo, sino que debieran haber determinado, puesto en movimiento, si se quiere, mis facultades de comprensión”.

Entre las diversas razones que pueden llevarnos a considerar Cavilaciones —y particularmente el fragmento que da cuenta del memorable paso por el molino— como una recuperación lúcida, traducida al plano narrativo, de la molienda de experiencias que va consolidando, en su arduo y caviloso acontecer, la lógica constructiva del texto emariano, creo que una esencial es la dinámica crítica que lo caracteriza. Lo rememorado en este singular escrito parece ser la historia formativa de una conciencia que se configura ante sí, a través de un proceso de sucesivos despertares ante la naturaleza y la realidad que se inicia en la experiencia sensible, se prolonga durante el proceso de rememoración que interpola una distancia correctiva respecto de la sensación, para decantar luego en una tercera faena que acontece en la esfera del “sentido”, como acontecimiento de escritura. A diferencia de Lord Chandos que escribe para declarar a Bacon su avance paulatino a la mudez (una mudez que profetizaba la desolación traumática de Europa), el caviloso personaje de Emar —que acusa desde otro ángulo el fiero conservantismo y las fuerzas restrictivas que amenazan la libertad de decir y de pensar en su propio medio— vuelve al intento enunciativo, al imperativo de pronunciarse a favor de una libertad que es primariamente la libertad de pulsar las fibras constitutivas de la subjetividad, retornando una y otra vez al lugar donde su conciencia se construye y estructura, más allá del dominio de lo dado que lanza su primer dardo embriagador a la esfera de lo sensible. Sólo tras haber llevado hasta el extremo las piruetas voluptuosas de aproximación a esta dimensión apariencial del mundo (en laboratorios que dejan de ser, con el tiempo, el ominoso molino para trasladarse a la actividad onírica, las mujeres u otras —“diabólicas”— orgías), quien en este texto se reconoce de camino a la escritura cae en la epifánica cuenta de que no son precisas ya otras fuentes de estímulo, fuera de las normales, para detonar el proceso autocrítico de la experiencia: “Entonces recogí las notas sueltas y evoqué mis recuerdos, sintiéndome por primera vez con verdaderos deseos de meditar y comprender cuantas locuras habían llenado mi juventud. Creí, en un comienzo, que sería ésta una tarea sencilla, mas apenas púseme a cavilar empezaron a brotar los problemas en forma tal, que la cabeza dábame vueltas. Como antes había dicho a la sensibilidad, ahora díjele a la mente ¡Alto! Y empecé a poner orden a notas y recuerdos”.

La superación crítica de cada momento articulador de la experiencia aparece perfilada en este escrito —su figura tal vez más rudimentaria— como una especie de modalidad esencial sobre la que puede proliferar, como en efecto lo hizo profusamente, la escritura emariana. Una escritura que va a inscribirse, como ya sabemos, en insalvable y fatídica distancia con los modelos narrativos de su contexto, prolongando a lo largo de su desarrollo esta potente voluntad de “separación” crítica que parece estar en el centro de su programa poéticoliterario. Mientras la prosa chilena se concentraba, salvo contadas y notables excepciones, en producir la imagen de un mundo rural exótico o silvestre (el paisaje como telón de fondo para la condición silvestre del hombre americano), Emar hacía su ejercicio diferencial en un escabroso rincón del mismo entorno, en el que sin embargo sólo podían oírse muy lejanos los golpes de pala del jornalero o el cabalgar impetuoso del patrón sobre los solitarios caminos flanqueados por columnas de álamos. Triviales ruidos incidentales para los ejercicios de una conciencia en estado de alerta, que haría su miseria y su conquista hundiéndose reiteradamente, sin momentos consumatorios ni triunfales, en la observación de su propio fondo caviloso.

Menos como el enmudecido Chandos de Hofmannsthal, que como el concienzudo Edmond Teste de Paul Valéry, otro contemporáneo suyo, Emar asumirá a partir de este escrito la tarea de producir al “ser absorto en su variación”. Con la espalda vuelta hacia toda forma de certidumbre y los ojos ya hartos ante la constatación de lo dado, hará su camino internándose en la íntima extrañeza, separándose de sí mismo para verse pensar, “estando y viéndose” al mismo tiempo, “viéndose ver y así sucesivamente…”,[10] según un plan que pudiera entreverse en el parágrafo final de Cavilaciones: “Trataré de ir lentamente y no dejarme arrancar del problema que me agite. Hallar soluciones, hallar verdades, no pretendo. Otros podrán decir después si lo que me atrevo a avanzar ante cada problema pudiera ser una solución o siquiera una posibilidad. (…) Lo que yo escribo son sólo cavilaciones. Es cuanto puedo hacer en mi rincón de anciano: ¡Cavilar, cavilar y cavilar!”.

 

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Notas

[1] Son articuladores de esta recepción contemporánea Eduardo Anguita, Alejando Canseco-Jerez, David Wallace, Pablo Brodsky, Patricio Varetto, Adriana Valdés y Pedro Lastra, entre otros, cuyos ensayos y perspectivas han contribuido notoriamente a la valoración tardía de este escritor.
[2] Ayer, Lom, Santiago, 1998; Diez, Tajamar Editores, Santiago, 2006; Un año, Barataria, Barcelona, 2009; Miltín, 1934, Pehuén, Santiago, 2010.
[3] Umbral, Dibam, Santiago, 1996.
[4] Jean Emar, Escritos sobre arte (1923-1925). Recopilación de Patricio Lizama, DIBAM, Santiago, 1992.
[5] Considérese en estos géneros Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yáñez 1955-1963. Prólogo, selección y notas de Pablo Brodsky, Cuarto Propio, Santiago, 1998 o M(i) V(ida). Diarios 1911-1917. Edición de Tomás Harris, Pedro Pablo Zegers y Daniela Schütte, DIBAM, Santiago, 2007.
[6] David Wallace, Cavilaciones de Juan Emar. Tesis para optar al grado de Licenciatura en Humanidades, con mención en Lengua y Literatura Hispanoamericana, Universidad de Chile, Santiago, 1993. Existe versión presumiblemente original de este texto en el Fondo Juan Emar del Centre de Recherches Latino-Américaines de la Université de Poitiers.
[7] Eduardo Anguita, “Apuntes sobre Juan Emar”, El Mercurio, 2 de octubre de 1977.
[8] Esta última cuestión explica el grado de atención que prestó al inédito David Wallace, cuya lectura de Emar subraya los vínculos explícitos del escritor con el legado de filosofías ocultistas.
[9] Sobre estas dos formas de habitar el mundo –la cavilosa y la fáctica– que al interior de la literatura emariana convergen más de una vez en la conciencia de un sujeto que se desdobla y se ve a sí mismo actuar e incluso meditar, como el demediado Teste de Valéry, aconsejo ver particularmente Frente a los objetos, un avance del libro Miltín, 1935 que nunca se publicó, y la lectura que sobre ese curioso texto hizo Josefina de la Maza en Frente a los objetos: el discurso crítico de Jean Emar. Tesis de Licenciatura en artes con mención en teoría e historia, Facultad de Artes, Universidad de Chile, 2003.
[10] Tomo estas expresiones entrecomilladas de Paul Valéry, La velada de Monsieur Teste.



 

 

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