Amor, gratitud y redención
"La fría piel de agosto" y "La casa amarilla", de Julio Espinosa Guerra
Por Pedro Gandolfo
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 26 de mayo de 2013
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El escritor chileno Julio Espinosa Guerra ofrece al lector dos facetas de su creación literaria: la narrativa, por medio de la novela La fría piel de agosto, y la poética, a través del poemario La casa amarilla.
La novela narra la historia del encuentro entre dos personajes -Olga y Andrés- que viven en distintos pisos de un mismo edificio de departamentos ubicado en Madrid y guardan en su interior un pasado acuciante de muerte y culpa. A Olga, un terrible accidente automovilístico en que muere su marido y el hijo que llevaba en su vientre la precipita en una profunda depresión, la sume en un hoyo oscuro, en una caverna tenebrosa. Andrés, a su vez, es pintor, un solitario, chileno, con graves problemas de alcoholismo, que vive perseguido por los fantasmas de su pasado como torturador en los organismos de seguridad del régimen dictatorial. La novela explora la paulatina aproximación de estas personas dañadas, frágiles, náufragos de un desastre, y las posibilidades de su mutua redención.
Para llevar a cabo la narración de esta historia Espinosa Guerra recurre a la técnica de contarla desde la perspectiva de ambos por separado, primero desde la de Olga y luego desde la de Andrés. En los dos casos, que corresponden a las dos partes del libro, la narración la lleva a cabo (no un narrador en primera persona, como sería lo más predecible) sino un narrador autoral, en tercera persona, de amplia omnisciencia. Esta estrategia le permite al autor la construcción de un relato de estructura simétrica, con una coordinación muy fuerte y efectiva, ya que todo lo que hemos sabido primero desde el ángulo de Olga lo volvemos a revisar después desde el ángulo de Andrés. La historia contada desde el foco de Olga aparece como un negativo fotográfico que se va revelando en la historia que cuenta Andrés y, además, la narración de este es la que lleva el relato en su conjunto al desenlace final. Esta estructura muestra -como era de esperar- que los mismos hechos tienen interpretaciones distintas para cada uno de los protagonistas y, no obstante, su progresión es convergente y conduce hacia la comunicación plena entre ambos.
La prosa, sin ser sobresaliente, es clara, directa, con una correcta y precisa utilización de un vocabulario amplio y apropiado. La manera de narrar empleada por Espinosa Guerra, sin embargo, que sigue exhaustivamente los movimientos de Olga, prácticamente sin utilizar elipsis, convierte el fluir del relato en una corriente lentísima, deteniéndose en cientos de detalles y vericuetos, de modo reiterado y extenuante para el lector, innecesarios para la narración y que terminan por producir un tedio creciente. La depresión de Olga, víctima de una tragedia terrible, no logra una expresión narrativa que la singularice y, por lo mismo, sus reflexiones y emociones son de una trivialidad monótona. La parte correspondiente a la visión de Andrés corre más veloz y su personaje y tragedia se hallan viablemente mejor construidos. Por momentos, la novela parece, en realidad, la historia de la redención de Andrés a consecuencia del descubrimiento del cariño de Olga y, en ese sentido, la parte del texto de aquella solo existe funcionalmente para completar retrospectivamente su peripecia.
Sin perjuicio de sus méritos estructurales y la corrección de su prosa, La fría piel de agosto falla en la penetración psicológica de los personajes, limitándose a describir de modo muy superficial, predecible y exterior sus estados emocionales, cayendo no pocas veces en el lugar común, sin que quede suficientemente configurada la singularidad de sus historias.
En La casa amarilla, Espinosa Guerra parece moverse con mayor oficio y soltura. Los poemas, unidos por la nostalgia de su infancia y de la familia, constituyen un hermoso e intenso homenaje a su padre, el constructor de la casa amarilla. La poesía de Espinosa Guerra, sobre todo en los fragmentos más logrados, asume una cadencia llana, suave y sin complicaciones como si el límite con la prosa estuviese muy próximo y la distinción tan solo fuera tenue y se fundara en la naturaleza de las imágenes y la peculiar ilación de lo que acaece en los versos. Con esos pocos elementos, evadiendo cualquier asomo de grandilocuencia y pomposidad, Espinosa pergeña una poesía matinal que fluye desde una sinceridad imperturbada y luminosa. El conjunto -formado por trece fragmentos poéticos extensos- es parejo en calidad y unidad, sin que el artificio resulte visible ni sea el pivote de su poetizar, sino que tan solo el medio para poner a la vista del lector experiencias esenciales que bordean lo inefable, "porque el más bello muerto es el que sigue respirando/ en la arruga de un papel".