La última idea que se me ocurrió esa mañana no hubiera sido considerada como una idea seria por ningún filósofo o no tanto que creyera que los hombres son autónomos, son los sujetos de su historia o sus acciones, en un mundo básicamente armónico y orientado hacia adelante, hacia un futuro prometedor, en que por fin nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos, vivirán liberados hasta de la última gota de ignorancia. Alguna vez, en una época pasada, a lo mejor la Edad Media, un renombrado filósofo y teólogo, siguiendo a Aristóteles había proclamado esa doctrina, en medio de la pestilencia de las hogueras en que se consumían los difuntos por la peste, o se retorcían las brujas dando alaridos. Lo que pasa es que yo en mi país natal enseñaba filosofía, a nivel secundario y estaba empezando a hacerlo a nivel universitario. Antes de tener que salir por la fuerza de las circunstancias y después de varias intentonas fallidas que no voy a mencionar, vine a dar a Canadá después y a raíz de las luctuosas y ya tan bien conocidas alternativas del golpe militar de 1973 en Chile ya hace 50 años.
Porque la idea que se me vino a la cabeza mientras me tomaba su café era a la vez una maravilla de lógica implacable y un disparate, nacido de esa misma lógica —quiero creer— tan perfecta como fría. Podemos suponer que un jurado tan benevolente como comprensivo podría haber absuelto a este sujeto que escribe, en realidad un ex sujeto, o quizás —claro que no es raro que piense así, ya que conozco a Marx, por supuesto, y soy más bien determinista— a alguien que nunca ha sido sujeto, y que llevado por el espectáculo atroz y descorazonador, pero también bastante cómico, de la marcha del mundo en esta tercera década del siglo veintiuno, si se sigue la cuantificación oficial de la historia según el mito cristiano, y que se debate buscando soluciones para el estado de cosas, soluciones que de antemano uno sabe de manera implícita que nunca lo van a ser, ya que no salen de las paredes viscosas de la cabeza, ni se extiender más allá del alcance de las personas sentadas conversando en un café, a orillas de un lago, en el verano, echados para atrás en sus sillas de reposo, o en un salón cualquiera de esta ciudad en este país a la postre bastante tranquilo y opulento y que simplemente parecen existir.
Hay un tipo de persona que para poder efectuar lo anterior, es decir existir, tiene al menos que saber a qué atenerse. Ese tipo de personas le tiene un miedo terrible al caos, al desorden. Por mi constitución quizás delicada, o que parece delicada, carezco de la proclividad a pasarme el día ordenando papeles, lavando loza sucia, barriendo o pasando la aspiradora, planchando o lavando ropa, etc, contestando mensajes telefónicos, el anticuado correo, y porqué no decirlo, hasta los textos en el celular, los aials. Todavía existe gente que escribe o manda revistas, libros, notas, y que espera que uno le contesten en forma rápida, mediante el anticuado papel o pluma, o lápiz—esa cosa retro que está volviendo—o a través de las computadoras o los teléfonos celulares, el correo electrónico. Y ese miedo al caos que mencionábamos anteriormente no es en absoluto escaso en este medio, ya que aqueja a muchísima gente, y—cosa bastante natural—se liga muchas veces a una lógica bastante rigurosa de parte de los afectados. Después de todo, la lógica, la razón, aunque sean intentos embrionarios y elementales, constituyen formas que tratan de ordenar el caos que dichos individuos sienten que los amenaza por todas partes, cosa que muchas veces se asienta en acontemientos vividos todavía presentes en la memoria de quien se trate.
Porque en mi caso personal ese miedo al caos, al desorden —que un facultativo etiquetó como un síntoma de mi post traumatic stress disorder (PTSD) — todavía está vigente, y es ratificado por mi casi escualidez física que implica vulnerabilidad —que sin ambargo a medida que avanza la edad se va convirtiendo en virtud, los flacos vuelven a estar de moda— ese temor se ve temperado con la memoria subliminal, pero no tanto, que acecha desde los bordes del cuadro organizado de la vida cotidiana, y le proporciona como quien diría un telón de fondo, previo, unos antecedentes, un paisaje más o menos como lo que sigue y que terminó en un trauma aún presente pesa al paso de 50 años:
Cuando era joven y frecuentaba las aulas universitarias en Chile yo estaba aún lejos de imaginar lo que se escondía realmente detrás de palabras tales como Imperialismo, Tortura, Represión. Los Partidos de Izquierda gozaban de una posición a todas luces envidiable. Los personeros de partidos políticos casi imposibles en otras latitudes perfeccionaban su capacidad oratoria en foros tales como la Televisión Estatal, las universidades, el Congreso. La Democracia como una madre de vasto regazo protegía a sus hijos a veces desaforados. Como cualquier Hijo de la Clase Media que disgustado del ambiente social y familiar buscaba una especie de trascendencia, me enrolé en uno de los más nuevos y radicales grupos de la Izquierda de los Sesenta. La década se abría como una Flor Multifacética en el Cielo del País, reflejando como en un espejo la Luz Lejana de los Movimientos Guerrilleros que después de la Revolución Cubana brotaban en todos los Países Latinoamericanos. Puñados de jóvenes de Clase Media, profesionales y brillantes, incluso a veces bien parecidos, lograban a veces casi imposibles alianzas con elementos obreros, campesinos, indígenas. La Izquierda Más Establecida, con otro origen, miraba con hostilidad e ironía esos brotes juveniles.
Pero en ese entonces desde la historia las figuras de Manuel Rodríguez y José Miguel Carrera creaban alas y proyectaban halos desde los textos escolares de la primaria. Ganaban terreno frente a la figura vetusta y rechoncha, más establecida de O’Higgins, que acuñaba a la República desde el dibujo magro de las chauchas —monedas de un centavo— y volvían a alzarse en los sueños de mis Compañeros de Generación, hombres y mujeres, la vista clavada en el horizonte, la melena al viento.
Pero el nuestro era un sueño de niños locos. En lo que respecta a nuestra manutención, algunos aún vivían bajo el alero de la familia. Los más, como yo, comenzaban con horas de clase en un liceo —estudiaba Pedagogía en Filosofía y Castellano— o en colegios particulares o tenían —como en mi caso— alguna ayudantía en la universidad. Pese a que las posibilidades de un futuro estable comenzaban despaciosamente a cerrarnos la puerta en las narices, había una cierta facilidad para vivir. Todos olían la Era que sucedería a la que se cerraba con los democratacristianos. La atmósfera que bañaba el país era como el techo de un invernadero sobre el que cayera cierto granizo histórico. Yo empezaba a encaminarme por un futuro profesional que parecía seguro, conocía e intimaba con la que habría de convertirse con el paso del tiempo en mi mujer. A la vez ese proceso tocaba o incluía, como una mancha de aceite, a todos mis amigos, y más allá, nuestro grupo, incluso nuestra generación.
Las atrocidades cometidas por organizaciones nacionalistas o anticomunistas en el extranjero nos llegaban tamizadas, se veían como algo remoto y contrario a esa embriaguez general de una vida todavía y sin embargo empezando a florecer, sabemos ahora, bajo plazos que se acortaban. Se hablaba de nuestra especificidad: el país no es un suelo para golpes de estado ni revoluciones sangrientas. La ACHA—Acción Chilena Anticomunista—era un grupito lamentable de militares retirados. Las historias de la revolución española —en que mi padre como tantos otros había combatido bajo los colores republicanos— tenían para nosotros un tinte antiguo y romántico. Me reclinaba por horas en casa de mi novia en un pueblo del NORTE CHICO leyendo colecciones de los años treinta de la revista Para Ti, período que desde una nostalgia no vivida yo asociaba con la revolución española. La voracidad intelectual nos llevó incluso a las páginas del historiador Vicuña Mackenna, a asomarnos al espanto de la Guerra a Muerte, que en los 1979 decretó la muerte de los niños araucanos mayores de 8 años. Las Alamedas entonces eran amplias y me permitían mezclar mis incipientes labores docentes con la militancia de vanguardia y la frecuentación de los libros de Eliphas Levy, Gurdieff, Ouspensky, Scott Elliot y Meyrink, junto a Debray, El Diario del Ché en Bolivia, el Pequeño manual del Guerrilero Urbano de Marighella. La atmósfera del país era como un lujo que permitía la cohabitación de muchas mujeres con un mismo hombre, o viceversa, como diferentes estilos de amoblados en un mismo cuarto. El Canto de Gallos y Pájaros en las madrugadas abría un horizonte que no estaba limitado por las montañas (cercanas). No sé si esa sensación es a lo mejor algo que todos los jóvenes a esa edad sienten al despertar a la vida social, amorosa, cultural o política, o era señal de una evidencia de que la estructura fijada desde tiempos inmemoriales por la historia iba a abrirse como una naranja podrida.
Y por esa época comenzaban a hacerse populares en nuestro medio los futurólogos, principalmente divulgados a través de artículos. Algunas interpretaciones descarnadas de la historia comenzaban a hacerse conocidas, siempre de manera marginal. Hay que aclarar que por entonces tuve acceso a revistas extranjeras de una circulación restringida, porque estaba metido en la editorial de una revista de poesía. Además siempre me fijaba en pequeñas notas en magazines y diarios de circulación extendida. Estas especulaciones se mantenían lejos del Pensamiento General. Pero también teníamos una suerte de optimismo en parte justificado por la tradicional solidez de nuestras instituciones, pese a estar radicalizándonos hasta hacer esporádicas prácticas de tiro no creíamos en el fondo que la sangre iba a llegar al río, al pavimento de las calles, a salpicar las paredes. O quizás estaba presente otro animal sanguinario junto a los animales emblemáticos, con el cóndor y el huemul de nuestro escudo nacional, y además a su sombra, el avestruz, que dicen que entierra la cabeza en la tierra en circunstancias desacostumbradas o peligrosas. Los libros relativos a la Revolución Española desaparecían misteriosamente de los anaqueles de las bibliotecas. Si alguna discusión existía respecto a la inminencia del Golpe en esos días del Gobierno Popular se reducía a las Altas Esferas, a los Círculos Internos de los diversos partidos. El caso brasileño de la década pasada tampoco era apreciado en su evidente paralelo con nuestra situación. Algunos días después de la elección de Allende, la organización en que militaba produjo un panfleto a nivel universitario anunciando la inevitabilidad (inminencia) de un golpe. Éramos un grupo de agoreros cuyos planteamientos fueron pronto descalificados. Estos años eran rápidos y frenéticos. .
Ahora que hago una pausa para fumarme un cigarrillo, el primero, en esta mesita en la que como está afueran en la terraza, es la única parte en que está permitió fumar, en este otro país y a lo mejor ahora en el que me vio nacer haya una situación parecida, devaneo un poco a cómo es ese fenómeno universal que hace que los lugares originarios, los países, barrios, etc., se queden indeleblemente asentados en la memoria, aunque la lógica nos dice, en todos estos nuevos lugares en que hemos elegido o nos hemos vistos a residir, que es seguro que las cosas han cambiado por allá y que a lo mejor son cada vez más parecidas a lo que hay aquí, a eso lo llaman la globalización. Y me acuerdo a fines de los sesenta haber discutido con un amigo y compañero de lucha en los Jardines del Pedagógico, “Mira, Maestro, desde fines del año pasado la Huelga General, parece que la cosa se está moviendo más rápido. No hemos tenido un momento de respiro”. El Maestro se saca los anteojos y los limpia con un ademán automático, que junto a su cara grave y manera conservadora de vestir lo hacían parecer bastante más viejo y dice, “Parece que los días tranquilos los estamos dejando definitivamente atrás. El Dantón y el Álvaro salían en ese momento del Departamento de Geografía con unos pósters que plantaron en las paredes, una compañera de abundante cabellera y rizada, con piernas preciosas, los iba untando por detrás con engrudo. Y rememoro y veo a otra joven, casi con ese mismo pelo, acá en este otro hemisferio, a décadas de distancia. El cielo se tachona con las bandadas de gansos que en esta época emigran hacia el Sur.
El Maestro era uno de esos jóvenes intachables y estudiosos que parecen encontrarse muy a gusto en el tipo de vestimenta que usan sus padres. Adelantan un poco el reloj, unos años, y encajan en los hábitos y apariencias de la madurez. En nuestro (mi) país, el peso de la imagen del varón adulto y su indumentaria es algo serio. Con una tez morena y grisácea, de rasgos finos y un pelo siempre peinado con abundante gomina, poseía dos ojos sensibles y grandes, que relumbraban con un fuego tranquilo en las grandes ocasiones, estando por lo general revestidos de un fulgor opaco. Pese a su delgadez y (suponemos) fragilidad, imponía respeto y emanaba de él una sensación de fuerza tranquila. Esas cosas uno las veía y registraba al pasar, con el ángulo del ojo. Ahora las veo pasar de nuevo y las analizo, un poco esfumados los detalles en la memoria. Quizás podría ponerle una cruz a la derecha encimita del nombre, si es que no sobrevivió al Golpe o a la represión ulterior. Lo que importa señalar es que quizás esa persona concreta e individual que uno conoció por años, sin intimar, porque uno intima con algunos y con otros no, dependiendo del círculo, intereses, etc., fue barrida, y que cada uno de los torturados o muertos era real y particular para cada uno de los que los conocieron. Sé que tiene un primo en Montreal y que a lo mejor todavía está vivo, arreglándoselas de alguna manera, haciendo quién sabe qué cosa. Quizás lo que pasa es que nosotros fuimos formados en un ambiente en el cual la Persona Individual importaba, en un sentido más o menos modernista, claro. Los Grandes Cataclismos Naturales y Sociales borran individualidades por miles. En el vecino país de Bolivia, alrededor del sesentaicinco, los hijos de los hacendados salían en helicópteros a caza indios por deporte (eso me lo dijo Mabel, una niña chilena que vivía en Bolivia, con que salí algunas veces, en mi ya lejana juventud). Otra opinión muy objetiva y racional, pero muy difícil de asimilar incluso para alguien como yo, que en su momento y hace décadas, enseñó filosofía, sería que “después de todo, todos nos vamos a morir algún día, que pase antes o después, en forma masiva o individualmente, las circunstancias mismas, no alteran el hecho en lo más mínimo”. Pero pese a que lo hemos intentado, nunca hemos podido hacernos carne de este tipo de razonamiento.
Y volviendo a eso del miedo, creo que una tal percepción de la realidad no tiene nada de extraño, y que quizás denota una cierta adecuación con el estado de cosas—o los estados de cosas—y no es que esté tratando de disculpar la neurosis o la paranoia—la persecuta, como la llamábamos en nuestros tiempos militantes, en nuestro terruño—sino que sería más o menos normal dado que la finitud de la vida humana es un hecho siempre presente pero en el que no se piensa a menudo. Y si nos vamos a la metafísica y le echamos una ojeada a una niña de color, esbelta, de un cabello glorioso que viene acercándose y cimbrándose con un café au lait, que podría caerse y desparramarse sobre las baldosas de la terraza, pensamos en la tendencia a la entropía de cualquier orden que sea, y que desde esta perspectiva por así decir distanvciada, no tenemos mucho derecho, ni siquiera los más humanistas, para negar la existencia de un cierto malestar que aqueja al hombre (o la mujer) que, sabiéndose mortales, pueden llegar fácilmente a hacerse un orden tal en su vida que de alguna manera compense el caos que los rodea y que a la postre, y como a todos, va a terminar por aniquilarlos. Todas elucubraciones que en un momento desaparecerán de mi mente, ya que al café seguirá un desayuno americano de huevos, tostadas, más café, tocino, como el que ya le traen a mi vecina de la mesa del lado, que lo recibe sin levantar la vista de su minipantalla mientras yo de reojo—aquí uno no puede mirar de frente, es mal visto—le miro las piernas perfectas y broncedas, admiro un increíble tatuaje que sube a lo largo de una de ellas como una eenredadera que sube a perderse en los shorts.
Pero quien me llama por el celular no es uno de mis —escasos— amigos, o incluso los más escasos, que pudieran compartir esa conclusión, sobrellevar su escándalo vital sin sentirse obscuramente ofendidos, y que incluso podrían entender y gozar el humor, patente para todo fulano o fulana que no fuera un o una acomplejada, aunque en esta otra tierra, mentada como de oportunidades y donde han hecho otras vidas, pero que siguen aún marcadas por los estigmas originales. No era el flaco del círculo español que quería organizar un taller de prosa o poesía, en un vano intento de introducir en los planes de alfabetización en el idioma español optativo en la secudaria y en la educación para adultos, un poquito de cultura literaria, y proponía algo así para a un público que seguramente estaría compuesto por señoras o caballeros retirados, los rudimentos de los diferentes géneros; prosa, poesía, ensayo, teatro, e incluso quizás la escritura de guiones para el cine o la televisión, único campo verdaderamente rentable para la escritura en estos tiempos que corren, y lo digo por mi única experiencia, que fue para un cineasta chileno, bastante barato, pero en comparación….
Y mientras uno contesta el teléfono, no se puede dejar de apartar los visillos por la ventana para ver si la vecina se está vistiendo —a esa hora de la mañana a veces, cuando no va al trabajo, ya que debe trabajar part-time, como se dice por aquí, a media jornada, y uno supone que estudia además en la universidad, aunque no se esté muy seguro de su edad, aunque representa entre los veintitantos y los treintitantos, un poco entradita en carnes, pero muy bien hecha, torneadita— cuando no le toca ir al trabajo o a la universidad —si suponemos que está estudiando— se la suele ver que camina, haciendo una cosa o la otra, pasando por la ventana de su cuarto, o de otros cuartos de la casa que comparte con otra gente joven, no estaba seguro si se trataba de amigos, gente que comparten nada más el mismo lugar, roomates, como se dice por aquí, sin nada en común, a lo mejor no se puede fumar, porque uno ha visto cómo ella a veces cierra la puerta de su cuarto, enciende una varilla de incienso y se pone a fumar un cigarrillo, en la noche, de tarde en tarde, tras sus cortinas casi absolutamente transparentes tras las que ella se desplaza, quizás ignorando que a unos cuantos metros se encuentra justamente la ventana del cuartito que denomino mi estudio, a esa hora precisamente me bajan las ganas de examinar algunos de los papeles que dejo sobre el escritorio —todavía tengo la costumbre de corrigir manuscritos a mano, en hojas de papel, uno ya es dinosaurio— y ella se levanta de la cama de su dormitorio y se dirige al estudio, pero no se sabe si ella es consciente de ese hecho, de si es en otras palabras una exhibicionista que tiene la suerte de vivir en la casa del lado y con la ventana casi a apareada de un voyerista, o de si inocentemente se deja vivir en forma confortable, convirtiendo el acto furtivo de la observación sistemática u ocasional, intencional o casual, en un delito en esta sociedad que es un poco dura en estas cosas, digamos menores, por así decirlo, pero que permite a los traficantes de drogas y cabrones ocupar sus esquinas del centro por años, haciendo su negociado a vista y paciencia de todo el mundo, y más aún de la policía.
Pero no hay tampoco que olvidar algunos elementos atenuantes: una gran parte de esos protagonistas, y la mayor parte de las mujeres jóvenes que ellos explotan en prostitución, son menores de edad, y si se los aprehende ocasionalmente, no tardan mucho en volver a circular. Y la misma policía declara a través de sus personeros, ante las conminaciones y recriminaciones de padres angustiados, que si se deciden a apretarle las clavijas a los ratones que trabajan en las esquinas, se les van a escapar los peces gordos que los dirigen y a los que en realidad se trata de controlar. No. No es culpa de uno. Como no lo son eventos como la masacre de hace 50 años y la posterior dictadura que nos trajeron por acá, a estas latitudes. Cuando uno se mudó la situación ya estaba armada de esa manera, y daba lo mismo que fuera yo o un armadillo quien viniera a arrendar ese departamento bastante barato, porque trabajando como traductor free lance, es decir independiente, no se sabe a ciencia cierta cuales van a ser los ingresos a fin de mes . Además existe el consenso casi fanático de la privacidad personal: quizás esa cortinita que no tapa nada, sobre todo en la noche cuando las luces están apagadas, es una convención, un símbolo, que hace que los naturales del país no observen oficialmente y que ese espectáculo posible no exista para ellos, ni en su, expresándolo de una manera más pedante y con el estilo (prestado) de algunos de mis amigos académicos en ese Chile de antes, el de ahora no lo conozco: horizonte de expectativas.
Imagen superior "Despacho en una ciudad pequeña", pintura de Edward Hopper
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(Un texto un poco por los 50 años)
Por Jorge Etcheverry