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El horror austral

Jorge Etcheverry
En revista Mapalé N°3

 



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El otro día me llamó la única funcionaria de la embajada de mi país con la que todavía tengo relaciones cordiales. Me preguntó si quería llenar un formulario para un catastro de todos los chilenos que viven en el exterior. Le aclaré que ahora yo tenía pasaporte canadiense y no tenía para qué llenar ese formulario, pero se lo agradecí de todas maneras. Ella le mandó saludos a mi esposa, aunque casi no la conoce. Pero en realidad no estamos casados, somos más bien convivientes (common law). Como venimos de matrimonios anteriores fracasados no creemos mucho en esa institución. Pero ni la señorita del censo ni los otros funcionarios van a saber nunca la verdadera razón que tengo para no llenar ese formulario.

Me estoy acercando a pasos agigantados a la sexta década de una vida que muchos considerarían interesante y productiva, pero que yo encuentro más bien pareja. Sé que muchos me creen difícil y poco flexible. Allá ellos. A pesar de lo que pareciera, no soy una persona muy sedentaria. Viajo bastante. Así he podido satisfacer mi ansia de conocimiento y mi vocación de escritor asistiendo a encuentros académicos y literarios en otros países, a veces con mi compañera y a veces solo, aunque a veces mi plata me cuesta. No cuento como muchos de mis colegas con el apoyo económico de universidades o instituciones. Pero no me quejo. Así fue que se me presentó la oportunidad de viajar a mi país natal, esta vez no como el simple visitante nostálgico que regresa a hacer el catastro de familiares y amigos, a superponer el viejo negativo que guarda en la memoria sobre la múltiple y variable fisonomía de la capital, de la que salió hace más de un cuarto de siglo debido a los sangrientos sucesos de todos conocidos. Esta vez se trataba de una gira literaria, sobre todo poética, al menos de una parte de ese país que se extiende a lo largo del sur del continente americano como la hoja de un corvo, ese tipo de puñal, bayoneta o cuchillo que hizo famosos a los soldados chilenos en una guerra fratricida dos décadas antes del siglo veinte. El viaje iba ser incómodo pero lleno de una riqueza caleidoscópica, ya que en el país se suceden la geografía y el clima de casi todas las regiones del mundo, que se suceden en ese corredor angosto festoneado por dos cordilleras, encerrado por el desierto y la meseta por el norte y el continente helado por el sur.

Viajábamos en automóvil, aprovechando la modernísima carretera longitudinal, un proyecto polémico del gobierno que si bien aprecian el turista, el transportista y el hombre de negocios, no pasa lo mismo entre la mayoría de los conductores locales, por el alto precio del peaje, ni entre los ambientalistas, que sostienen que el aumento del tráfico y las emisiones de los vehículos van a tener un efecto sumamente negativo sobre la fauna y flora de las diversas regiones. En eso estoy de acuerdo, aunque por distintas razones: por ningún motivo se debe permitir que la carretera atraviese el canal de Chacao y se prolongue en la isla de Chiloé. Va a crecer el tráfico, se van a acumular miles de personas extra, se van a edificar hoteles, restaurantes, casinos para sustento y recreación de hordas de turistas. Se van a atravesar ciertos límites hasta ahora más o menos estables por la sabiduría y cautela de la gente local, que sabe ser hospitalaria cuando se da la ocasión, pero también hermética y distante. Algunas iniciativas llevadas a cabo en nombre del progreso pueden tener efectos catastróficos. Hay peligros que no por mantenerse discretamente al margen del conocimiento público son menos reales. Asimismo, y coincidiendo otra vez con el partido verde de la zona, estoy haciendo circular por el internet una lista de firmas para oponerse a la pesca industrial en profundidad que realizan con impunidad los pesqueros japoneses. Nadie sabe lo que puede surgir entre sus redes. Pienso además que sería bueno que algún partido político de la región hiciera una campaña contra la pesca submarina, argumentando que contribuye a la extinción de especies ya de por sí escasas, como el choro zapato, el loco, el erizo, el piure, aunque no sea esto lo que me preocupa. Lo que caracteriza a estos tiempos postmodernos es este tipo de alianzas en que diversas partes interesadas logran distintos beneficios apoyando agendas comunes. Para bien o quizás para mal, Chile es un país que se define en gran parte por su carácter marítimo.

Esa gira poética superó con mucho mis expectativas. El intercambio personal y literario con escritores jóvenes,(al menos más que yo), con gente que vive y crea en el país, fue para mí una fuente de inspiración, conocimiento, reflexión, y porqué no decirlo, sana alegría. Incluso se dio la ocasión para la inevitable bohemia que, para mi sorpresa, me las arreglé para soportar de lo más bien aunque yo era el más viejo del grupo. Debo confesar que a medida que nos adentrábamos hacia el sur, me parecía entrar en un territorio desconocido y me embargaba una vaga aprehensión, casi voluptuosa. La carretera se extendía extemporánea, su presencia no turbaba en lo más mínimo esa vitalidad tranquila y oculta, vegetal, casi hosca, siempre igual a sí misma, silenciosa o que da la sensación de serlo. Ahí tuve la revelación del porqué de esa parquedad que se atribuye al poeta sureño, y que tanto sorprende al poeta santiaguino, asediado como está por la confusión de discursos heterogéneos y de todo tipo de ruidos que a la larga logran inmiscuirse en su poesía. Debo confesar que en mi infancia ya había estado en el sur, en unas borrosas vacaciones con mis padres que no acierto a recordar, y que alguna vez fui en tren a la austral ciudad de Valdivia con una delegación estudiantil y poética de la Facultad en que estudiaba en Santiago, que se convirtió en delegación etílica. Del tren nos fuimos directo a recitar con una agrupación poética de la ciudad, de ahí a una casa y de ahí recuerdo que me llevaron ya bastante tomado a otra casa donde me habían alojado. Cuando me desperté era como la una de la tarde, hora de volver a Santiago, ya todos estaban listos para ir a tomar el tren, un poco irritados, ya que me estaban esperando sólo a mí. Además había faltado a la cita que después del recital y de la fiesta posterior me había dado para esa misma mañana una niña muy buenamoza, que me dijo que mi poesía la había conmovido, que la hacía recordar el mar. Todavía la recuerdo: alta, con unos ojos bastante curiosos, muy grandes, un poco salientes, una piel como con tintes de un dorado verdoso, las manos delicadas pero con una leve insinuación de membrana entre los dedos, o me parecía, un perfume que llevaba, decididamente marino y no del todo desagradable, detalles que siendo curiosos la hacían más atractiva, como suele suceder con ciertas mujeres que parecen equilibrarse trabajosamente entre la fealdad y una rara belleza. Fuera de esa oportunidad perdida no era mucho lo que recordaba de esa ciudad.

Así nos íbamos adentrando en la región, haciendo recitales de ciudad en ciudad, siempre con pocas horas de sueño. Se sucedían las trasnochadas, las libaciones, la comida, los cigarrillos, la conversa, dormir un poco, la vuelta al auto, a la carretera, a dormitar a ratos (por suerte yo no manejo), a maravillarse por el paisaje, pese a una inquietud o desazón inmotivados que me bajaba a ratos y no sabía a qué atribuir. En las calles de Lota pude saborear unos sándwiches de marisco en pan amasado, que luego de un atisbo de repugnancia pude ingerir bajo la mirada atenta y aprobatoria de mis acompañantes locales. Una mañana me desperté temprano, casi al alba, excitado y enervado por el olor pesado y omnipresente del mar y salí a la calle, caminé hacia la playa y divisé a lo lejos unas figuras que jugaban en el agua, imprecisas, chapoteando en la rompiente de las olas, unas siluetas que parecían vestidas como para bucear, en trajes verdosos con patas de rana, que jugaban con una mujer joven que se debatía en esa lucha fingida, profiriendo gritos que simulaban terror, que los otros coreaban haciendo mofa, que parecían corear las gaviotas que graznaban sobre mi cabeza, que me dolía con los últimos vestigios de la remolienda de la noche anterior. Pisé sobre una botella vacía, casi perdí pide. La calle a mis espaldas estaba llena de colillas de cigarrillos, botellas quebradas, incluso había un sostén de mujer. El olor a pescado lo impregnaba todo, con sus reminiscencias eróticas. Cuando después de mi caminata volví al hotel a desayunar ya no había huella de los alborotadores de la playa. Sólo permanecía ese intenso olor marino y las gaviotas que revolteaban sobre mi cabeza.

Pero la cosa no terminó ahí. Cuando bajé a desayunar, una poetisa y narradora de Talcahuano que decían que era lesbiana pero que yo creía que más bien tenía malas pulgas, se notaba pálida, llorosa, la silla en su mesa que ocupada todas las mañanas su compañera de cuarto, una niña poetisa de la zona, estaba vacía. Evitó hablar conmigo toda la mañana, aunque nos llevábamos bastante bien y conversábamos bastante. Más tarde, cuando nos tocó leer juntos en un liceo, antes de almuerzo, le hice notar que a su amiga ausente la habían sacado del programa, así como si tal cosa. Ella tenía los ojos enrojecidos pero no me contestó, cuando le dije que cómo, que eso no podía ser, que dónde andaba su amiga. Me dijo que no armara lío y que lo mejor es que me quedara callado. Y parecía que ésa era la orden del día, ya que los otros escritores de la zona que andaban con nosotros, y nuestros anfitriones se quedaban callados y cambiaban de tema cada vez que yo trataba de preguntar. A la hora de comida la niña todavía no había aparecido. Cuando se lo comenté a uno de mis compañeros de viaje me dijo en voz más bien alta sin mirarme a los ojos “Se debe haber ido de vuelta a Concepción. Peleas de maracas”, mientras miraba de lado a algunos de nuestros contertulios, que parecían de alguna manera seguir nuestra conversación a pesar de su aire distraído, con los ojos saltones fijos en detalles de la decoración, o en sus platos . Fue entonces tomé el tren a Santiago y tan pronto como pude tome el avión de vuelta Canadá.



 

 


 

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