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La mesa de luz de Juan Forn

Publicado en Revista Babel, diciembre de 1990


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Tengo mesa de luz. Ahí es donde están el despertador, las pastillitas para dormir y el espantamosquitos eléctrico de tan dudosa eficacia. De libros nada; para qué mentir. La verdad es que no puedo leer en posición horizontal. Ni siquiera cuando tengo insomnio.

Pero tengo un cuaderno de tapas duras, en donde anoto párrafos, que deberían ser inolvidables —para una memoria más decente que la mía—, de los libros que voy leyendo cuando no estoy en la cama. Hojeándolo ahora de atrás para adelante, aparece primero el hexagrama 54 del I Ching: "Después de la contienda, los agotados adversarios dejan caer sus armas. Lo apacible es consecuencia de la beligerancia". Un par de páginas antes, las respuestas de Richard Ford a una encuesta del NYT Book Review: "Lo que pretendemos de un cuento es ver la pasión eterna revelada en aquel corazón donde, hasta segundos antes, todo parecía conocido y descubierto. Pero, para escribir así, uno deberá estar por las suyas, allá (como dijo Browning), en el borde peligroso de las cosas". Sorpresivamente enfático, para ser un escritor minimalista. Unas páginas antes, hace su aparición un tal Stephen Vizinczey, autor húngaro de una novela perfecta (En brazos de la mujer madura) y de otra casi perfecta (Un millonario inocente), que dice en sus Verdades y mentiras de la literatura: "Dejé de tomarme en serio a la edad de veintisiete años, y desde entonces me he considerado sencillamente materia prima. Me utilizo del mismo modo en que se utiliza a sí mismo un actor: todos mis personajes —hombres y mujeres, buenos y malos— están hechos de mí mismo más observación". El ilustre Saul Bellow acompaña esta presunta apología de la fabulación a su manera: "Como creía en el honor, yo mentía con frecuencia. ¿Es concebible acaso una vida sin mentir? Era más honorable mentir que explicarme a mí mismo". De una nouvelle aparecida en el Esquire de agosto. Y se ve que es un tema obsesivo, porque enseguida aparece una cita de los Poderes terrenales de Anthony Burgess: "Un hombre que sirve al lenguaje, por imperfectamente que sea, debería servir siempre a la verdad; pero está más preocupado por esa verdad profunda —atributo aparentemente exclusivo de Dios—, a la cual la literatura sirve más dignamente diciendo mentiras, que con aquella verdad más superficial que llamamos factualidad. Los escritores tienen dificultades, por lo general, para decidir qué ocurrió realmente y qué imaginan que ocurrió. Es por eso que, en su triste oficio, nunca pueden ser píos ni devotos. Mienten para vivir. Esto, como podrán imaginarse, los hace buenos creyentes —crédulos, al menos. Pero no tiene nada que ver con la fe". Quizá sea por eso que Thomas Hardy anotó en sus Diarios: "Vivimos en un mundo en el cual nada resulta en la práctica aquello que prometía incipientemente". Y el checoslovaco Josef Skvorecky, en su monumental Ingeniero de almas: "Sólo puedo contártelo en forma de cuento. Casi todo es mejor contado en forma de cuento".

El otro tema que aparece una y otra vez en el cuaderno es esa palabrita breve y nefasta, de la que habla así el cada vez menos joven y más repugnantemente sabio Martin Amis, en su nueva novela London Fields: "De todas las fuerzas el amor es la más extraña. Puede hacer que una mujer levante con sus manos un ómnibus repleto o pulverizar a un hombre bajo el peso de una pluma. O dejar que todo siga tal y como era ayer y será mañana. Esa clase de fuerza es el amor". Voy a cerrar este cuaderno, pero después de transcribir un fragmento de las Opiniones de un payaso de Heinrich Böll. Es, en realidad, un diálogo entre un actor sin trabajo y un monje telefonista sordo:

"Yo dije: Existe para esto un remedio de efectos pasajeros. El alcohol. Y una medicina eficaz y duradera. Marie. Pero Marie me abandonó. No sé si ya se lo dije, pero no sufro sólo de melancolía, indolencia y del don de percibir olores por teléfono; la dolencia más atroz es mi inclinación a la monogamia: sólo hay una mujer con la cual puedo hacer todo lo que los hombres hacen con las mujeres. Y él me contestó: Le parecerá seguramente estúpido y solemne, pero ¿sabe usted qué le falta? Lo que hace hombre a un hombre: saber resignarse."

Podemos, pues, mentir, resignarnos, caminar por el borde peligroso de las cosas, ignorar impune y alegremente la factualidad y usarnos de materia prima. Pero esa extraña y maldita fuerza nos aplastará una y otra vez bajo el peso de una pluma y nos dejará ver, acto seguido, hermosas chicas levantando en vilo un colectivo 60. Y después todo seguirá como era ayer y como será mañana. Por eso es que algunos escriben cuentos. Por eso es que algunos no leen en la cama: ¿a quién se le ocurre —se preguntan— leer en el campo de batalla?





Fotografía de Juan Forn de Guillermo Rodriguez Adami



 



 

 

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La mesa de luz de Juan Forn
Publicado en Revista Babel, diciembre de 1990