Cerrojos (2008) de Juan Gabriel Araya: La ecología de la memoria
Araya, Juan Gabriel. 2008. Cerrojos. Concepción: Simbiosis. 36 páginas.
Por Arnaldo Enrique Donoso
El trabajo poético de Juan Gabriel Araya (1937) trata de una memoria en crisis. En 1983 publicó por Nascimento su poemario Memoria del tiempo y Volcán Chillán, por Tentativa en 1989; más tarde sus tres novelas históricas, 1891: Entre el fulgor y la agonía, en 1991 por Editorial Universitaria, Tragar Saliva en 1997, por el sello Todavía, y Primera Dama en el 2005, por la Universidad del Bío-Bío. Durante la presentación de esta última novela, en agosto de 2005, leí unas notas. En esos apuntes intentaba demostrar que la categoría novela histórica provocaba serios inconvenientes para la lectura de Primera Dama, por lo cual convenía hablar de una “irrupción de la intrahistoria en el discurso” en desmedro de una “ilusoria historicidad novelada”. Lejano ese 2005; en ese momento no comprendía que lo que Araya buscaba en la literatura era algo más. Deslicé de todos modos una reflexión que recupero ahora: Araya ha efectuado transversalmente un trabajo de recuperación de la memoria en su obra crítica, investigativa, académica y creativa que secuestra los hechos para evidenciar que fueron ejecutados por personas reales. En marzo del presente año salió de imprenta su Cerrojos (Concepción: Simbiosis), poema que no huye del marco que he trazado. A cargo de la plaquette estuvo Alfonso Sánchez, Santiago Bonhomme y Nicolás Miquea. Prologado por Jaime Concha, Cerrojos se compone de un apartado de textos inéditos, homónimo al volumen, y de una antología de los trabajos poéticos anteriores de Araya.
A la par de la escritura incansable, los viajes marcan al escritor desde su niñez. Nace en Iquique, crece en San Fernando, estudia en Concepción, trabaja luego en Angol para después establecerse en Chillán, y de allí sus estudios en el Caro y Cuervo en Colombia, y como profesor visitante y conferencista en Ecuador, Cuba, Perú, Argentina, Puerto Rico, Islas Canarias, España, Inglaterra y Estados Unidos. Este hecho es importante para la lectura de su obra.
Los cerrojos conectan y desconectan el exterior con el interior, estableciéndose como punto intermedio que tienta a ejecutar el movimiento de una mano que abre o cierra una puerta. El libro es la habitación en la que se escribe. Tanto el afuera como el adentro son vacilaciones de una memoria que bombea flujos de recuerdo desde una estática del movimiento. En efecto, Araya se plantea como un “viajero inmóvil”, siguiendo la nominación de uno de los capítulos que el crítico Emir Rodríguez Monegal dedicó a la poesía de Neruda; así, Cerrojos está escrito desde una óptica de movimiento molecular (como en el relato de la tortuga y Aquiles), desde lo ínfimo. Araya ha mantenido en su obra la puerta entreabierta a fin de mirar el exterior y el interior situándose en un espacio secreto. Ese espacio es el corazón del fantasma del ser latinoamericano:
La pieza se llena de cuerpos
Y sus espíritus se meten en la carne de mis sesos
Converso con el pasado
Y se llena el plato hasta los bordes
Los labios se engolosinan,
Los jugos penetran
Y se convierten en la médula de mis huesos.
Como un antropófago de la selva amazónica
Me alimento de mí mismo
Hasta desaparecer
De la vida
El poeta reagrupa sus visiones: la infancia es la que aparece incesantemente. El Valle de Colchagua y Cordillera de los Andes, los potreros, manzanos, ríos, vientos, lagunas, el río Tinguiririca, el peligro, las grandes rocas y acantilados de los pasos cordilleranos, la dura vida de los arrieros, son el material que da cuerpo a los recuerdos, a la experiencia directa de la odisea agraria de cruzar la cordillera:
Cuando digo cordillera,
detengo mi caballo,
y enciendo un cigarrillo negro
bajo el ala de mi sombrero [...]
atravesado mi corazón por un relámpago,
medité largamente
en ese tío lleno de nieve
que dejó como recuerdo
una mula volando en el vacío.
Por ahí, en el paso de Las Damas,
andan las sombras de mis mojados abuelos [...]
contemplo sus pisadas,
y ahora sé que nada pudo
la huella de sus plantas
con la intratable corteza de tu armadura,
Cordillera.
Por otra parte, los libros y “los huesos amados” son los arcanos que abren los ojos al poeta para ver desde “la ventanilla de un tren” el pasar de los años. Una ecología de la memoria, la misma de la que habla Jaime Concha, que recicla los recuerdos útiles para la reconstrucción de un largo y silencioso peregrinar poético. Puede apreciarse que todo esto es cuestión de consistencia y trascendencia. Araya vive la tierra sin distinguirse de ella, como puede leerse en el poema “Este hombre”:
Este hombre latinoamericano
delgado, de una sola hoja pálida,
rostro de edad indefinible a veces
grita su nombre para afirmarse en sus orígenes.
Come tierra de su último confín
llena de oxígenos la boca
de tierra, cielo y mar [...]
Este hombre se declara hijoselva de las madreselvas
y reconoce al viejo padre
en el tronco más inmóvil
apellinado y sangriento de la montaña.
El rostro del hombre que reconoce a su madre como la madreselva y a su padre en el rostro de un árbol capitaliza toda una experiencia ligada al entorno natural. Esta experiencia es también presa de la problemática de la memoria. Félix Guattari afirma en su libro Las tres ecologías que “no sólo desaparecen las especies, sino también las palabras, las frases, los gestos de la solidaridad humana”. En Cerrojos de Araya el padre y la madre muertos no se convierten en olvido, sino devienen poéticamente un árbol y una planta vigorosa, y por último en palabra escrita y gesto de solidaridad ―no sólo humana, sino, además, políticamente consciente del hecho de que la Tierra entera debe ser sujeto de derecho, como lo plantea Michel Serres―, que se resiste a su desaparición.
Los poemas “La selva oscura”, y “Ay de mí” viran hacia una línea política contingente. Son textos publicados originalmente entre 1983 y 1989. En ellos puede leerse sin ambages, desde Chillán, la ferocidad del periodo. Selecciono segmentos de “La selva oscura”:
Hay una furia de Estado en mí
Que impide hacerme el griego viejo
Y cantarle a su mierda de armonía.
Me decido por el fragmento que busca
Sus dedos en la cantina,
Su tronco botado en la inseguridad del pavimento
Y su cabeza en la punta del cerro.
Los guardianes entierran las vainillas,
Alguien tarja un nombre de la lista
Y coloca una cruz [...]
Un amigo que mete ruido con los sesos
Cerrojos es el poema de Araya, el poema de la vida de Araya. Es el único poema que debe escribir, que debe seguir escribiendo. Debe asumir la escritura de sus tres libros como si fueran uno. Sólo una última cosa: la abolición tecnológica de las distancias ha provocado una grieta invisible capaz de modificar nuestro sentido de la orientación: el aquí-ahora se transforma en un protocolo total de ceros y unos que se actualiza de manera ininterrumpida. La proximidad virtual retiene al observador aunque se encuentre en movimiento. La lección: es necesaria una distancia crítica. Uno de esos intentos de lúcido distanciamiento se encuentra en el poema VII de Cerrojos:
El cielo sacude sus nubes
Y deja en la frente una mirada radiante
Para que no nos olvidemos que el incendio
Se produce en la nevera de la cabeza.
[El cerrojo]
[No impide]
[Que alguien]
[Abra una puerta.]
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