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Grínor Rojo: “Cada peso bien gastado en cultura será una ganancia”
Por Javier García
Publicado en The Clinic, 12 de noviembre de 2020
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Lleva varias décadas interviniendo en el debate cultural. Referente ineludible a la hora de hablar de autores, en su obra ha elaborado una cartografía de la literatura chilena como también de las letras latinoamericanas. Así es como el aporte y la trayectoria del profesor Grínor Rojo (79) fueron recientemente reconocidas con la Medalla Juvenal Hernández, de la Universidad de Chile.
En redes sociales, autores desde Alejandra Costamagna hasta Marco Antonio de la Parra celebraron el reconocimiento. “Grínor es un excelente maestro”, exclamó ante la noticia Ignacio Álvarez, académico de la misma casa de estudios, destacando algunas obras de Rojo como Diez tesis sobre la crítica, Las novelas de la oligarquía chilena y La historia crítica de la literatura chilena.
Este último trabajo, impreso en dos volúmenes, se inicia en la era colonial y continúa en la Independencia y la formación del Estado. En los próximos días, saldrá el tercer ejemplar, que abarca la era republicana hasta 1920. Los tres tomos son editados por Lom Ediciones.
Doctor en Filosofía de la Universidad de Iowa y Profesor Titular del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Grínor Rojo ha dedicado parte de su vida a la docencia y al desarrollo del pensamiento crítico reflejado en sus ensayos publicados en una docena de libros y múltiples artículos. A fines de marzo, dio a conocer el texto Pandemia, donde escribe: “La pandemia es la que está cambiando al mundo, la que nos está demostrando que es capaz de derrotar al sistema”.
—¿Qué reflexiones le dejó el estallido social y qué opina del proceso constituyente?
—El descontento venía de atrás, desconocido o esquivado por las autoridades y minimizado por los medios. En las rebeliones estudiantiles, en las concentraciones de No + AFP, en la indocilidad e insubordinación de los pueblos originarios, en particular la del pueblo mapuche. Todo eso auguraba, no un “Estallido social”, como se dijo y se dice, sino una “Rebelión popular”, como debiera decirse. Y estaba demandando a gritos un cambio de sistema cuya plataforma legal no puede ser otra que una nueva Constitución siempre que se la haga en condiciones que también puntualicé: mediante una asamblea constituyente de verdad, en la que los múltiples segmentos que integran el todo nacional participen, pero como lo que son, con sus diferencias, y que de esa manera busquen la forma de articular sus demandas democráticamente y de producir, a partir de esa articulación, un nuevo pacto social, una nueva carta política y, ojalá, también una nueva sociedad.
—La revista Palabra Pública reproduce un texto suyo sobre la cultura en la Unidad Popular. Supongo que no son experiencias comparables, pero ¿cómo ve el panorama cultural actual?
—La dictadura tuvo una política cultural, empecemos por ahí. Consistió en promover por una parte el nacionalismo autoritario, con toda la fanfarria de los desfiles militares, el folklore oligárquico, los saludos a la bandera, y por otra parte la banalidad mediática, la de las “ideologías livianas”, con pretensiones globalizantes y orientada hacia el consumo. La postdictadura atenuó la primera de estas dos líneas “culturales”. No la hizo desaparecer, de ahí la bandera inmensa que Sebastián Piñera hizo poner frente a La Moneda y que es algo así como el sustituto de la “llama” en el “altar” castrense que había fabricado la dictadura diez metros más atrás y que la postdictadura demolió. Hay poca política y mucha farándula, constituyéndose esta última en la norma para quienes administran tales asuntos y que no es raro que sean personalidades conspicuas del mundo del espectáculo.
—Producto de la pandemia y la crisis generada, los artistas cuestionaron la labor de Consuelo Valdés, incluso piden su renuncia como ministra de las Culturas. Ella señaló: “Un peso que se coloque en cultura, es porque se deja de colocar en otro programa”.
—Me da la impresión de que la señora ministra es muy consistente consigo misma y con su gobierno, ya que de sus palabras se deduce que posee una concepción de la cultura como simple “ornamento”. Para ella, la cultura parece ser lo que se pone en las paredes o en la mesa del living room de la casa y que puede por lo tanto suprimirse sin desmedro para nadie. Yo discrepo de esta idea y entiendo que la realidad nos es a los seres humanos inaccesible en cuanto la cultura es el intermediario que nos permite ese acceso y otorgándole de esa manera sentido a nuestras vidas. Esto significa que no nos relacionamos con la economía, con la política y con la ciencia, si es que eso no se halla precedido por la cultura. Al fin, cada peso bien gastado en cultura será una ganancia, pero cada peso gastado en la cultura verdadera y no en leseras.
Mistral, Bolaño y Kirkwood
Acostumbrado a estudiar los grandes nombres de la tradición literaria del continente, como también a creadores más contemporáneos, hoy Grínor Rojo no se aventura en citar a algún nuevo autor. “Prefiero no recomendar a nadie”, dice, aunque reconoce que la poesía chilena “considerada en bloque” sigue teniendo “más peso que la narrativa”. Y como en todo, agrega, “hay excepciones, de poetas malos y novelistas buenos”.
Sobre el Premio Nacional de Literatura 2020, comenta Rojo: “Lo de Elicura Chihuailaf me parece importante por su contribución al conocimiento de la cultura mapuche, su libro Recado confidencial a los chilenos es ejemplar en este sentido, pero creo que Jaime Huenún es mejor poeta”.
—Hace por lo menos una década existe el boom de la autoficción. ¿Qué piensa del fenómeno y a qué atribuye estos cambios de interés en los lectores?
—El tema es complicado en un mundo cultural en que el libro y la letra, en general, pierden terreno. En 1950, estaban vivos y escribiendo en América Latina Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Manuel Rojas, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima, Octavio Paz, Juan Rulfo y Clarice Lispector. A fines de esa misma década, aparecieron las dos primeras novelas de Carlos Fuentes, a las que siguieron en los 60 las hoy legendarias del boom hispanoamericano, cuyos autores eran el propio Fuentes, Julio Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa y José Donoso. Un poco después se les unen Manuel Puig, Cabrera Infante, Severo Sarduy, Antonio Skármeta, Ricardo Piglia, Reinaldo Arenas y Diamela Eltit. En poesía, Nicanor y Violeta Parra, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn, Alejandra Pizarnik, José Emilio Pacheco, Antonio Cisneros y Raúl Zurita son figuras de relieve superior. Eso hasta que llegamos, en las postrimerías del siglo XX, a Roberto Bolaño, quien, en un sentido que a mí me parece que excede al de la simple cronología, le pone el candado a una época. ¿Qué hay hoy que sea comparable con todo eso? O ¿Dónde está hoy la literatura de América Latina, esa valiosa literatura “personal” que tú mencionas? Busco, y no encuentro.
—¿Hay una producción de crítica literaria en el país, tanto en la prensa como en medios digitales, de la que se pueda destacar o hacer un balance?
—Existen dos tipos de crítica literaria, la pública y la académica. En la crítica académica, hay en Chile un grupo, dentro del cual me cuento, que está de salida. El más brillante de este grupo es Jaime Concha. Entre los críticos académicos más jóvenes, me llaman la atención los trabajos de Sergio Mansilla (sobre teoría y poesía), Lucía Stecher (que es quien sabe más en Chile sobre literatura caribeña), Natalia Cisterna (editora y crítica de Marta Brunet), Ignacio Álvarez (crítico y gran editor) y Macarena Areco y Lorena Amaro (que se han ocupado lúcidamente de la narrativa nueva). Colonialistas destacadas son Sarissa Carneiro y Stefanie Massmann. Desgraciadamente, debo añadir que no existe contacto entre esta crítica académica, de muy buena calidad, y la pública, que por el contrario es un páramo, tal vez con la sola excepción de algunos artículos de Patricia Espinosa.
—Ahora que nombró a varias mujeres, ¿Qué le parece cómo se ha desarrollado el movimiento feminista?
—Los primeros 50 años del siglo XX fueron importantes para el feminismo mundial. En América Latina y en Chile, después de la obtención del derecho a voto por las mujeres, lo que se produjo en la mayoría de los países de la región durante los años 40, el movimiento se ralentizó. Amanda Labarca, por ejemplo, pensaba que con el logro de los derechos políticos el problema de la igualdad entre los sexos quedaba resuelto. Se equivocaba. La cosa es más profunda que eso y tiene que ver con el cambio cultural. Una serie de acontecimientos, entre los cuales la lucha de las mujeres latinoamericanas contra las dictaduras, en los 70 y 80 del siglo pasado, es de primera importancia. La lucha de las madres de la Plaza de Mayo en la Argentina y la de Julieta Kirkwood en Chile, y muchas más. “Democracia en el país y en la casa” era el lema de las feministas chilenas, con lo que ellas estaban precisando -Kirkwood fue enfática en cuanto a esto- que la política no era el único ni el último terreno. Saber que la asamblea constituyente que se está formando en Chile va a ser la primera del mundo paritaria en su composición, me llena de orgullo. Queda mucho por hacer, por supuesto, y esa asamblea y la institucionalidad que de ella surja debería asumirlo.