Era 1989 y Skármeta llegaba de su exilio en Alemania y trataba de “colegas” a los jóvenes menores de 30 años. Estaban Alberto Fuguet, Pablo Azócar, Francisco Mouat, Andrea Maturana, Lilian Elphick, Juan Pablo Sutherland y Rafael Gumucio, el menor del grupo. El resultado: la antología Santiago pena capital. En 1994 formó otro taller con Alejandra Costamagna, Andrea Jeftanovic, Marcelo Leonart, Luis López-Aliaga, Francisco Ortega y Nona Fernández, quienes presentaron la antología de cuentos Música ligera, en el bar La Batuta.
Buscó la paridad y terminó viendo en un grupo de jóvenes el reflejo del Chile postdictadura. Antonio Skármeta, quien falleció esta semana a los 83 años, había llegado al país de un exilio de más de una década en Alemania. Ya era un referente cultural. Entonces se propagó la noticia en los diarios a comienzo de 1989: “Skármeta invita a taller literario”.
Serían dos sesiones semanales, durante siete meses. Había que cumplir dos etapas de selección. En la primera, Skármeta pedía un dossier con un texto de un autorretrato; narrar un acontecimiento que lo haya impresionado en los últimos años; describir la imagen de una fotografía y un resumen del proyecto narrativo que desarrollaría en el taller. La segunda etapa era una entrevista con Skármeta. Los becados recibirían un pago mensual. Eran solo 12 cupos. Seis mujeres y seis hombres. La edad máxima era 30 años. Llegaron 188 postulaciones.
“Afortunadamente logré pasar la preselección luego de una entrevista con Skármeta, en un departamento antiguo por Antonio Varas, en Providencia. Siempre que paso por ahí pienso que ese taller me cambió la vida”, cuenta Juan Pablo Sutherland. “El taller se desarrolló en el Instituto Goethe, en su antigua sede en Esmeralda y fue bautizado como Taller de Creación Narrativa Heinrich Böll. Era un espacio fresco, agudo, divertido y apasionante”, agrega el escritor, quien en 1989 tenía 22 años y vivía con sus abuelos en una casa antigua, en Avenida España, en Santiago.
Tras la selección de los 12 integrantes del taller, Skármeta se fascinó con las escrituras diversas, la energía juvenil y sobre todo el reflejo de Chile. “En este grupo, donde todos eran de gallineros ajenos, la pluralidad de pensamiento impuso energía a la inteligencia crítica. Y, según me dicen, hubo idilios desesperados cuyos protagonistas ignoro en detalle”, señaló el escritor Premio Nacional de Literatura, sobre el taller que integrarían nombres relevantes de la literatura chilena contemporánea y que repetiría en el Instituto Goethe, en 1994.
Alberto Fuguet comenta que “Ingresar al taller Heinrich Böll fue como ganar la lotería”. Y recuerda una anécdota que le sucedió ese año 89. “En una fiesta conocí a Pamela Jiles, una joven periodista. Me dijo: te odio. ¿Por qué? Porque quedaste en el taller de Skármeta y yo no”.
Entre los jóvenes elegidos, la mayoría nacidos en la década del 60, además de Sutherland, estaban Pablo Azócar y Francisco Mouat, quienes escribían en revista Apsi; Fuguet, que publicaba en la revista Wikén, de El Mercurio, una crónica firmada como Enrique Alekán; Luis Alberto Tamayo, que venía de estudiar en colegios con letra y número, en La Cisterna; y Rafael Gumucio, el menor, con 19 años, que estudiaba Pedagogía en Castellano. Entre las mujeres estaban: Alejandra Frías, Carolina Díaz, Alejandra Carmona Cannobbio, hija del asesinado periodista Augusto Carmona; Claudia Escobar, su padre era detenido desaparecido; Lilian Elphick, quien había estudiado una temporada en Nueva York; y Andrea Maturana, de entonces 20 años, quien había estado en el taller de Pía Barros.
“Fue una experiencia increíble”
Se reunían los lunes y jueves, en las salas del Instituto Goethe, en calle Esmeralda, a pocos metros del Parque Forestal. Allí, en cada reunión, leían las historias que cada autor había postulado. Se comentaban, se criticaban y habían invitados cada cierto tiempo. El taller de siete meses se extendió hasta enero de 1990. Skármeta, a veces, llegaba al Goethe para que sus alumnos conversaran con Nicanor Parra, Diamela Eltit o José Donoso. En algunas semanas de ausencia, lo reemplazó Marco Antonio de la Parra.
“Era una instancia consagratoria”, diría con los años Rafael Gumucio, quien fue llamado el “benjamín” —era el menor— por Antonio Skármeta. “Me salían mocos, sudaba”, recuerda Gumucio, quien con 19 años tuvo que leer las primeras páginas de una novela, “un texto demencial”, que por entonces trabajaba con insistencia. Luego de escucharlo, Skármeta comentó: “Yo no quiero pronunciarme sobre este texto. Es demasiado desastroso. Usted tiene SIDA ortográfico”, le dijo el autor de Ardiente paciencia. Pero luego agregó con su risa característica: “Es un texto desacertadísimo, pero algo maravilloso”.
Poco a poco se fueron conociendo los jóvenes talleristas. A veces iban a tomar cerveza al local Bierstube, en calle Merced, frente al Parque Forestal. En otras oportunidades, se dirigían con cigarrillos y ánimo de fiesta al Club Peruano, que se encontraba en una antigua casona en calle Miraflores. “Con esa nostalgia tremenda por unas papas a la huancaína y mucha Palmenia Pizarro”, escribe en el cuento Falsa noche, Lilian Elphick. “Fue una experiencia increíble”, recuerda hoy Lilian. “No sólo tuvimos clases con Antonio, sino también con Marco Antonio de la Parra. La modalidad era el de taller literario, donde los alumnos leían sus textos y se criticaban en clases. Además, Antonio nos habló de ciertos cuentos y novelas que aún persisten en mi memoria, como Pedro Páramo, de Juan Rulfo”, añade.
Luis Alberto Tamayo creció en la comuna de Pedro Aguirre Cerda. Luego de salir del Liceo de hombres N° 14 de La Cisterna ingresó a estudiar Pedagogía en la Universidad de Chile. “Éramos una generación sin padre, los mayores se habían ido al exilio. Skármeta se hizo cargo de ese vacío”, cuenta Tamayo, quien quedó sorprendido cuando en el Instituto Goethe no solo le daban las fotocopias gratis sino, además, les servían café y galletas en las sesiones de talleres. “Más encima nos pagaban: ¡era el paraíso! Y Skármeta nos trataba de colegas”, agrega. Recuerda que la joven Claudia Escobar “se retiró antes del taller, por una depresión”. El cuento de ella que integró la antología del grupo, Santiago pena capital, publicado en 1991, se llama Descripción de una imagen, donde habla de su padre desaparecido, retratado en un cartel.
En las sesiones, un integrante leía y luego venía una ronda de opiniones. Pablo Azócar deslumbró a sus compañeros con un adelanto de su novela Natalia, “la regalona de los talleristas”, diría Skármeta. Alberto Fuguet no corrió la misma suerte. Llegó con sus papeles y comenzó a leer lo que se transformaría en el primer capítulo de su novela Mala onda. Recuerda que no tuvo la aprobación de sus compañeros. “Quizás exagero, pero me fue mal. Quedé herido, temblando”, rememora hoy Fuguet. “Skármeta puso las cosas en su lugar y me defendió y animó y no descansó hasta sentir que yo no me sentía vulnerable o destrozado. Antonio era generoso, tierno, pícaro, pero también contenedor y sin falsos miedos o traumas”.
Alejandra Carmona Cannobbio habla por teléfono desde España. Está pasando una temporada becada por la Fundación Carolina, ya que junto al programa Ibermedia, fue seleccionada para desarrollar un proyecto audiovisual. También integró el taller de Skármeta en 1989. “Antonio me decía: tú no escribes como una literata, escribes como una guionista. Él me reforzó eso. Y tenía razón, porque me acerqué más al cine”, dice la directora, que en 2004 filmó un documental sobre Skármeta y en 2018 la cinta Zurita, verás no ver.
Segundo taller de Antonio Skármeta: “Nosotros los suplentes”
El escritor y dramaturgo Marcelo Leonart lo llama “El historiador oficial” refiriéndose al escritor Luis López-Aliaga, quien en 2021 obtuvo el Premio Escrituras de la Memoria por su libro No soy yo. Allí cuenta su formación como escritor, sus amistades y se refiere al taller de Antonio Skármeta que integró en 1994. Eran 15 los seleccionados. Todos menores de 30 años. La mayoría nacidos en la década del 70. También las sesiones eran en salas del Instituto Goethe, en calle Esmeralda. Esta vez no hubo beca económica.
Marcelo Leonart, Luis López-Aliaga, Paola Dueville, Claudio Valenzuela (vocalista Lucybell),
Nona Fernández, Alejandra Costamagna y Francisco Ortega.
“Para empezar, éramos remedo, segunda cosecha, chiste repetido. El taller original, el que dio origen al mito, se realizó cinco años antes y por allí pasaron Fuguet, Mouat, Gumucio, Pablo Azócar, Andrea Maturana”, escribe López-Aliaga, quien había pasado, antes de Skármeta, por el taller de Poli Délano y el de la Fundación Neruda.
“Ellos eran los titulares, nosotros los suplentes; a ellos les pagaron por asistir, a modo de beca, de celebración de la cultura y la democracia, y nosotros teníamos que bajar a la botillería y financiar con nuestros propios recursos el copete que no queríamos dejar de tomar”, señala López-Aliaga, quien compartía cervezas con otro joven que vivía cerca del Goethe, Patricio Tapia (Hombres inofensivos). “Skármeta fue un profesor motivador, nos entusiasmó con la escritura y, sobre todo, con el hecho de ser escritor. Y tras cada sesión, creo que los miércoles, uno salía entusiasmado, feliz. Muchos del taller nos íbamos a mi casa a seguir la fiesta. Lindos tiempos”, agrega Tapia.
Otro lugar que eligieron para compartir cigarrillos, conversación y cerveza, recuerda Francisco Ortega, era el local 777, ubicado en Alameda. “Skármeta nos trataba como colegas, como gente que ya estaba escribiendo. Era muy generoso, nos daba muchas lecturas. Si tienen mala ortografía, eso es problema de los correctores, nos decía. Lo importante eran las historias y los personajes. Skármeta tenía un amor profundo por la literatura”, afirma Ortega, quien en 1994 tenía 20 años y ya había publicado la novela 60 kilómetros.
Nona Fernández, al año del taller, había egresado de la carrera de Actuación, y hoy recuerda: “Éramos todos muy chicos, 22, 23 años. Conocimos a Raymond Carver con ese cuento brutal que es Vitaminas. La vitalidad y el entusiasmo de Antonio es lo que más me deslumbró en esa experiencia. Energía que se traspasó a todo lo que hizo”.
La narradora Andrea Jeftanovic dice que, además de Carver, en el taller leyeron cuentos de Hemingway y Thomas Wolfe. “Para mí ese taller en el Goethe fue mi primer contacto profesional con la literatura. Allí, Antonio nos trató con tanto respeto. Al mismo tiempo, nos enseñó a presentar nuestros textos, a comentar los ajenos. Respetuoso de todos los registros, nos encaminó para descubrir nuestra propia voz”.
Marcelo Leonart, quien para 1994 ya había montado tres obras escritas por él y preparaba su primera novela, recuerda: “Éramos chicos y Skármeta nos trataba de colegas” y agrega: “Lo más estimulante, junto con el entusiasmo que te contagiaba —igual éramos una generación entusiasta—, era que veías y te encontrabas a gente que estaba en las mismas que tú: queriendo escribir en serio. Fue generoso Antonio para mover una antología con nuestros cuentos y, después, para ayudarnos en nuestros primeros intentos”.
Ese mismo año 94 editorial Grijalbo publicó la antología Música ligera. 15 jóvenes narradores. Un guiño a la canción de Soda Stereo, pero también un homenaje a la música que se colaba en los relatos. En el prólogo Skármeta escribe: “La música le va a dar energía a este libro (…) Vamos a la boite a bailar con muslos apretados boleros cebollas o cumbias de cintura mareadora, nos sentimos malos y atractivos con chaquetas de cuero y chasqueamos los dedos como si oyéramos un rock”. Luego cita a La Ley, Quilapayún, Los Prisioneros y Paul McCartney.
Los integrantes de la antología, que fue presentada en el local La Batuta, en Ñuñoa, con la música esa noche de Claudio Valenzuela (vocalista Lucybell), eran: Marcelo Leonart, Alejandro Cabrera, Luis López-Aliaga, Francisco Ortega, Patricio Tapia, Hernán Rodríguez Matte, Leonardo Boscarín, Christian von der Forst, Franz Ruz, Nona Fernández, María José Viera-Gallo, Andrea Jeftanovic, Alejandra Costamagna, Paola Dueville y Marcia Álvarez-Vega.
Alejandra Costamagna, que en 1994 trabajaba en la sección Espectáculos del diario La Nación, dice hoy sobre el taller: “Más allá del armado de rutas lectoras y la práctica de procedimientos narrativos que fueron muy útiles, me quedo con la dinámica de las sesiones. Éramos quince personas con quince miradas del mundo y referentes distintos, y creo que uno de los méritos de Skármeta era guiar ese intercambio como si tejiera una manta hecha de pedazos muy dispares que, sin embargo, podían dar una idea de abrigo en la letra”.
Skármeta también había escrito guiones y su vínculo con el cine era una de sus grandes pasiones. Alejandro Cabrera había estudiado Estética y Cine y con los años se dedicaría a escribir guiones para teleseries como “La Fiera”, “Romané” y “Amores de Mercado”. Hoy rememora esos días de 1994 cuando tenía 24 años: “Skármeta era un excelente tallerista. Siempre muy entusiasta y motivador, además nos recomendaba y nos entregaba en fotocopias muy buenas lecturas que en mi caso ampliaron mi horizonte literario con autores que aún no conocía y que empecé a admirar y querer”.
Algo que Skármeta hizo con los dos grupos, del taller del 89 y del 94, fue invitarlos a comer a su casa de calle Cardenal Newman, en Las Condes, en los faldeos del cerro Calán. De esas veladas hay varias historias. Pero lo que la mayoría de los entonces jóvenes escritores repiten que ocurrió con los años es que “Skármeta te seguía la pista, te apoyaba”, asegura Andrea Jeftanovic. Y añade: “Cuando comencé a publicar siempre tuvo palabras atentas, muy generoso”. Gumucio agrega: “Tuvo una fe infinita en mí. Era una fe absolutamente ciega”. Marcelo Leonart termina: “Le interesaba darnos herramientas literarias y de vida. Creo que eso era importante. Que literatura y vida no fueran por carriles aparte. Y que esto era una profesión. Que no era un pasatiempo”.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Los escritores que integraron los talleres literarios de Antonio Skármeta.
Por Javier García Bustos
Publicado en THE CLINIC, 19 de octubre 2024