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Amor con María en Chile

Por José Agustín Goytisolo
Publicado en El Mundo, Año VI, N°30, 30 de julio de 1996




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Aquel verano, aquel amor
El poeta se torna narrador y nos traslada al Chile, «aún feliz», de 1972, donde vivió una gran pasión. El autor de «Cuadernos de El Escorial», título de su última entrega, sazona su relato con encuentros literarios dignos de recordar, como las frecuentes visitas de él, y su amada, a Nicanor Parra.


Existen mujeres y hombres que hablan, y sobre todo escriben, de amores de toda una vida: ya no se estila aquello de amores eternos. He manifestado que existen mujeres y hombres que hablan y escriben, es decir, que hacen público eso del amor de una vida. Y es para eso, para quedar bien frente a la pareja o frente a la sociedad. En privado, yo he podido ser testigo, a veces sin quererlo y repetidas veces, que esas personas (parejas hombre-mujer, hombre-hombre o mujer-mujer, gays y lesbianas esas últimas parejas), se odian cordialmente y permanentemente, discuten, se acusan de infidelidades —en el amor pasional las infidelidades no existen, y menos al saltar de una cama a otra, de una persona a otra; las infidelidades de cualquier miembro, o de ambos, de una pareja, son la sal y la pimienta que aviva el amor pasional, el amor intermitente, ese al que yo, copiando al Arcipreste, llamo el a veces gran amor.

Yo, como casi todos ustedes, siento el amor pasional intermitentemente, incluso a veces con la misma persona, aunque sé que eso no es poco frecuente, pero que les ocurre a otros y a otras.

Bien, esos amores tienen para el público de hoy, poco morbo, poco atractivo. Pero la historia de un amor de verano, en el Chile aún feliz de 1972, tiene su particularismo. María, que es la que así se llamaba mi dulce enemiga, llegó a Santiago acompañándome desde Buenos Aires: yo, y ella, estábamos invitados por el compañero presidente Salvador Allende, que ya me había convidado en noviembre de 1970, cuando el Gobierno de Unidad Popular venció en unas elecciones muy reñidas. Yo le había tratado años antes, y durante muchos meses, en La Habana de entonces: vivía en la habitación contigua a la mía en el horrible Hotel Habana-Riviera. Se parecía sorprendentemente a mi tío Leopoldo, hermano de mi padre. Le gustaba mucho charlar, beber mojitos, no daiquiris, por caridad, y juntos recorrimos parte de la isla: Camagüey, Matanzas, Cienfuegos (o Las Villas), y Pinar del Río, por lo de los tabacos. Me hizo conocer Chile sin yo haberlo visto: era alegre, optimista y nada ortodoxo del marxismo-leninismo, es decir, un socialista puro y a su aire.

En fin, que me aparto de mi amor pasional de aquel verano del 72. Mi amor, María, creo que fue tan feliz como yo. No digo que era hermosísima, pues ustedes lo constatarán sólo mirando la ilustración que acompaña a este texto: morena como una cosa mala, piel finísima y figura y rostro que no les quiero describir, por si algún degenereta se excita. Nos dieron la mejor suite del Hotel Carrera, de todas las estrellas del lujo, que creo que son cinco. El apartamento era tan enorme, que, en los entreactos, jugábamos al escondite. Vivíamos de beber vino blanco chileno —excelente— y mariscos: ostras, almejas, almejas machas —enormes—, loco, erizos... Eso debía ser afrodisíaco, pues todavía hoy no puedo comprender cómo no nos matamos de gusto por ensayar todas las posturas del Kama-Sutra y muchas más, pues su autor, Vatsyayana Mallanaga, o fue poco imaginativo, o se sintió muy sometido a las leyes de Manu o bien en la India Antigua se estaban estrenando. ¡Qué sé yo!

Total, que entre esos ardores pasionales veraniegos, la inmensa cama —que era como para cuatro o seis personas— las pinturas del techo, la suavidad de las alfombras, los más de diez almohadones y la ternura infinita de María, yo creí que eso de que en el cielo se está mejor, era un camelo católico, apostólico y romano. Bien es verdad que en España, y hasta hace bien poco, se fornicaba de un modo inconfortable: en escaleras, en catres, en lavabos, y con poco adorno y fantasía. Por cierto que, hablando de lavabos, el del Hotel Carrera era algo sublime: dos duchas, una bañera grande como un barco, dos tremendos lavabos, dos tazas de inodoro y un bidé con los mandos más sofisticados que los de un avión a reacción ¡y tenía dos chorritos!

De cuando en cuando, salíamos a ver a los amigos, a pasear por la ciudad. Neruda estaba de Embajador en París, y su cónsul era el gordito y calvo Jorge Edwards, buen escritor, eso sí. Nos veíamos con Enrique Lihn, con el director de cine Littin, con Skármeta, con la Payita, con Gonzalo Rojas, con Jorge Teillier, con Carlos Droguett, Enrique Lafourcade, Jorge Guzmán... Nos reuníamos en las terrazas de los bares y fuentes de soda, y por las noches, en la Peña de los Parra, casa con jardín que regentaban los hijos de la imborrable artista que fue Violeta Parra, a la que no llegué a conocer, pues se había suicidado varios años antes con su Gracias a la vida.

Pero las salidas más gloriosas para María y para mí, eran nuestras repetidas visitas a Nicanor Parra. El y su poesía y su casa eran una fiesta. Se hablaba, se bebía y comía, él decía sus poemas nos enseñó a bailar la cueca, acababa de tener una «guaguita» —un hijo—. Me decía: ¡Ya ves, a mi edad! Su casa era de madera, toda ella salvo la chimenea. Allí, madera, aire, cocina, libros, jardín, todo, todo olía bien. Me regaló su Obra Gruesa —por entonces sus poemas completos—, unas botas chilenas, de cuero fino, un montón de botellas «mejor os las bebéis vosotros». A María la cubría de flores, que él mismo recogía, le regaló dos pañuelos preciosos de campesina, un poncho y montones de figuritas de madera y de barro. Yo creo que dado que María olía a amor, él se enamoró, pero no se atrevía ni a mirarla. Era un buen fotógrafo, y la foto que ilustra esta nota está hecha en el jardín de su casa. Creo que María y yo también nos enamoramos de él, y eso encendió más aún nuestra suite del Hotel Carrera.

Lo más difícil era llegar a su casa. Vivía en un barrio alto llamado La Reina. Teníamos que bajarnos en el barrio inferior, Ñuñoa, y allí él nos bajaba a recoger con su destartalado coche, o bien pillábamos un taxi o una liebre. Años después, nos envió su siguiente libro antológico Antipoemas. Como vecino en La Reina tenía al espléndido novelista Fernando Alegría, a cuya casa nos llevó.

Vuelvo otra vez al amor de un verano chileno enloquecido y perdedizo, como todo lo bueno. No sé qué decir más de María, de su donaire, de su belleza, de su agresividad, de su dulzura. Dejamos Santiago de Chile, no sin haber practicado antes el vuelo sin motor —no es una figura del Kama-Sutra, fue real—. Un amigo nos llevó a un aeropuerto deportivo, a las afueras de Santiago. Mi mujer se metió en un velero y yo en otro, engancharon sendos cables a dos avionetas, nos remolcaron por la pista, soltaron el cable a unos quinientos metros de altura, y aquello fue increíble: silencio total, abajo el llano, y a nuestra derecha, las estribaciones altísimas de los Andes. Ni ella ni yo veíamos en la cabina otra cosa que los cogotes de los que llevaban unos elementales mandos y un altímetro. Fuera, algunos aguiluchos, un cóndor y el cielo en nuestras manos. Belleza total rematando un verano delirante. Despedida de Allende, cordialísimo y sin apercibirse de las traiciones de su propia gente, no todos. Pero cuando él murió, metralleta en mano, los comunistas Corbalán o Volodia Tietelboim y otros, ya estaban en París o en Moscú. A María aún la veo, nos amamos un poco, pero no con la pasión de aquel verano.




 



 

 

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