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Entrevista a Alberto Aguilar:
“Nuestro existencialismo en Punta Arenas se debía más bien al aislamiento de la ciudad, la lejanía con
los centros culturales y la desolación del paisaje”.

Por Julián Gutiérrez


 



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No hemos elegido esta tierra,
Ella nos habita desde entonces con su luz nocturna

(Rolando Cárdenas)

Magallanes, además de ser una zona de reconocidos escritores, constituye un espacio que adquiere presencia y complejidad en obras insoslayables de nuestra literatura. Cómo no recordar aquí, sólo a modo de ejemplo, los mundos presentes en la poesía del gran Rolando Cárdenas, Marino Muñoz Lagos, Juan Pablo Riveros, y Christian Formoso; o en la narrativa de Ramón Díaz Eterovic y de Pavel Oyarzún. Pero otro escritor que irrumpe, y a paso firme desde aquellos extensos horizontes australes, es Alberto Aguilar. Su propuesta vinculada según algunos a la de Juan Mihovilovic por lo psicológico de su narrativa, parece sostenerse en una fisonomía propia. Aquella que va más allá de los lugares por los que a diario se transita. Su escritura, nutrida por la fuerza del trabajo y del rigor lingüístico, tiene la capacidad de transmitir, más bien, aquellas profundidades ligadas a la complejidad misma del habitar la propia existencia.

Alberto Aguilar (Puerto Montt, 1971), realizó estudios básicos y medios en el Liceo San José de Punta Arenas y egresó de Licenciatura en Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. En Punta Arenas ha desarrollado cursos de divulgación sobre la obra de diversos autores, entre ellos, Martín Cerda y Victoria Cirlot; y también ha escrito artículos sobre arte y literatura para medios de comunicación locales. Sobre su primera novela, Diario de un descenso, publicada en el año 2003, Ramón Díaz Eterovic escribió: “Es una novela breve, pero intensa. Bien escrita, de lenguaje preciso, lacónico a ratos, que apunta más a sugerir emociones y no tanto a la descripción de hechos. Una novela poblada de buenas imágenes que dan cuenta de la angustiosa realidad de la protagonista y del desapego que sufre frente a todo lo que la rodea. Es un texto que llama la atención por la historia que plantea y por el rigor con que está escrito y que hace esperar con entusiasmo otras producciones del autor”.

En esta oportunidad, Alberto Aguilar, próximo a presentarnos su segunda novela (La caja vacía), nos comparte aspectos de sus inicios y visiones literarias.

¿Cómo ocurrieron tus inicios literarios, en términos de ambientes, amistades e inquietudes?
— La verdad es que soy un lector y un escritor tardío. No fui uno de esos escritores que desde niño devoraban libros y habían esbozado sus primeros trabajos literarios. Miraba televisión, jugaba a la pelota y salía a andar en bicicleta. Aunque no estaba exento de narraciones. Soy de la generación que se creció con La guerra de las galaxias, con los cómics como Condorito o Barrabases. O esas series trágicas que daban en televisión como Remi, por ejemplo.

Pero en verdad el asunto empieza a hacerse más consciente con la música. Con el rock latino a los 15 años: Los prisioneros, Soda Stereo, Upa!. Luego con el descubrimiento de bandas inglesas como The cure o Depeche Mode.

Pero escuchar esas bandas inglesas en aquella época en Punta Arenas era extraño. En una provincia perdida al final de la Patagonia era poca gente que buscaba ese tipo de música. Nos juntábamos cuatro amigos. Christian Formoso, Alejandro Anabalón y William Levet fueron mis compañeros de ruta. La forma en que escuchábamos la música, nos traspasábamos los cassetes, leíamos las entrevistas en la revista Rock and pop era muy ritualística. Vivíamos en dictadura y sabíamos que Pinochet tenía que irse porque era un dictador, pero nunca nos sentimos parte de la, por así llamarla, disidencia oficial; es decir, el partido comunista o socialista o lo que luego fue la Concertación. En realidad nuestra rebeldía era más juvenil. Estábamos en contra del mundo de nuestros padres, de nuestros profesores, y las bandas que escuchábamos nos daban una estética que justamente estaba en contra de un mundo jerárquico, conservador, militarizado. No nos sentíamos parte del mundo adulto, del color que fuera.

¿Qué autores influyeron en tu trabajo de aquel entonces? ¿Cómo y por qué consideras ocurrió esa influencia?
— Para contestar esta pregunta me permites continuar un poco con el relato de las influencias y las primeras lecturas. Recuerdo que conocí a escritores que antes ni siquiera había oído leyendo justamente entrevistas de nuestros ídolos de juventud. Que se inspiraban en Kafka, Camus o Sartre para escribir sus letras. Fui a la biblioteca del liceo San José, que era la escuela donde había estudiado y tenía una muy buena batería de libros. Y entonces no paré de leer Los caminos de la libertad, La náusea, Las manos sucias, La peste, El extranjero, El hombre rebelde, El proceso, El castillo, El lobo estepario, Demian, Crimen y Castigo, Pobres gentes, El túnel, Sobre héroes y tumbas. En cierto modo el proceso de estas lecturas siguió la misma lógica en que escuchábamos a las bandas que nos gustaba. Era una lectura también ritualística. Nos identificábamos con los personajes, con las historias de esos relatos. Es decir que nos emocionábamos si en nuestra vida ocurría una experiencia que podíamos emular a esos libros. Luego también conocimos a Parra y a Huidobro. Y esta lectura nos puso en contra de Neruda y de Gabriel García Márquez, pero en realidad no porque a estos últimos los conociéramos, sino porque representaban la visión de otra época, que no era la nuestra. Era más una interpretación de signos históricos que una lectura literaria propiamente tal. Una interpretación irresponsable, pero necesaria para nuestro espíritu de la época.

Lo que nos movía, en especial con la lectura existencialista que nombré en un inicio era el sentimiento del sujeto agobiado. Sin embargo el agobio del contexto de la novela existencialista tanto en Europa como en Sudamérica era distinto a lo que nosotros vivíamos en nuestra juventud. Nuestro existencialismo en Punta Arenas se debía más bien al aislamiento de la ciudad, la lejanía con los centros culturales y la desolación del paisaje. En ese tiempo nace Diario de un descenso, una novela que autopubliqué en Punta Arenas y que podría denominar como existencialismo magallánico. Porque justamente contiene el agobio del sujeto enfrentado a la existencia, pero en el trasfondo está también la desolación territorial.

¿Cómo definirías tu práctica escritural en cuanto a intenciones o propuestas creativas?
— Cómo acabo de mencionar, leer El extranjero o El túnel no era una simple lectura de la que luego llegas te juntas a tomar un té o una cerveza y con las piernas cruzadas conversas sobre la pertinencia del narrador con la historia contada y el contexto de la época. No había nada de eso. Era una lectura devocional. Había allí una búsqueda de sentido y era lo más cercano a la religión que teníamos a la mano. Pero era, por lo mismo, una lectura monofónica, lineal y en cierto modo hasta militante. Porque era la única literatura que tenía mayor sentido y por lo tanto tenía más valor y las otras eran lecturas menores. Cuando descubro a escritores como Roberto Bolaño, Paul Auster o Enrique Vila-Matas descubro un mundo fascinante. Primero, el de la auto-reflexión literaria y, por sobre todo, el de la polifonía. La diversidad de temas que se pueden tocar dentro de una novela. Ya no es la novela existencialista contra la novela social o el realismo mágico. Por primera vez me pregunté ¿y por qué no puede haber una novela que tome varios temas, puntos de vistas? Lo que quiero decir es que estas lecturas me abrieron a un mundo más plural y diverso, pero no sólo desde el punto de vista sociológico. Sino también comprender que nuestra personalidad no es un cuerpo rígido y único, es complejo y diverso. Ya no tano la búsqueda de la verdad, sino la búsqueda de descubrir distintas voces en el complejo mundo personal, social y literario. Por ejemplo antes no leía novelas policiales porque las consideraba pueriles; en cambio hoy día leo muchas novelas policiales y eróticas, que son consideradas de corte menor en la alta literatura. Ahora bien, esto no es nuevo. El Quijote y escritores como Dostoievski contienen esa diversidad de temas y esa polifonía. Pero en cierta manera estas obras estaban un poco encorsetadas por lecturas literarias y filosóficas unidimensionales. Lo que es muy interesante porque hoy día leo incluso la literatura existencialista de otro modo. Como un tipo de literatura que me entrega ciertos elementos que me son necesarios, pero no como excluyentes de otros temas o elementos que también necesito.

¿Qué factores consideras determinantes en tu proceso creativo?
— Creo que hay un factor que considero primordial en mi proceso creativo. Que durante muchos años tuve un problema respecto a poder graficar, a poder llevar al papel mi imaginación. Tenía algo así como puentes cortados, que me llevó mucho tiempo poder reconstruirlos. En la escuela era una persona muy imaginativa, pero pasó el tiempo y esa imaginación se fue reprimiendo. Cuando salí de la escuela y quise escribir una novela me di cuenta que no podía escribir lo que imaginaba. Escribía algo pasado por los censores, por agentes policiacos que me decían qué era lo que podía tener valor literario. Y el resultado era un verdadero fiasco. Era una escritura inauténtica, por utilizar un término de la jerga existencialista. Fueron años de lucha por vencer esa resistencia y por poder efectivamente escribir desde la fuente misma que brota de la imaginación. No sé si lo que escribo ahora es bueno o malo, pero sé que es una escritura sincera, que viene desde mi imaginación y que la puedo graficar en el papel con mucho entusiasmo y eso me hace sentir profundamente bien. Ahora claro, el lector decidirá si esta escritura tiene valor o no lo tiene. Pero es algo que para mí pasa a un segundo plano porque es algo que ya no depende de mí.

¿Cómo se gesta y toma forma la historia que conforma tu novela La caja vacía?
— La novela La caja vacía fue para mí una tabla de salvación respecto a mi experiencia con la literatura. En algún momento me dije que esta es la última vez que lo intento… llevo 20 años trabajando y botando manuscritos a la basura. Textos que alcanzaban más de cien páginas y que en algún momento de decepción simplemente apretaba la tecla suprimir y todo ese trabajo se iba a la cresta. Pero era adonde se tenía que ir nomás. Porque eran trabajos que no me satisfacían. Entonces me di la última oportunidad. Si ahora no salía algo que fuera realmente mío pues abandonaría la actividad de escribir. Tenía que darme la oportunidad de no seguir sufriendo por una mujer que no me ama. Fue entonces que ocurrió algo particular. Tomé varios fragmentos de escritos inconclusos e intenté unirlos en una narración con una coherencia formal y un sentido narrativo. Diría que La caja vacía es un Frankenstein. Hecho de piezas desechas. Es decir que me sirvió mi propia experiencia fallida con la literatura. Es un texto un poco extraño, que toma estas piezas desechas o muertas pero que son ligadas y que adquieren una coherencia formal y un sentido narrativo al reflexionar en la situación que me llevó a desechar esas escenas o esas obras. Reflexión que obviamente se presenta novelísticamente. Podría decir que el trabajo de unir esos fragmentos dispersos y desechos dio resultado.

¿En qué proyecto literario estás trabajando actualmente?
— Hoy podría decir y gracias a todo el proceso con La Caja vacía que soy capaz de superar el acto fallido. Entonces estoy preparando una novela de más grandes dimensiones, con más desarrollo de personajes e intentando desplegar los temas que me interesan, que son varios. A pesar de que recién he empezado me interesa que al final pueda lograr esa polifonía de la que hablé antes. Si bien creo que la novela del siglo XX ha dado eximios novelistas, me quedo con la escuela dostoievskiana. Cuando lees Crimen y Castigo sabes que has leído una gran y profunda historia, pero también te das cuenta que no has parado de leer un libro de más de 500 páginas porque además te entretiene. No tienes que tener un manual de estética para comprender qué es lo que estará diciendo el escritor. Dostoievsky es polifónico, profundo y entretenido. Son cosas que me gustaría lograr. Obviamente que no se puede escribir como Dostoievski en el siglo XXI. Vivimos otra época, otra realidad, otra sociedad, otra historia, otra literatura y otra estética; sin embargo me gusta tenerlo como referente.

La historia en sí está basada en cosas que ocurren en la Patagonia. Vuelvo a repetir, estoy recién iniciándola y hay cosas que puedo agregar y otras que pueden salir, pero por lo pronto diría que es una novela que contiene elementos territoriales, sentimentales, eróticos, esotéricos y religiosos o pseudo-religiosos, elementos estéticos y artísticos y algo de fantástico o realismo mágico. Pero esto último está en ciernes y no sé si podré desarrollarlos junto a los otros elementos de la novela sin arruinar la coherencia formal que me interesa darle a la narración. Porque la diversidad de temas no quiere decir desorden. Me interesa muchísimo que esa diversidad de elementos esté inscrita dentro de un orden novelístico que tenga finalmente un sello, una identidad artística.

 

Fotografía: Alberto Aguilar



 



 

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