Señora cucaracha:
en verdad, no la amo ni un poquito,
pero me da pena matarla
diariamente.
Sí, claro,
tal vez comprendo
que su venida a mi cuarto
no responde a motivos especiales:
pero me apena
ensuciar mi zapato
de ese lechoso liquido
que Ud. deja en el suelo cuando la piso
y siempre el mismo chirrido,
y Ud. quiere escaparse,
y yo que fácilmente
le pongo mi zapato
sobre su fina piel,
sobre su cuerpo entero,
sobre sus patas curvándose
impotentemente sobre la madera.
Y, ya ve Ud.,
no acostumbro matar
cucarachas,
mis padres nunca
me dijeron:
“has de matar todas
las del mundo
con esta espada y etc., etc.,”.
pero es que además
me molesta su maldita
indiscreción
cuando se mezcla
con mi ropa,
cuando se esconde
en mi maleta cada
vez que viajo,
cuando la encuentro
reposando encima
de mi almohada.
Yo quisiera prevenirla,
avisarle,
decirle que nunca más
pase por aquí,
que aquí,
debajo de este arco
pequeño de mi puerta
encontrará definitivamente
todas las noches, la muerte,
y que aunque dios,
o los ángeles la protejan,
siempre dejará su
leche blanquecina,
sus entrañas pequeñitas,
sus patas dramáticamente
rasgando el cielo,
e irá a dar,
como todos los días,
al fondo de la basura
y de la nada.