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PRESENTACIÓN DE “HORIZONTE VERTICAL” DE ALVARO RUIZ

Por Jaime Huenún Villa


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He conversado con Álvaro Ruiz sólo una vez y fue allá lejos, en un pequeño centro cívico de La Serena. Creo que ya en ese tiempo -2014 quizás- se estaba despidiendo del Norte Chico, de sus cerros abruptos y de sus frondosos valles expoliados, de sus aguardientes y playas y de sus turísticas y orinadas iglesias coloniales.

Porque Ruiz,  con o sin razón es un poeta errante,  un cronista siempre en fuga de paisajes y comunidades que parecen pertenecer a un mapa reconocible, pero que en realidad constituyen –finalmente- construcciones sometidas al  escrutinio tanto de la fabulación como de las afiladas fiebres del lenguaje, un lenguaje que en su caso tiene la facultad de expandirse y contraerse según lo requiera el tema o el pálpito poético.

Así, Ruiz va del poema breve – ese “pequeño pony”, amansado con severidad y vuelo por Millán- muy presente en sus primeros libros, especialmente en esa escondida obra inolvidable que es Casa de Barro, a los extensos y abarcadores poemas de sus textos aún inéditos (habló aquí de El anciano terrible y Poema Diaguita, por ejemplo).  

Horizonte Vertical, la cuidada antología que Editorial Moneda presenta esta noche, refrenda certeramente la biografía nómade de Ruiz, su vocación de desplazamiento por geografías contrastadas, pero también testimonia su afición por el arraigo temporal, sin plazos fijos,  es decir, por habitar ciertos territorios no a la manera de un diletante flaneur baudeleriano, sino como un voluntario Crusoe que domestica, descifra y escribe en estricta soledad su eventual metro cuadrado, sin poder evitar que el paisaje -con sus lacras y epifanías- también lo domestique y lo marque: “Llegué con una lámpara a petróleo que había que bombear / Como un solitario carabinero enviado a las fronteras del país / En silencio, con una maleta y dos cajas de cartón…”

Los hablantes/personajes de algunos de estos poemas levantan modestas moradas provisorias con los materiales del entorno, configurando la imagen del fundador efímero, del recolector y cazador atávico que intenta superar las imposiciones racionales y gregarias de la Historia: “he descendido a este nuevo estadio a orillas del río. / En él levanté una casa de barro, palos y piedras /que recolecté en las inmediaciones que la rodean…” (Poema Diaguita).  “Entonces, absorto en esa visión original y absoluta / Construí una casa en los roquedales frente al mar / Donde premunido de largos arpones atravesé / Muchos peces de peñas que en abundancia se adherían a las rocas… (Días de niebla).

Sin embargo la errancia de Ruiz no es sólo territorial, sino también textual y humana. “Esto de caminar por las calles y ver mi vida en las vidas de otros hombres y otras mujeres…/ Esto de caminar por las calles de la vida y otras vidas…”, señala en el poema De la República, dando cuenta de esa pasmosa y terrible capacidad que adquiere el poeta de trasplantarse, transferirse, transmigrarse o implantarse virtualmente en otros cuerpos, mentes, memorias y sombras. Sin embargo, lo que queda de esos viajes es sólo la brillante baba que deja el caracol sobre las piedras o la corteza de los árboles, la escritura que no es sino  “el resplandor de la ciudad sobre el agua de los estanques”.

Por otro lado, la constante migración textual-literaria de nuestro autor, nos permite contemplar los cimientos esa “nación poética” que ha venido levantando en 40 años de oficio: los románticos ingleses, los poemas-cantos aztecas, cierta poesía norteamericana (Robert Frost, entre otros), algo del simbolismo francés (Verlaine, Rimbaud), ciertos vínculos con Cárdenas, Teillier y Barquero, el saludo versicular a Pablo de Rokha (cómo no advertir en el Anciano Terrible el eco del Canto del Macho Anciano) entre otras filiaciones que Ruiz no oculta ni aligera.

Quiero señalar, por último, el fuerte misticismo mestizado y pagano que sustenta parte significativa de la poesía ruiziana, misticismo animista y tutelar que seguramente se ha decantado gracias a su paso lento y medido por comunidades campesinas e indígenas canadieses, mexicanas, peruanas y chilenas.

Buscando al nagual que es mi doble /fui a dar a la región del sol y del viento /en un desfiladero crucé un torrentoso río /habitado por una centena de serpientes en flor /cuyas colas estaban ornadas /con dos rosas rojas recientes. /Con súplicas y gallinas vivas sangrantes / le pedí permiso al agua /para que la pureza volviera a mi alma /y alejara las infecciones /que suelen enfermar al hombre. (Yaitépec ).

Lo que Ruiz nos ofrece en este sentido no es la captura exotizante y utilitaria de las creencias e imaginarios populares e indígenas, sino una transparente y a la vez densa conversión de su lenguaje a estas realidades culturales signadas por el pensamiento racional como simples supersticiones o sucias supercherías de gente a medias civilizada. La virgen de los tajos, La Virgen de Andacollo, Poema Diaguita, Yaitépec, son textos que logran sintonizar vívidamente con cultos, ceremonias, cantos y credos profanos y sincréticos que todavía son practicados por más de 50 millones de indígenas y por un número superlativo de mestizos urbanos y campesinos en América Latina.

La poesía de Álvaro Ruiz, por supuesto no se agota en los puntos que superficialmente he tocado en este sucinto escorzo. Otros lectores y lectoras atentas y avisadas relevarán sus potencias y posibilidades estéticas y discursivas. Valga por ahora este saludo al poeta trashumante, tomando versos extraídos de La Virgen de los Tajos, uno de sus textos emblemáticos:

Aún leemos a los poetas primeros
de todos los tiempos.
No doy nombres porque la poesía
es una y es sola,
un libro incompleto escrito sin vanidad.



(Leído en auditorio de la Fundación Cultural de Providencia, el 15 de mayo de 2018)



 

 

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Presentación de "Horizonte Vertical", antología poética de Álvaro Ruiz.
Ediciones Moneda, 2018.
Por Jaime Huenún Villa