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El efecto “aura” en Reducciones de Jaime Huenún
Por Martina Bortignon[1]
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Desde sus comienzos, de la escritura de Jaime Huenún ha sido valorada su vocación polifónica: se han destacado la modulación de los puntos de vista en la alternancia enunciativa de varios sujetos gramaticales y culturales, la variedad de los géneros literarios convocados, el mestizaje lingüístico entre resonancias derivadas del ché sungún y del castellano hablado por los conquistadores, la re-escritura o re-presentación de textos con efectos que recuerdan el palimpsesto, la doble alma de la tradición literaria que se respira en los versos. Reducciones (Lom, 2012) desarrolla y enfatiza este rasgo tan fundamental de la propuesta poética de Huenún desembocando en un efecto de reverberación, sensación reforzada por el hecho de que los poemas de su obra de debut, Ceremonias, han sido recuperados y re-ordenados como sección autónoma en este último poemario. El referido efecto de reverberación será mejor comprendido a través de la imagen del aura: un halo casi palpable, casi saboreable, que se desprende de los versos y los acompaña como un constante fondo luminoso. En mi lectura del poemario, me gustaría mantener en un mismo horizonte crítico la idea de polifonía y la idea del aura, centrándome tanto en cuestiones intertextuales y enunciativas como en vertientes que podrían llamarse perceptivas, por ejemplo de tipo sonoro y visual.
Interpretar Reducciones a la luz del concepto deleuziano de literatura menor y de sus corolarios (desterritorialización de la lengua de la literatura mayor, carácter necesariamente político de lo estético, colectivización del dispositivo enunciativo) es una solución crítica tan acertada y hasta cierto punto previsible que podría dar efectos contrarios a los deseados: por ejemplo, hacerse cómplice de una reducción de Reducciones (valga la redundancia) a literatura literalmente “menor”, de nicho, aunque se trata de un nicho que desde el punto de vista de la crítica literaria y, parcialmente, del mercado editorial dedicado, goza de cierto auge en la actualidad. El caso de la última obra de Huenún, a mi parecer, no cae en esta trampa de demanda y oferta que regula, inevitablemente, el territorio de lo simbólico. Creo interpretar correctamente las reflexiones de Deleuze si planteo que Reducciones no es una respuesta específica y “marginal” desde una individualidad forzada a la voz colectiva y política que se enquista en una literatura mayor, haciendo de la separación su retórica; sino un esfuerzo por someter la literatura (toda) a una punto de presión –ahora sí– específico: la enunciación estética de una individualidad (todo poeta lo es) que expone una historia y un punto de vista que no son los dominantes y por lo tanto asumidos como neutros (y el concepto de totalidad entra aquí en crisis).
Este desvío por las sendas del filósofo francés es una premisa fundamental para entender cómo funcionan varios aspectos de la polifonía y del aura que caracterizan Reducciones. El primero, entre ellos, que quisiera destacar, es la riqueza de resonancias intertextuales, conscientes o no, que confieren a esta propuesta poética el espesor y la complejidad típica de una polifonía, o sea –según uno de los sentidos posibles de la palabra en la lectio de Bachtín– de una multiplicidad de voces que se asoman desde el mundo literario, con efectos de aura, o sea de una ola que resuena en la oreja interior, alimentada con las obras de la literatura universal, en el momento en que se lee un determinado verso. Por ejemplo, leyendo los poemas del conjunto “Los viajes, las vigilias” y el siguiente “Malocas”, desde mi propia oreja interior escucho lo siguiente.
“No somos extranjeros en las costas de la luz” (n. 2) resuena con un fragmento del De rerum natura de Lucrecio (Libro V, vv. 222-228), en el que se habla del hombre en el momento de su nacimiento, tirado del vientre de su madre a las orillas luminosas de la vida (“luminis ora”, las costas de la luz), que, aunque hostiles, necesariamente fundarán una pertenencia. “Nada sino la ceniza / que el oleaje deja a las rocas” (n. 4) se refleja en una análoga, poderosa imagen procedente del “Carpe Diem” de Horacio: “seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam, / quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare / Tyrrhenum” (Carmina, Vol 1, 11), en donde el mar Tirreno, encerrado entre opuestos acantilados de piedra pómez y abrumado por el invierno, parece querer gastarlos hasta reducirlos a ceniza. Dando un salto hacia la literatura chilena, los versos “Cómo olvidarlos, oye, si en cada boca muerta / escucho las injurias de aquellos pendecieros” (“Malocas”) dialogan, a través de una cita puntual, con el nerudiano “Vengo a hablar por vuestras bocas muertas”, mientras el hipotexto de La Auracana de Ercilla (la obra objeto de re-escritura en los poemas que conforman la sección “Entrada a Chauracahuín”) se trasparenta en expresiones como “las playas de greda ante el furor del sol” (n. 4) (cfr. “En la furia del sol y luz serena”, Canto XXIII). Como estos cuatro ejemplos indican (pero cada uno puede aportar desde sus experiencias de lectura), Reducciones resuena con y se afina a partir de la literatura universal, se puebla de memorias, imágenes, palabras, que proceden de un acervo muy vasto. Es una escritura abierta, ventilada, de raíces aéreas y auras literarias múltiples. Reducciones no se limita, por ende, a construir –aunque las imágenes reproducidas en la cubierta y en el interior del libro parecieran sugerirlo como uno de los objetivos de la obra– la memoria particular de un pueblo determinado. Retomando a Deleuze, no estamos frente a un paradigma de literatura menor en la literatura de un país, sino a una modulación consciente –aurática– de la literatura universal para que la historia y la cosmogonía huilliche (intersectada por las de los pueblos conquistadores) no se quede en el recinto de un testimonio “menor” en el sentido peyorativo del término.
Un segundo aspecto en el que se ven funcionar la polifonía y el aura es el dialogismo a nivel enunciativo. La colectivización del dispositivo enunciativo propuesta por Deleuze se nota aquí llevada hasta sus extremas consecuencias, en el momento en que la locución es confiada incluso al bando enemigo, el de los que primeros empezaron la perpetración del abuso. Esta capacidad de crear una porosidad en la asunción de una perspectiva sobre los hechos, de impulsar la voz a entrar y salir de lugares dispares, recuerda de cerca la producción de Thomás Harris, con su honda y, a ratos, compasiva comprensión del mal. En el ritmo de algunos versos de Huenún parece incluso que se pueda volver a respirar el aire decadente y fatalista, el horror al metrónomo, del primer Harris. Más que la identificación de los varios sujetos que toman la palabra en los versos de Huenún, me interesa destacar los efectos sobre el lector de una retórica que aprovecha muy hábilmente los cambios de sujeto gramatical. Se habla desde un “nosotros”; se recibe una interpelación directa como “tú”; se escucha en silencio, como huéspedes púdicos, una conversación ensimismada que parece emitida cerca de un fogón. ¿Dónde queda trazado el límite de la comunidad, de la cultura, de la historia compartida? ¿En qué lado nos colocamos nosotros los lectores, yo lector/a posiblemente de otra nación? ¿Cómo medir, vivir ese “nosotros” que nos imana? ¿Cómo responder “yo” al “tú”? La instancia escritural abre aquí un circuito de amplias e imprevisibles vueltas. El locutor, además, a menudo asume una actitud de interrogación: “¿Quién fabla, quién susurra / sobre el puente anublado por las aguas? / ¿Quién gime entre las piedras como un crío / reñido y azotado por el padre?” (“Puente de las piedras tigres”); “¿Para quién brilla el laurel? / ¿Para quién moja sus ramas?” (“Seis. Campamento de Pampa Shilling”). En los versos donde son convocados estos elementos eternos de la naturaleza, las preguntas quedan abiertas, no son simplemente preguntas retóricas, sino que invitan al lector al silencio de la escucha de las piedras y de la hierba, sin exigirle una respuesta unívoca. Dejado así en suspenso, en un aura prolífica de posibilidades de identificación y reconocimiento, de invito a la atención, el lector percibe casi físicamente el flujo del discurso, y se sume en él como en un río. Un ejemplo de esta presencia invisible pero palpable –aurática– del dialogismo se puede vislumbrar en la sección en donde son reproducidas las fotos de los jóvenes mapuches utilizados como especímenes en los estudios antropológicos de la época. La breve pero escrupulosa descripción de la biografía, del carácter y de las causas de deceso, después de desencadenar una primera reacción de horror y compasión, funcionan conjuntamente con los retratos fotográficos para que inicie el diálogo secreto con la persona. ¿Cuáles serían los miedos nocturnos de la niña Damiana? ¿Cuáles las inclinaciones intelectuales y las capacidades de Maish Kenzi, a pesar o a partir del trabajo que le tocó hacer? Parece que, efectivamente, algunas palabras tiemblen, a punto de ser dichas, en los labios de estos jóvenes. Apoyándose en el recurso típicamente posmoderno del collage y de la adaptación de géneros y documentos diversos, la instancia escritural logra conseguir un efecto de aire movido, de aura que vibra al contacto con discursos que, convocados por el montaje de otros discursos, son presentes aún siendo invisibles.
Un tercer tipo de efecto-aura es relativo a aspectos perceptivos: en concreto, sonoros y visuales. En el primer caso hay, en muchos de los poemas, una memoria rítmica claramente deudora de patrones tradicionales, posiblemente de cantos y músicas mapuche-huilliche: me pregunto si la insistencia en el módulo “septenario / cesura / septenario” (un alejadrino en los términos de la lírica occidental clásica) responda al motor rítmico interno de una lengua –el ché sungún– que seguramente sigue influyendo en los rasgos suprasegmentales y melódicos del castellano hablado en el sur de Chile. En otras palabras, mi pregunta, que dejo abierta por falta de informaciones al respecto, es: así como el octonario es el patrón rítmico del castellano y el endecasilabo del italiano, ¿podría el septenario serlo del ché sungún y de otras lenguas del area andina? ¿o se trata de otra derivación? La memoria sonora, por ejemplo, me trae a los labios canciones de Violeta Parra en septenarios, recuperadas o compuestas a partir del cancionero popular. Lo que sí no da lugar a dudas es el extraordinario efecto sonoro de una elección estilística de este tipo, con poemas que a menudo toman vuelo como canciones. Más allá del contenido específico del poema, su aura rítmica late como corazón profundo, mineral, constante, sosteniendo con fuerza y belleza la palabra.
La asociación de la poesía con lo visual surge en el momento en que percibo, como en una sinestesía, los colores, las formas y las líneas encarnadas en los versos. Desde las gotas de belleza condensadas en forma de micro-poemas (la sección Envíos), hasta las largas evocaciones de ritos y tierras que transpiran un transporte caso erótico, aunque por recuperar, de la alianza entre el hombre y su horizonte cultural y natural (“Aquí, henos aquí, / ya viudos de nuestros dioses, / viudos del sol, del agua / y de la luna llena.” (“Seis. Campamento de Pampa Shilling”)), se percibe un pulso firme y liviano a la vez, un trazo seguro y cariñoso, una predilección por los colores cálidos y brillantes. Me gustaría, a ese respecto, trazar un paralelo entre Huenún y el primer Gauguin, el de las escenas rurales y de las fiestas bretones. En las pinturas de ese período (1989-1890), Gauguin encuentra un equilibrio perfecto entre sacralidad y arcaismo, mirada visionaria y síntesis formal. Como las pinturas de Gauguin, los versos de Huenún se pueblan de zonas de color encerradas por líneas con efecto cloisonné, que le dan el brillo de las catedrales o de los esmaltes. Una luz tierna y arcaica se apodera de los paisajes evocados en las descripciones, una luz de nostalgia y apego a lo cotidiano, incluso cuando están filtradas a través de las palabras efectivamente pronunciadas por Fray Antonio Fernández Calzada: “te darán sentimiento la mujer, los hijos, la poquita hacienda, y los trastecitos de casa que has de dejar quieras o no quieras [...]” (“Plática sobre la muerte y el infierno”). Sin embargo, hay una pintura en particular que tengo en mi mente, la del Cristo amarillo (1989), que asocio con el poema “Jaime Mendoza Collío se pierde y canta en los bosques invisibles de Requém Pillán”. Transcribo las estrofas en las que la poesía parece transformarse en pintura, definiendo los colores principales que conformarán la visión del lector:
[...]
Sí, he nacido oscuro como el escarabajo
y oscuro moriré bajo la luz del sol.
[...]
Huesos que resuenan, lunas que circulan
sobre niños huyendo de tábanos azules.
[...]
Y diré al bravo río sea sueño en torrente,
y a los rojos alerces que iluminen el aire.
[...]
La muerte casi al alba arde en las cordilleras,
la luz, como una herida, rompe el ventanal.
Está el marrón oscuro, casi negro; está el azul; el rojo; la luz blanca y amarilla; está el cuerpo y el alma vibrante, que se despide de la Tierra de Abajo antes de partir rumbo a la Tierra de Arriba. El tributo al intenso e indómito amor a la vida que sólo un joven con 24 años puede tener, prevalece sobre la tentación a quedarse en la lamentación y en la denuncia panfletaria del abuso de la policía chilena, quien mató a Jaime Mendoza Collío el 12 de agosto de 2009. La crudeza de la historia, el peso político de la difícil vivencia del pueblo huilliche en una sociedad hostil y traicionera, es resuelta en un poema-pintura que inspira en el lector, antes que nada, respeto, admiración, fascinación por una fuerza ardiente que no se deja someter. Como en la pintura de Gauguin, la luz cálida, brillante y suave a la vez, crea un aura o, más bien, una atmósfera auroral, que corona el poema como los rayos del sol que nace.
El poema “Ranchera para el silencio”, antes de dar paso a la ranchera en tanto tal, introduce algunas de sus frases con la invitación “imagina”:
Imagina aquella bala entre los pastos quemados y los helechos que crecen sobre las almas sin sueños.
Imagina que eres tú quien toma por fin el hacha y pule con tierra oscura el cañón de la escopeta. Y pones agua en el acero del hacha. Y sales a los campos. Y eres una luz que alumbra apenas hacia adentro.Y luego no ves nada, no oyes nada.
En este caso, no es un panorama luminoso el que se abre delante del lector, sino una noche cargada con la expectación del luto. Sin embargo, me interesa citar este fragmento en la conclusión de mi lectura crítica de Reducciones a causa de la presencia del verbo “imagina”, que encierra en sí uno de los sentidos rectores de la obra. Huenún, a través de una gran capacidad de provocar identificación con lo que sus poemas evocan, invita el lector a compartir con él una exploración en un territorio cultural, histórico y natural que ama y añora profundamente. Este amor se expande generosamente desde el gusto por la lengua materna hasta la compasión por sus ancestros y nuestros contemporáneos que lucharon y fueron sometidos pero no derrotados; este amor nos regala un deslumbrante homenaje a la fuerza del pueblo huilliche y un abrazo inteligente y sensible al patrimonio literario universal.
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[1] Martina Bortignon es Doctora en Letras por la Universidad Ca' Foscari de Venecia y por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y Doctor Europaeus por la Universidad de Salamanca.
Contacto: martina.bortignon@gmail.com