Sergio Larraín, Paz Huneeus, Claudio Naranjo, Eduardo Gatti y Carmen Balmaceda, entre otros, viajaron a principios de los 70 al norte para vivir un cambio existencial, de la mano de las enseñanzas de Óscar Ichazo, un filósofo boliviano popularizador del eneagrama de la personalidad y creador del protoanálisis: un conjunto de técnicas basadas en el autoconocimiento que llevarían a la iluminación. Más que la historia de auge y caída de un gurú, esta es la de quienes apostaron por el desarrollo interior en
momentos en que los ideales
de cambio eran colectivos.
Entre 1969 y 1973, decenas de chilenos y norteamericanos siguieron un exigente programa de ejercicios psicofísicos, que incluía arrojar piedras por las laderas del Valle de Azapa o meditar en pequeñas chozas en el desierto, junto a acantilados. Las enseñanzas de Óscar Ichazo —que fascinaron a Claudio Naranjo, a los músicos de Los Blops y a Jodorowsky— llevaron a toda una generación a saltar al vacío para experimentar, entre Arica y Santiago, un método tan potente como dinámico de “desarrollo interior” que, junto al siloísmo y el movimiento de Osho, marcó gran parte de la espiritualidad new age en Chile y otros países. Si bien para algunos, como Sergio Larraín, desde el momento mismo en que Ichazo entró al mercado espiritual su figura comenzó a decaer, para otros la fascinación hacia el maestro sigue intacta.
El ascenso de Óscar Ichazo (Bolivia, 1931 – Hawái, 2020) dentro del mundo de la espiritualidad alternativa, prometía. Con poco más de 40 años, no era el típico gurú de la nueva era: de intensos ojos negros, bigote y calva incipiente, solía vestirse para no llamar la atención, a veces con trajes elegantes o con suéteres de cuello alto, y de colores siempre a tono con la energía del día. Nada de túnicas ni de aires orientales, al menos en su apariencia.
Como muchos santones y maharishis de principios de los 70, iba camino a convertirse en ícono pop. Instalado en la recién inaugurada sede con escalera mecánica del Arica Institute Inc., en pleno corazón de Manhattan, el guía espiritual daba entrevistas en las que, junto con describir su filosofía integral, avizoraba una nueva revolución planetaria que salvaría a la cultura occidental.
Esa revolución se produciría, según contó en abril de 1973 en una entrevista para Psychology Today, “en la medida en que el Arica pudiera entrenar suficientes nuevos maestros”.
A Nueva York (la ciudad con “más personas preparadas para la realidad de las que el mundo ha visto jamás”, solía repetir), Ichazo llegó en 1971 para ofrecer, desde octubre de ese año, un entrenamiento intensivo de tres meses que, al finalizar, garantizaba la iluminación por tres mil dólares, según reportó la revista Time. Eso incluía comida y alojamiento en el Marriott Essex House, en Central Park South.
“No tengo ningún deseo de fortalecer el ego o hacerlos felices”, le dijo por aquellos días al filósofo Sam Keen, uno de los inscritos.
Con una red de sucursales que se extendía ya por las principales ciudades de Estados Unidos, Sudamérica y Europa, la escuela, a esa altura convertida en corporación, era lo más parecido “a una universidad para lograr estados alterados de conciencia”, como la definió Keen.
Pero en vez de despegar hacia la ampliación de la conciencia, en las siguientes décadas los sucesivos pleitos por los derechos sobre el eneagrama de la personalidad —que Ichazo había popularizado— y cursos cada vez más abstrusos e interminables, fueron aislando a la escuela, al punto de que, a comienzos de los 90, solo unos pocos seguidores llegaban cada año a Maui — donde se radicó y estableció su fundación, en 1981—, para escucharlo hablar sobre una revolución planetaria que nunca llegaba.
Sin embargo, hubo un tiempo en que para muchos el Arica —como se conoció al instituto en Chile— ofreció lo que prometía: un método “empírico” de autoobservación que, a partir de técnicas taoístas, budistas, confucionistas, sufís y otras adaptadas a Occidente, aseguraba otorgar una claridad mental tan límpida como la arena del desierto.
* * *
Portada de un ejemplar de junio de 1976 de la revista New Age en la que aparece
Ichazo junto al titular “Este hombre garantiza la iluminación”.
Sin estar demasiado interesada en temas esotéricos, pero harta de los mandatos de clase y la familia, en 1969, con 23 años y recién salida de la universidad, Carmen Balmaceda decidió partir, por un año, al norte. Iba a “cambiar de nivel”, según sus palabras.
El enfoque experimental de ese primer entrenamiento (para el que Ichazo filtró a la mayoría, a excepción de quienes se mostraron “realmente comprometidos con seguirlo”, según dijo años después) le permitiría una cercanía única con quien, por entonces, era un casi desconocido maestro boliviano, mezcla de místico sufí y terapeuta zen, cuya novedosa filosofía comenzaba a circular, como un secreto a voces, entre los jóvenes hippies de la época. El rostro de Balmaceda lo refleja aún, cuando recuerda ese primer encuentro: “Apenas llegué, Óscar me dijo: ‘Te estábamos esperando, ¿tú quieres ser feliz?’. ‘Obvio’, le dije yo. ‘Entonces quédate’”.
Si el plan era irse por un año, se terminó quedando tres. Fue la última en llegar, la que cerró el grupo de “los primeros 14”, la camada original del Arica que la periodista Malú Sierra describió así en un reportaje de abril de 1971 para revista Paula: “Su vestimenta nada de convencional —ellos con camisas de colores, blue jeans viejos y a pie pelado; ellas con faldas coloridas y pañuelos en la cabeza, también a pie pelado—, su simpatía desbordante, su forma de vivir y sus actividades en diferentes campos, les han granjeado la amistad de muchos… y la desconfianza de otros tantos. Porque aparte de uno que otro detalle, no saben realmente a qué se dedican. Y mucho menos saben de Ichazo. Fuera de que es boliviano y de que para sus discípulos es poco menos que un dios, nadie sabe nada”.
Armar la mochila e irse al norte a “hacer el camino” no era cosa de snobs ni de “voladitos”, asegura Balmaceda, sino algo que iba “en serio”. Y no era para menos, pues junto a la tentadora idea de unirse a una “escuela de desarrollo humano”, como las que existían en la antigua Grecia, India o Medio Oriente, el método de Ichazo apuntaba a desarmar, como si de un mecanismo se tratara, los bloqueos neuróticos de la mente que impedían el desarrollo, para alcanzar un estado de “completo presente”: una suerte de satori permanente que, hasta ese momento, ni el psicoanálisis ni la terapia Gestalt ni los psicodélicos ofrecían.
Bajo el sol tremendo de Arica los alumnos cohabitaban en casas comunitarias, sin muebles, durmiendo en colchones en el suelo, y seguían una dieta alta en proteínas que, mezclada con ejercicios de psicocalistenia, meditación, mantras, percusión y yoga, buscaba inducir un estado de “comprensión no conflictiva” que, cuando se daba, dice Balmaceda, “te llevaba a sentirte parte de un todo”.
“Además —continúa ella—, hacíamos un ejercicio físico que se llamaba La Pampa, en el que tirábamos toda la mala onda y nos dejaba agotados”.
—¿Servía?
—Claro, porque te sacabas toda la semana. Pero en el estado en el que estábamos, olvídate, se necesitaban muchas piedras y muchas cuestiones para que lograras vaciar la cabeza, aunque fuera cinco minutos.
—¿Y qué sentía al hacerlo?
—Que tu energía subía, que alcanzabas un estado sutil, más feliz, en el que estabas en el aquí y el ahora, sin pensar en nada.
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Por su impacto en toda una generación, sobre Ichazo se ha dicho mucho, pero raramente que era un farsante. “La originalidad de lo que enseñaba era espectacular”, dice el psicólogo y pareja de Balmaceda, Gonzalo Pérez, quien en julio de 1971 empezó el Santiago Uno, un entrenamiento de 10 meses llamado así porque era la primera vez que las enseñanzas del Arica llegaban a la capital.
A fines de los 50, Ichazo empezó a reunir en Santiago y otras ciudades de Sudamérica a grupos dedicados al estudio de su filosofía integral y, a partir de ahí, la popularidad de su método entre los jóvenes —desde hippies con ansias de ruptura hasta profesionales poco dados a lo espiritual— no hizo más que crecer.
Tras asistir, en la primavera de 1969, a una serie de conferencias dictadas por él en el Instituto de Psicología Aplicada, su director, el terapeuta de Sergio Larraín, Héctor Fernández, salió convencido de que la psicología, como disciplina, había tocado techo y que solo Ichazo podía llevarla “más allá”.
Elusivo y cauteloso con los cultos a la personalidad, algunos dicen que adaptaba sus gestos y hasta su entonación a las necesidades de cada discípulo. Incluso quienes se han vuelto escépticos de su método asumen que conocerlo dejaba huella.
Sobre ese primer encuentro con él, Pérez recuerda: “Me dedicó una tarde entera. Puso música de los Beatles y hablamos tres horas. Fue fascinante. Es que enseñaba a no definir. No trabajaba con conceptos. Era un tremendo chamán, un ser que movía las energías donde fuera. Power”.
“Nooo, era impresionante”, exclamó en 2021 Eduardo Gatti, quien asistió junto a Los Blops a sus primeros entrenamientos en el Instituto de Psicología Aplicada en Bellavista. “A ver, cómo decirlo, tenía ese magnetismo especial que tienen algunas personas. Con Los Blops caímos altiro envueltos en llamas con esta cuestión”.
“Qué te puedo decir”, agrega Balmaceda, respirando hondo. “Me acogió de una manera maravillosa, me cambió la vida. Óscar trabajó conmigo el suicidio de mi papá hasta dejarme libre”.
Experto en artes marciales mixtas, también podía ser severo y estimular a sus discípulos a decirse las verdades a la cara, para reducir las pretensiones del ego. La experiencia, a veces lúdica y a veces despiadada, de pasar por las máquinas de procesamiento del karma, llevó a varios a tener revelaciones aún perdurables sobre sí mismos.
“Lo que pasa es que el ego siempre trata de escaparse por aquí y por allá, ¿no?”, reflexiona el profesor de Tai Chi y exasistente de Ichazo, Sergio Huneeus. “Pero dentro de ese cuadro, y yo tuve experiencias muy brutales, digamos, en el sentido de verme, de repente, totalmente descolocado, hay un consenso, un piso que te sostiene, que es la escuela”.
Su cercanía carente de solemnidad con algunos lo convertía, a juicio de Huneeus, en un “anti maestro”.
“Uno esperaba tener que saludarlo como con una venia, pero era igual a ti, no hacía diferencia. Por supuesto, él era el guía y uno el discípulo. Pero el trato era más bien de amigo”.
—¿Y en qué eneagrama calzaba usted?
—El 7, el idealista.
Por su alto precio (según Gatti, a principios de los 70 las capacitaciones costaban “como mil dólares, y en el Chile de ese tiempo, por esa plata te comprabai un auto”), sumado a la rigurosa selección que el propio Ichazo hacía de los candidatos, no era demasiado difícil sentirse parte de una élite, una vanguardia espiritual que iba a cambiar el mundo.
¿Tenía algo de secta el Arica?, le pregunto a Teresa Bogdan, una argentina que en 1972 hizo parte de las capacitaciones en Peñalolén Grande (suspendidas luego del golpe de Estado, con la prohibición de reuniones de más tres personas), una propiedad comunal adquirida por varios aricans en la precordillera santiaguina.
—No es que los ejercicios te lavaran el cerebro —dice pensativa—. ¿Sabés de qué te lo lavaba? De vos mismo, porque los chicharreos, el diálogo interior que impide el estado de vacío y todo lo que se te pasa por la cabeza en ese tipo de ejercicios, es impresionante. Te muestran realmente lo que sos mientras estás haciendo algo totalmente inútil. Pero ¿cómo decirte? Se daba en un contexto de mucho respeto y tranquilidad.
—¿Y existía un culto hacia Óscar?
—Lo que pasa es que había una corriente bastante fanática, porque era el maestro. Y como junto con la espiritualidad y la cosa new age vienen las artes marciales y los sufís, el maestro ya no es solo el maestro. El maestro tiene una espada, es fuerte, te corta la cabeza. Óscar decía, “no me hagan altares”, pero vos entrabas a cualquier pieza de Peñalolén Grande y había un altar. La adoración por él, sí, estaba, estaba todo el tiempo, pero no era algo fomentado.
Pese al clima de cordialidad que, a juicio de Bogdan, se respiraba, entre quienes conocieron a Ichazo no todos hicieron buenas migas con él: “Hablarle era como si el emperador te diera audiencia”, dijo Gatti en una entrevista para el Instituto de Expansión de la Conciencia. “Tenía su círculo íntimo, que eran los instructores generalmente, y la Jenny [esposa de Ichazo por esos años y cabeza comercial del grupo] tenía también su grupito que andaba siempre alrededor, los aduladores”.
“Es que hay un fenómeno —agrega Gonzalo Pérez— que tú tienes que tomar en cuenta, que es la idealización del maestro. Cuando éramos jóvenes y estábamos al comienzo de todo esto, creíamos que él era buda. Infalible, iluminado todo el rato. Eso es algo que tú encuentras en cualquier movimiento espiritual: la necesidad de creer que el maestro es dios”.
Sobre el impacto de las tensiones políticas del período en el movimiento, Balmaceda reconoce: “Sabíamos lo que pasaba, pero estábamos totalmente metidos en nuestro cuento, como otros estaban en la militancia. Los ejercicios permitían abstraerse un poco. Había que hacerlo, ¿no?”. Tras volver a Chile, en 1972, dice, “encontré que la UP era demasiado fascinante, porque tenía que ver con el desarrollo humano. Ahí todos éramos iguales, nos saludábamos como compañeros, y la nana era mi amiga. Pero en esa época era muy poca la gente que podía estar en el presente. Había mucho maximalismo, mucha lucha interna, mucha tensión. Igual que ahora. Quizá la única salida a esa contradicción esencial que es la vida en sociedad, sea hacer lo que hizo el Queco [Sergio Larraín]: aislarse”.
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Fotografía de uno de los entrenamientos en un galpón en el Valle de Azapa.
Cortesía de Gonzalo Pérez
En julio de 1970, 57 estadounidenses, entre terapeutas del Instituto Esalen y varios psiquiatras y neurocientíficos, aterrizaron en Arica para realizar un entrenamiento intensivo de 10 meses diseñado por Ichazo. Cada asistente pagó “entre cuatro mil y siete mil dólares”, informó en su momento la revista Time.
Sobre el propósito de aquel viaje, en la web de The Arica School hoy se lee: “Los estadounidenses fueron [a Chile] a descubrir la Mente por medio del protoanálisis”.
“Llegaron cargados de drogas, venían de eso —dice Pérez—. El entrenamiento mismo era limpio, pero en el ámbito en el que todos vivíamos, era parte de la vida”. Entre los estadounidenses, por ejemplo, estaba John Lilly, un neurocientífico experto en delfines y comunicación entre especies, conocido por sus experimentos con LSD en tanques de aislamiento sensorial.
Interesado en el viaje sin ácido que Ichazo proponía, el nexo entre el Arica y “los gringos” fue el psiquiatra Claudio Naranjo, exdiscípulo de Fritz Perls y por entonces cercano a la vanguardia psicológica del Esalen en Big Sur, California.
Según cuenta Naranjo en sus memorias, Ascenso y descenso de la montaña sagrada, al poco tiempo de llegar tuvo una experiencia reveladora mientras meditaba en el desierto. Ese entusiasmo, sin embargo, se enfrió rápido cuando supo que, dentro del grupo, algunos rumoreaban que él se estaba convirtiendo en un “ego santo”, es decir, alguien cuyos logros en los trabajos fomentaban una sensación de superioridad profética.
Creía que Ichazo, bien porque lo veía como una amenaza o bien para ponerlo a prueba, lo había 137 generado. “Él sabía que Óscar tenía algo, pero también que era un engaño, un tramposo”, dice Alejandro Celis, un psicólogo especializado en la enseñanza del eneagrama que, en 1976, comenzó a hacer, con Ichazo ya radicado en Estados Unidos, las capacitaciones del Arica en el Instituto de Psicología Aplicada.
¿Por qué cree que Naranjo e Ichazo se distanciaron?, le pregunto a Gonzalo Pérez. Y este responde con un ejemplo muy claro:
—Si los huevones no podían estar juntos. Se iban a hacer sombra, como Lennon y McCartney.
Crecientemente aislado, Naranjo fue finalmente expulsado durante su estancia de 1970 en el desierto, junto a varios norteamericanos (aunque según Huneeus, se trató más bien de una “ruptura” del grupo con él). Regresó con ellos a California, donde fundó el programa SAT (Seekers After Truth), su propio sistema para la enseñanza del eneagrama.
“Toma un avión y ven”, le había escrito algunos meses antes Sergio Larraín, invitándolo a unirse a los entrenamientos de la escuela. “Aquí está lo que has buscado tanto. La cosa es real. Es aquí. Lo que has sabido hasta hoy o has leído no es más que una sombra de esto”.
“El Queco no estaba en muy buen estado”, reconoce Balmaceda. “Era mi hermano de la escuela, el que me enseñó fotografía, pero andaba muy rayadito, en una volada en que todo tenía que ser como mortificado. Decía que no quería ser importante, pero apenas le ofrecieron dirigir al grupo, lo hizo. Tenía una lucha con su ego feroz”.
Fue viviendo como un ermitaño, luego de consagrarse en Magnum y trabajar para la revista Paris Match, y mientras dirigía parte de los entrenamientos de la escuela en el Valle de Azapa, que Larraín conoció y se enamoró de Paz Huneeus.
Algunas de las fotografías de Sergio Larraín y Juan Carlos Villegas que acompañan el reportaje
de Malú Sierra en Revista Paula de abril de 1971 que tituló
EN BUSCA DE LA FELICIDAD TOTAL
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En su libro, Sergio Larraín: la foto perdida, Catalina Mena sostiene que el “arsenal de saberes” que el Arica ofrecía se mezclaba con “hábitos de sospechosa naturaleza espiritual.
Ichazo, por ejemplo, les prohibía a sus alumnos consumir alcohol (“una sola gota en esa piscina y esto se acaba”, les advertía), pero él se lo permitía porque, según él, tenía una capacidad diferente para “metabolizar” la bebida. Lo que sí autorizaba, señala Mena, eran “las relaciones sexuales con las mujeres que llegaban a la comunidad, con o sin pareja”, justificándose en la naturaleza supuestamente “energética” del instinto sexual. “El principal beneficiario de su ley era él, considerando su situación de poder”, escribe Mena.
“Era muy oculto, una cosa nada más que de mujeres”, contó en el documental El instante eterno Paz Huneeus, entonces pareja de Sergio Larraín, acerca de las prácticas tántricas que Ichazo realizaba con las alumnas. “Los hombres no lo podían saber porque, según Óscar, tenían el nivel bastante más bajo”.
“Dos días después de contar eso, ella murió”, dice su amigo Gonzalo Pérez, acomodándose en el respaldo de un sofá en su consulta de La Reina. “No estaba enferma ni nada. Dijo lo que tenía que decir y partió”.
—¿Nunca trascendió lo que pasaba?
—Es que no tuvo nada que ver con la enseñanza pública del maestro y jamás interfirió en nada, en absoluto. Incluso hoy hay un montón de gente que no lo cree. Fue una experiencia que se vivió en forma secreta y privada, en el corazón del maestro.
Alejandro Celis reflexiona: “Sergio Larraín era una persona muy tímida, inestable psicológicamente, incluso. Y yo no soy moralista, en el sentido de que el Queco y la Paz tendrían que haber tenido una única pareja. Lo que me hace ruido es que el Queco, siendo discípulo de Óscar, no estuviera enterado. Le dijeron a ella que no se lo dijera. Fue un daño de frentón”
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La mística de la escuela comenzó a perderse, a juicio de Balmaceda, con la progresiva llegada de los norteamericanos a Chile: “Los ejercicios funcionaban y todo, pero ya no estaba esta especie de familia que teníamos los 14”.
—¿A qué lo atribuyes?
—Yo creo que, con los gringos, Óscar se fue poniendo bueno para la plata, porque cuando estábamos nosotros le pagábamos, qué sé yo, 20 lucas. Él era un ser humano con ego, y los gringos, que son lo más mercantiles que hay, lo elevaron, porque son muy beatos. Lo inflaron, y ahí él empezó a cobrar un montón [a fines de los 70, una rutina inicial diaria de 40 días, llamada “Los sistemas hipergnósticos”, costaba 600 dólares y otra, “Los dominios de la conciencia”, 400]. Con Gonzalo fuimos a varios de sus entrenamientos en Estados Unidos, pero ya no tenían la misma energía. Eran una lata.
Tras su paso por el movimiento Osho, Celis admite que, por contraste, con los años se ha ido desencantando del Arica, cuyo método describe como demasiado mental, frío, “sin corazón”: “El discurso de Óscar era, ‘esto te va a transformar’, ¿entiendes?, y que con un entrenamiento te iba a pasar esto, esto y esto otro. Te garantizaba que cuando hicieras el corte del diamante, que era el nivel 7, me parece, te ibas a iluminar. Y no solo el satori, sino que el estado permanente, digamos. Por supuesto, que yo sepa, nadie se iluminó”.
“Yo creo que es un método válido”, apunta Sergio Huneeus, parte de la camada original que fue a los primeros retiros al norte y, hasta hace poco, también del comité de ética de The Arica School, con sede actual en Kent, Connecticut. “Pero hay que tener paciencia y, efectivamente, muchas veces a uno se le acaba”.
¿Era publicidad engañosa, entonces, lo que Ichazo prometía?
—Yo no sé hasta qué punto la gente se sugestionaba —confiesa Celis—. O sea, cuando tú pagas no sé cuanta cantidad de plata, es bien difícil decir después: “Oye, esto no me sirvió para nada”. Uno tiende a decir, “fue la raja, muy bueno”. Aunque entiendo que la gente que tuvo contacto directo con él, generalmente en los primeros grupos, se sintió muy impactada.
—¿También se ha ido desencantando?, le pregunto a Gonzalo Pérez.
—Lo que yo he vivido con él, como maestro, es ir bajando mis expectativas como un ser infalible, completamente impoluto, hacia una comprensión de un ser humano al que le pasan cosas y que es susceptible al cambio y a las influencias.
Cuadernos con los entrenamientos The Arica School en inglés.
Cortesía de Alejandro Celis.
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“Durante los dos primeros días tú sentías el ruido de la ciudad, pero después, la nada”, dice, entrecerrando los ojos, Balmaceda, sobre la última vez que le tocó “hacer el desierto”, el último ejercicio del Arica.
Luego de tres años viviendo en comunidad, un día le dijo a Ichazo:
—Vuelvo a Santiago, pero voy a meterme de nuevo en la escuela.
—No, tú ya no lo necesitas —le respondió él—. Vive tu vida, tú tienes que estar en el mundo.
—Y de ahí —asegura ella—, ya no lo vi más. Pero lo que viví en el norte, queda para mí sola.
Imagen superior: Fotografía de una reunión de El Arica en la que se ve a Lola Hoffmann (abajo, con chaqueta).
Cortesía de Gonzalo Pérez.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Bajo ese sol tremendo:
las enseñanzas de Óscar Ichazo en Arica… y más acá
Por Juan Íñigo Ibáñez
Publicado en REVISTA SANTIAGO, 17 de Febrero 2025