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Crítica literaria

Por José Ignacio Silva
Las Últimas Noticias. 3 al 14 de febrero



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Pequeña biblioteca nocturna
Óscar Hahn. Fondo de Cultura Económica, 2013, 303 páginas.
LUN, 3 de Enero de 2014

Más de sesenta textos en prosa, entre ensayos y artículos de prensa, reúne este libro del poeta Óscar Hahn, nuestro último Premio Nacional de Literatura. Difundidas originalmente entre 2008 y 2013 –la mayoría en el suplemento “Artes y Letras”, de El Mercurio–, las piezas delinean una suerte de canon de pensamiento, con temas y autores que Hahn ha tratado en más de unaocasión: Neruda, Huidobro, Borges, la habitualmente ninguneada literatura fantástica y su reivindicación, y la defensa de la poesía y de la versificación, entre otros.

Dividido en tres “estantes”–juego que le sigue la corriente al mozartiano título del conjunto, aunque finalmente resulta algo forzado–, el volumen, además de ser algo así como un mapa conceptual de Hahn, convoca por lo general a autores ya fallecidos. Veámoslo de este modo: el lector no encontrará acá referencias a obras nuevas, el estado del arte o alguna opinión sobre compañeros de generación o libros de escritores recientes, los que, al parecer, no caben en la “pequeña biblioteca” del autor. En el prólogo se consigna que este libro apunta a un público no especializado.

De las tres secciones del libro, la que corre con más ventaja es “Estante II”. Mientras la primera parte contiene columnas atoradas por la camisa de fuerza de la coyuntura y propensas a rozar lugares comunes y querellas ociosas (como la supuesta muerte de la poesía, las críticas que recaían sobre la literatura fantástica hace setenta años, la preponderancia del castellano traído por Cristóbal Colón o la postergada sexualidad de Gabriela Mistral), la tercera constituye una ensayística árida e incluso, por momentos, tediosa.

En cambio, el mencionado segundo estante –el más enérgico del libro– incluye crónicas de los encuentros de Óscar Hahn con personalidades como Raymond Carver, Mircea Eliade o Borges, así como peripecias cotidianas del propio autor. Estas crónicas están escritas desde una sugestiva óptica testimonial, con una adecuada conjunción de recuerdo y emotividad. Éste es el Hahn más rescatable: el íntimo, el que habla de lo que ha visto o experimentado de primera mano, antes de lo que ha leído. Un ejemplo de esto es el relato que hace el poeta de la ocasión en que a su clase en la Universidad de Iowa llegó una chica tetrapléjica, debido al balazo que le había propinado un desequilibrado y brillante alumno chino de posgrado, quien, al ver que su tesis doctoral no había sido premiada como la mejor de su generación, había tenido a bien repartir plomo a diestra y siniestra. También destacan en esta parte las historias sobre Enrique Lihn, de quien Hahn fue cercano. En “Enrique Lihn prevalece”, se nos presenta un personaje entrañable, que alberga deseos de ser padre y también sufre el desamor por parte de una alumna joven, todo mientras escribía uno de los libros clave de la poesía chilena de los últimos treinta años, El Paseo Ahumada. Más allá se cuentan las vicisitudes de Lihn en dictadura.

Pequeña biblioteca nocturna es un libro con altibajos, en el que conviven el paper aburrido, escasamente novedoso, y momentos más vitales en los que se vislumbra a un Óscar Hahn capaz de imprimir a sus vivencias un carácter atractivo.

 

 

La novela murió
Rubem Fonseca. Tajamar, 2013, 194 páginas.
LUN, 17 de Enero de 2014

El casi nonagenario escritor brasileño Rubem Fonseca (1925) siempre merece atención, pues su literatura –desenfadada, extravagante, concisa– no suele hacer concesiones estéticas y por lo general expande territorios.

A lo largo de su carrera, el autor ha erigido una considerable feligresía que celebra a brazo partido sus novelas y cuentos, su causticidad, sus misteriosos silencios (ha concedido muy pocas entrevistas en su vida). En Chile, la difusión de su obra ha estado mayoritariamente a cargo de la editorial Tajamar, que ahora ha puesto en librerías su conjunto de crónicas La novela murió, quizás su único volumen de no ficción. El libro reúne una treintena de textos –anteriormente publicados en internet– de temas muy diversos, que van desde las digresiones estéticas y el fútbol hasta Michael Jackson y el bótox, pasando los simios escritores y una inquietante pregunta: ¿tienes los machos los días contados?

En las primeras páginas, el autor se enfoca en lo pequeño, con ese carácter light propio de los blogs. El libro se abre con el artículo “¿Murió la novela?”, que trata el tema de la extinción de ciertos medios existentes ante la aparición de otros nuevos, un tópico ya tocado de forma majadera por los medios de comunicación, ya sea en referencia al libro en papel, los teléfonos de red fija, las novelas, la fotografía, etcétera. Fonseca, al decir que los escritores o las novelas no morirán, no hace más que contarnos las noticias de ayer. De inmediato se ve que el traspaso de la electrónica al papel deja mermas. La corrosión muta en una ingenuidad que se queda por momentos entrampada en la trivialidad de los temas que toca.

En las páginas siguientes empiezan predominar textos de escaso vuelo y un tic molesto que desarrolla el autor: llenar de advertencias al lector, muchas de ellas tan didácticas como vanas. En un momento, Fonseca dedica páginas a las palomitas de maíz, discurriendo acerca de que “no existe una unión más perfecta” que aquella del cine y las palomitas, que debemos comer palomitas cuando vamos al cine, que tenemos que hacerlo en silencio para no molestar a los demás, y así.

El panorama se arregla cuando el autor se enfoca en su campo, el artístico. Ahí surge la excentricidad que le da sabor al libro. Aun cuando entrega una visión anticuada de Nueva York, detallando, por ejemplo, al archicronicado Hotel Chelsea y su huésped más borracho y manoseado, Dylan Thomas, en otro lugar tiene salidas llamativas: “En materia de lectura soy omnívoro, o polífago, si así lo prefieren. Leo todo lo que se me pone enfrente. Pero mis lecturas preferidas son la poesía y las instrucciones de uso de los medicamentos”.

“Reminiscencias de Berlín” y “José: una historia en cinco capítulos” son las mejores piezas. Acá se ve a un Fonseca autobiográfico y suelto, desde luego más íntimo. Mientras en el primer relato recuerda los días posteriores a la caída del Muro, en el segundo cuenta su nacimiento en la localidad Juiz de Fora, en Minas Gerais, y su infancia deslumbrada en Río, en tercera persona, implantado cierta distancia, pero no escatimando detalles sobre el encantamiento del pequeño José con la ciudad maravillosa y su vida cultural y nocturna. En este relato Fonseca está en su elemento: la calle. En el pavimento carioca renace el humor y el brío ácido que tanto reconocimento le han dado.

La novela murió es un volumen desigual que nos enseña que un incluso autor reverenciado por décadas también es falible.

 

 

Apuntes autistas
Alberto Fuguet. Alfaguara, 2013, 374 páginas.
LUN, 31 de Enero de 2014

El año 2013 no fue nada de malo para Alberto Fuguet: su libro Tránsitos fue número puesto en casi todos los escalafones de las mejores novedades de la temporada y, además, otro libro suyo, Apuntes autistas, publicado originalmente en 2007, tuvo una nueva edición, corregida y aumentada respecto a la anterior. Quizás el único problema para este último es que Tránsitos le hizo demasiada sombra en la atención del público y la prensa, y quedó medio a la intemperie en tal sentido. Por tratarse ambos títulos de compilaciones de artículos y otros textos de no ficción, se pueden tomar como volúmenes hermanos, por lo que ciertamente vale la pena internarse, aunque sea con tardanza, entre las páginas de la versión retocada de Apuntes autistas. Vamos, pues.

El libro está organizado en cuatro grandes partes, cada una titulada con lo que Fuguet mejor hace: “viajar”, “mirar”, “leer” y “narrar”, nombres genéricos para ordenar sus crónicas de viaje, sus críticas cinematográficas, sus acercamientos reflexivos a la literatura y sus peripecias como escritor, respectivamente.

De entrada se aprecia cómo Fuguet instala la duda en los textos, lo que incluso llega a ser un tic en casi todo el conjunto, para así desempolvarlos de cualquier solemnidad. No es nada nuevo, en todo caso: los libros como éste, que se basan en apuntes, entradas de diarios, blogs o anotaciones en peregrinas libretas, suelen usar justamente la duda explícita como un justificativo para hablar de todo y en cualquier tono. A partir de eso, el autor expone sus gustos, sus manías, sus santitos, sus sospechas.

En el apartado dedicado al cine, por ejemplo, Fuguet asume –vaya reflexión– que los críticos son directores frustrados y que los críticos de libros son escritores fracasados que esconden novelas en el clóset. Aun cuando esté pegando palos de ciego, logra algo clave para que el volumen funcione: transmitir entusiasmos y complicidades. Esa capacidad de empapar las páginas con su frenesí algo angurriento –y, de paso, dejar establecidas sus opciones y su poética– es lo que permite llegar hasta el final del libro.

Por supuesto, entre tanto entusiasmo desbocado, hay más de algo rescatable. Uno de los pasajes más interesantes es cuando Fuguet se sumerge en el análisis de la narrativa chilena y da en la diana cuando –colgándose de una afirmación de Álvaro Bisama– comenta la autocomplacencia en que aquélla se ha envuelto. Pero, por desgracia, a la vuelta de la esquina el autor descubre la pólvora, señalando, entre otras cosas, que los escritores debiesen leer más. Poco más allá cuaja ese desdén contenido que les tiene a los críticos, achacándoles tareas que corresponden más bien a los responsables de iniciativas de fomento a la lectura: “En vez de fijarse en los autores, la prensa y la crítica podrían fijarse en los lectores. ¿Cuántos existen? ¿Cómo son? ¿Han mutado? ¿Son fieles o cambiantes? ¿Novatos o expertos? [...] ¿Por qué un lector compra un libro y luego no lo lee? ¿O por qué un lector que leyó un libro y acaso lo transformó en un éxito de ventas se desistió de leer el próximo libro del autor?”.

La sección que más se despega del resto es la primera, que agrupa crónicas de viajes, de habitaciones de hotel, de pueblos improbables, de periplos por metrópolis caníbales: historias con mucho menos arbitrariedades. En cualquier caso, ya sea cuando habla de libros, de películas o de su tío perdido, Fuguet lo hace sin temor al riesgo, con ímpetu (que llega a ser tirria, como cuando revienta al cineasta Lars von Trier) y a la vez con un arrebatado deseo de compartir con el lector una película que le voló la cabeza, un escritor que lo dejó para dentro o una calle que se transformó en una revelación cercana al éxtasis. A quien lee no le queda más que concordar o disentir, ya que Alberto Fuguet no se ha guardado nada y muere con la suya, por muy descaminado que esté por momentos.

 

Una historia sencilla
Leila Guerriero. Anagrama, 2013, 146 páginas.
LUN, 14 de Febrero de 2014

Hace un par de años, la periodista argentina Leila Guerriero emprendió un viaje al profundo interior argentino, guiada por un colorido recorte de prensa que retrataba a los participantes del Festival Nacional de Malambo, que se lleva a cabo anualmente en el pueblo de Laborde, de esta manera: “Los campeones caminan por las calles de Laborde con el respeto que despertaban los héroes deportivos de la antigua Grecia”. La exuberante nota bastó para excitar el olfato de Guerriero, quien decidió apersonarse en el concurso, aprehender todo lo que fuera posible y, luego, transformarlo en libro.

Una historia sencilla es el resultado de ese reporteo en terreno, donde Guerriero toma en cuenta más de un tema para dar sustancia a su relato: no sólo se fija en el certamen folclórico, sino que decide describir con pelos y señales la vida y las circunstancias de una decena de participantes, todos pertenecientes a una clase social esforzada y humilde. Es en este punto en que la historia del libro deja de ser sencilla, puesto que la periodista abandona el malambo (asunto que, en realidad, genera bien poco interés) y transforma su crónica en un inventario de situaciones de pobreza, de asesinatos en villas miseria, de gente que no tiene para comer porque prefiere comprarse un mueble o un equipo de música, como le sucedió a Rodolfo González Alcántara, bailarín de malambo y héroe de la crónica.

La radiografía social se condimenta con la pluma empalagosa de la autora: “Él era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el sonido del cielo del verano, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad y era la soledad. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través del aire hojaldrado de la noche”.

Sin mayor justificación periodística ni narrativa, Leila Guerriero se transforma en un personaje más de esta crónica, intercalando tribulaciones y preguntas llorosas que no vienen mucho a cuento: “¿Nos interesa leer historias de gente como Rodolfo? ¿Gente que cree que la familia es algo bueno, que la bondad y Dios existen? ¿Nos interesa la pobreza cuando no es miseria extrema, cuando no rima con violencia, cuando está exenta de la brutalidad con que nos gusta verla –leerla– revestida?”. Hacia el final, Guerriero, ya parte del team González Alcántara, exclama: “Mientras camino hacia el auto me siento tocada por algo parecido al privilegio: lo llevaré yo: Yo”.

En la contratapa del libro figura una cuña de Mario Vargas Llosa, quien señala: “El periodismo que practica Leila Guerriero es de los mejores redactores de The New Yorker ”. Bastante razón tiene el Nobel peruano, puesto que el reportaje que se despliega en Una historia sencilla es tan lento, afectado y por las ramas como el que se practica en aquella revista estadounidense. Sólo en las páginas finales la historia vuelve al cauce natural –el concurso– y adquiere velocidad, con la consagración de González Alcántara como campeón del festival.

Una historia sencilla deja en evidencia que Leila Guerriero funciona mucho mejor en dosis bajas, en perfiles o crónicas con duración acotada, en las que las posibilidades de emborracharle la perdiz al lector queden reducidas al mínimo.




 



 

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"Pequeña biblioteca nocturna", de Óscar Hahn; "La novela murió", de Rubem Fonseca; "Apuntes autistas", de Alberto Fuguet; "Una historia sencilla", de Leila Guerriero.
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