El 5 de octubre de 1973, mientras abordaba el avión en el aeropuerto Pudahuel de Santiago, escoltada por el cónsul británico, yo era una persona sin identidad. Lo que yo hubiera sido —¿bailarina, coreógrafa, profesora, esposa?—, había dejado de serlo. Miré a mis dos hijitas mientras se acomodaban en sus asientos delante de mí, pálidas y sumisas, sin siquiera alborotar por cuál de las dos ocuparía el asiento de la ventanilla, y tuve plena conciencia de que ahora dependían enteramente de mí. Yo, por cierto, las necesitaba a ellas para seguir viviendo. Sabía que una parte de mi ser había muerto con un hombre cuyo cadáver yacía ahora en un ataúd, en un nicho de hormigón, en lo alto del muro trasero del Cementerio General de Santiago.
Dejé el nicho cubierto con una tosca lápida en la que se leía, sencillamente:
VÍCTOR JARA
14 de septiembre de 1973
La fecha estaba equivocada: entonces no había forma de saber exactamente qué día había sido asesinado mi marido. No dejé espacio para flores. Las estrechas repisas que con ese fin suelen tener los nichos resultan desnudas y tristes si están vacías. Yo no podía saber que a la tumba de Víctor nunca le faltarían flores, que personas desconocidas recurrirían a cualquier medio para trepar y atar latas y potes con trozos de alambre o de cuerda para dejar sus ofrendas, aun corriendo el riesgo de ser arrestadas.
Yo estaba conmocionada, pero el dolor y la agonía de Víctor moraban en mi interior, me acosaban en un sentido muy real. No podía cerrar los ojos sin ver su cadáver, el depósito, horripilantes imágenes de los acontecimientos de las últimas cuatro semanas, el resultado de la violencia militar aplicada implacablemente contra civiles desarmados, una violencia tan desproporcionada, tan aniquiladora, que parecía imposible que semejante plan hubiese sido concebido en Chile.
Me dominaba una sensación de lucha inconclusa, la lucha de un pueblo que intentaba modificar pacíficamente su modelo social obedeciendo las normas que sus enemigos predicaban pero no practicaban. Sentía que no era una persona sino mil, un millón; el sufrimiento no era sólo personal, sino un dolor compartido que nos unió a muchos, aunque nos viésemos obligados a separarnos, mientras algunos permanecían en Chile y otros huían a cualquier rincón del mundo.
Yo fui de los que se marcharon. Tenía pasaporte británico, pero después de casi veinte años en Chile retornaba a Inglaterra convertida en una extranjera. En ese momento estaba pensando en castellano y no en inglés. No tenía trabajo ni dinero, y todas nuestras posesiones fueron metidas en tres maletas; en lugar de ropa nos llevamos fotos, cartas, discos.
El avión iba casi vacío. Apenas había comenzado el aluvión de refugiados; la mayoría todavía esperaban visados, amontonándose en las embajadas extranjeras de Santiago. Con sus pulcros trajes escoceses y fáciles sonrisas, las azafatas parecían irreales, de cartón. Mientras veía desaparecer Santiago bajo mis pies, gris y borrosa en el llano del valle central, me pregunté cuándo regresaría, cuándo volvería a ver a mis amigos; después aparecieron los cerros de la precordillera con su vegetación achaparrada ¿era aquél el Cajón del Maipo, donde habíamos pasado tantas vacaciones?—; luego la cordillera, la gran masa de altas cumbres, un solitario desierto de hielo y nieve y dentadas rocas, que siempre resulta sobrecogedor aunque lo atravieses muchas veces, y el último adiós a Chile, la patria de Víctor, el hogar de mis hijas... y el mío.
Las montañas se alejaron y surgió la extraña monotonía de la pampa argentina, que se extendía al frente, hasta el Océano Atlántico. No tenía la menor idea de qué me depararía el destino. Sólo sabía que sentía la urgente necesidad de comunicarme, aunque el medio de la danza, que siempre había sido el mío, ya no me parecía pertinente ni posible. Tenía que aprender a hablar, a contarle al mundo exterior, en nombre de quienes no podían hacerlo, los sufrimientos del pueblo, del país que durante tantos años había sido mi hogar.
Las niñas dormitaban en sus asientos. Despierta y a solas, sentí que Víctor estaba con nosotras, como si pudiera alargar la mano y tocarle. Sabía que debía adaptarme a la vida sin él, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que siempre formaría parte de mí, como si al morir hubiese llegado a habitar en mí con una intensidad de la cual yo era menos consciente mientras estuvo a mi lado. Eso me dio valor y me hizo comprender que nunca estaría sola. Haría todo lo que estuviera a mi alcance para que Víctor, a través de su música y sus grabaciones, continuara trabajando por la causa que había hecho propia. Sus asesinos habían juzgado erróneamente el poder de la canción.
No podía dormir. Noté que estaba aferrada a mi bolso con las manos agarrotadas. En un intento por relajarme, lo abrí y saqué los papeles que contenía. Estaba mi tarjeta de identidad chilena, con las huellas digitales, la fotografía, y la formal descripción de esa persona tan lejana que había llegado a Chile diecinueve años atrás: JOAN ALISON TURNER ROBERTS. Palpé mi pasaporte británico. Lo cogí y lo abrí: Nombre del titular: Señora Joan Alison Jara. Me alegré de que figurara el apellido de Víctor. En el futuro lo usaría con orgullo y como un desafío. Ahora Manuela y Amanda dormían tranquilamente. Me pregunté adónde las llevaría la vida: cuando yo era pequeña, jamás habría imaginado que algún día me encontraría huyendo de un país distante y en condición de refugiada.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "Víctor Jara. Un canto truncado".
Un final y un comienzo.
Por Joan Jara.