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“Hablar solo de niño”
sobre Playa Panteón de Juan José Podestá
Por Juan Malebrán
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Convengamos, por una parte, en que el norte chileno -más allá del espejismo de progreso que se vende y compra a sí mismo- es un paisaje plagado de personajes grotescos, déspotas e infames. Un escenario extremadamente adverso y casi intratable en el que reina un chovinismo, por decir lo menos, penoso. Y, por otra, en que Juan José Podestá, tocopillano criado y crecido en Iquique, a pesar y/o por esto mismo, ha logrado desarrollar un potente imaginario que, no obstante, está forjado bajo la sombra del cerro Esmeralda, le da la espalda a la postal cavanchina, y decide mantenerse lejos de los aires de gloriosa campeona que, desde hace décadas, hacen agua en la ciudad.
Playa Panteón (Narrativa Punto Aparte, 2015) es un claro ejemplo de lo anterior. Un libro compuesto por nueve relatos en los que -si bien no todos transcurren en el norte chileno- se puede leer el desierto por donde se mire, en un desmarque frente a la nostalgia del puerto y del sacrificio pampino y en pro del tierral, las quebradas y los baldíos. Paisajes en los que sus personajes, figuras ruines e inadaptadas, transitan estrechos recovecos afectados por la soledad, el crimen, la traición y la sed de venganza. Es decir, un panorama que refleja el lado más trunco del norte y sus fronteras, ya sean estas, íntimas o territoriales. Y que logra hacernos pensar, por momentos, y no pocos, en la escritura como un ajuste de cuentas entre la geografía y uno mismo.
Copio: «En el cerro practico tiro al blanco con una lata de atún “Caporal”. Nunca fui bueno disparando, pero espero estar a la altura de las circunstancias cuando llegue el momento. La pistola que tengo no es mala, ojalá no me defraude» (“Un pueblo”, pág. 13). O en “Bajo monte”: «La quebrada queda a unas dos horas, allí finalmente te sabrás fuera de cualquier peligro. Caminas guiado por aquellas señas del desierto que sólo alguien como tú puede descifrar. Tú y los pastores» (pág. 22). Y mucho más adelante, en el comienzo de “Tres venganzas”: «Probablemente el hombre que viene cerro abajo es quien desea ajustar cuentas. O quizás es el que desde la ventana del hotel mira con dureza el hostil paraje» (pág. 81).
El desierto se nos muestra entonces, como es. O sea, un descampado ideal para el delirio, el fracaso y la muerte. La pampa capaz de tragarse al forajido más duro, confabula con aquel que decide habitar en ella manteniendo la precaución. Reconociendo las rutas que permiten recorrerla sin terminar haciendo círculos bajo la mirada de los jotes. Y al contrario, con quienes no permite ninguna tregua, tal como sucede con los santiaguinos que, en “Apuntes rudimentarios para un relato” (pág. 39), se internan en ella con la intención de grabar un documental y esta se los come a punta de jales y pasta base.
Ahora bien, la ciudad en medio del desierto, también es un eriazo. Y así es como la experimenta Marlon Condori. Combinación de nombre y apellido, perfectamente reconocibles en cualquier hijo de vecino en la región. Quien, como ex reportero del periódico local, regresa después de diez años, a pasear por los barrios de inmigrantes colombianos en busca de la respuesta ante el crimen no resuelto de Flora Maribel, la prostituta a quien amaba y que fue asesinada una noche en el cité donde vivía. Milicos, travestis, saña y cobardía en este relato, pero, de paso, un guiño a las premisas del oficio que Condori comparte con nuestro autor. Un juicio crítico ante las prioridades que reinan a la hora de ejercer el desprestigiado rol de periodista. Teniendo en cuenta que Condori -aún con serias sospechas sobre el responsable- cesó de escribir sobre este homicidio, una vez que la policía de investigaciones dio por cerrado el caso.
«“Un apostolado de huevones será”, pensó Condori, que siempre valoró más la vida que el trabajo, el tiempo libre antes que la obsesión por saber lo que pasa alrededor. Pensaba que algo de enfermizo tenía el hecho de llamar a las prensas y pedir que se demoraran un poco, porque un auto había chocado y parece que había muertos. Si había muertos, tanto mejor. Un muerto mejoraba la cara hasta del más inútil de los estudiantes en práctica» (“Díptico rojo/negro”, pág. 57).
La provincia, sus cadáveres y la apatía -que pareciese incrementar a medida que el calor arrecia- van componiendo esta serie de relatos, en los que todo indica que solo es posible hacerle frente a lo cotidiano, enfrascándose en lo imposible. Planificar un robo a un banco peruano después de cruzar Tacna ayudado por los fronterizos, por ejemplo (“El improbable destino de dos gringos”, pág. 87), o especular sobre islas fantasmas -¿o no?- que han servido como centro de tortura para los delincuentes y criminales más avezados. La costa entonces, -otro desierto- se aparece, ya no como sinónimo de balneario y tardes veraniegas, sino como una siniestra pesadilla, distante de cualquier ideal:
«Un amigo estuvo en la isla Podestá, lo único que me dijo fue que los pocos que pasaron por allí y sobrevivieron preferían decir que estuvieron en Pisagua o en Tejas Verdes o en Chacabuco, pero no en Podestá. Lo que pasó allí fue indecible» (“Díptico rojo/negro II”, pág. 99).
Comentario que le hace el Pájaro Artaya, un ex músico de reconocible trayectoria nacional, al ya mencionado Marlon Condori, tras conocerse en Santiago y cultivar una entrañable amistad. Este cuento -uno de los destacados junto con “Bajo monte”- encierra claves y conexiones con otros momentos del libro y da pie a pensarlo como la base de Playa Panteón. En él, no se ata ningún cabo. Más bien todo lo contrario. Abre las posibilidades con un último párrafo perfectamente logrado, sugerente e inquietante.
Playa Panteón entonces, es una resignificación de la violencia nortina. Un tajo en la frente de los blanqueadores de antaño. Nada de triunfos ni de rememoranzas sobre el oro blanco. Aquí, el desvarío y la fiebre predominan en el día a día. En los motivos que mueven a cada uno de los personajes, como sucede con la vida del tocopillano Juanito Malaparte, quien, cerrando el libro, hace de las suyas sobre las arenas negras de la playa que le da el título a la obra.
«Allí lavó al viejo en ese mar oscuro y feo. Puso especial cuidado en que el agua salada le entrara en la boca, en los ojos y en las heridas que le había hecho con la tijera. Como pudo, lo dispuso en cuatro patas y se lo metió. El viejo no chilló, con lo que a Juanito le quedó claro que no era maricón. O lo era, pero de otra forma» (“Playa Panteón (La vida de Juanito Malaparte)”, pág. 117).
Podestá, de este modo, nos presenta un libro intenso y versátil, en el que la criminalidad -muchas veces impune- que se experimenta en el inmensa pampa que es el norte chileno, es puesta en juego a favor de una propuesta siempre próxima a la literatura, al cine y al humor negro. Una producción que se recorre con el sol picando camisa y pantalones. Con los labios resecos tanto arriba, en medio del arenal precordillerano, como abajo, al nivel del mar, entre los oscuros roqueríos que contienen parte de una historia cubierta por la violencia del oleaje.