El campo de concentración donde Miriam Santelices fue torturada, vejada y violada ya no existía. En su lugar, había un peladero en medio del desierto lleno de basura y perros salvajes. Quedaban, eso sí, las marcas de las murallas de las celdas en la tierra muerta, y la de las paredes de las casas de los militares. Un mapa claro para cualquiera, bien delimitado y descriptivo. Si alguien quería redificar el lugar, era cosa de mirar la tierra.
La llegada al lugar empezó en Lima, donde Santelices acababa un tardío doctorado en historia en la Universidad Católica del Perú. Fue en la sala número 22-A de la Escuela de Postgrado de la Facultad de Ciencias Sociales donde se le ocurrió, primero como vaga idea y luego como obsesión recurrente, la idea de visitar el campo de concentración donde pensó que iba a morir, cuarenta años atrás.
Fue algo que tuvo un carácter azaroso, como lo puede ser estar en el curso seminario de investigación 3 y escuchar de improviso a un alumno que dice que su tesis será sobre simbología de la tortura en Latinoamérica. «Una verdadera mierda», pensó Miriam –rubia, blanca y con sobrepeso–, «que un huevón tan joven quiera hacer una tesis así. No sabe ni siquiera lo que es estar preso. Imbécil». Sin embargo, luego pensó que estaba convirtiéndose en una vieja amargada, y que haber tenido una juventud de mierda no le daba derecho a juzgar a los más jóvenes.
Ya en el centro limeño –cerca de las ocho de la tarde y con una ruma de textos que leer más adelante– se instaló en el bar Cordano para tomar un café con leche y comer un pastel de hojaldre. Fue ahí que decidió viajar al norte de Chile para revisitar ese sitio que tantas penas le había traído a su vida. Fue en el centro de Lima, adonde iba siempre después de clases del doctorado a despejar la cabeza y llenarse los ojos de algo que no fueran libros y pasillos universitarios, donde tomó la que consideró en ese momento la decisión más importante de su vida.
En su departamento de Miraflores arregló una pequeña maleta, encargó el gato a la vecina viuda y compró un pasaje a Santiago de Chile para la mañana siguiente. No estaba barato, pero la plata de la beca que obtuvo –previa ayuda de amigos del gobierno chileno, puesto que a su edad era imposible adjudicarse una– permitía lujos como ese. En la capital chilena vería lo del pasaje a Iquique. Estaba como lejana a toda trivialidad, todo trámite. Se sentía más allá de cosas mundanas, tales como organizar detalladamente una ruta en avión.
Medio atontada por la fría mañana limeña, le sobresaltó algo que se movía en su entrepierna. Era un perro policial que olía su cuerpo y su pequeño equipaje.
̶ No llevo nada –señaló al policía frente a ella.
̶ El perro huele algo. Cocaína, marihuana, otras cosas también. ¿Lleva algo?
̶ Cómo se le ocurre. Hago un doctorado acá.
La cara de burla del policía no pasó desapercibida para Miriam, quien finalmente pudo pasar tranquila a la sala de embarque y luego abordar el avión.
Lo del perro en el aeropuerto fue algo inquietante, a lo menos. Miriam recordó con tristeza y rabia cómo el militar a cargo del campo de concentración usaba a un mastín para penetrarla, y luego hacerlo él. Animal y soldado eran la consigna de cada miércoles por la noche. Primero el perro, amaestrado quien sabe por qué tipo de maestro, y luego el comandante Larreín, que no tenía asco en violar a la mujer luego de su mascota preferida.
Desechó el torrente de pensamientos que ese recuerdo le activaba justo en el momento en que el avión se posaba en la losa del Arturo Merino Benítez. Miriam no se tomó el trabajo de pasar a lo menos un día en Santiago. Compró un boleto a Iquique para esa misma tarde. El tiempo pasó entre locales de ropa, caminatas sin rumbo por el aeropuerto y unos cuantos cafés y dulces, que tendían a calmarla en los estados de ansiedad. Una hora antes del embarque descansó en uno de las corridas de asientos y dejó su bolso a un lado, descuidadamente. Un hombre de lentes oscuros y ropa casual se acercó y preguntó si el bolso era suyo.
–Claro. ¿Por qué?
–Lo quisiéramos revisar.
–¿Por qué?
–Protocolo.
–¿Cree que traigo algo?
–¿Trae algo?
–Por supuesto que no.
–Acompáñeme.
–Pero no entiendo nada.
–No se preocupe señora, es solo rutina.
La palabra rutina resonó en los oídos de Miriam con una fuerza estruendosa. La rutina de los miércoles. El comandante y el perro.
La revisión del bolso fue breve y exhaustiva, sin embargo y a pesar de las disculpas («hubo un aviso de bomba»), Miriam quedó enojada y frustrada. En Lima y en Santiago había tenido problemas. «Viaje de mierda», dijo en voz alta entrando por la manga, y provocando la inevitable mirada de varios pasajeros, entre ellos el que sería su compañero de viaje: un militar viejo y estirado.
Sentados uno al lado del otro, Miriam se dijo a sí misma: «Un soldado, quizá facho recalcitrante, y una vieja de izquierda. Uno es presente y la otra pura melancolía y rabia».
Durante el viaje las miradas del militar y Miriam se cruzaron, y ella creyó reconocer un viejo destello, una conexión antigua y levemente desconocida. El leve pánico que se había desatado en el corazón de la mujer, disminuyó hasta desaparecer sobre el oscuro cielo de la ciudad del Cerro Santa Lucía, Huelén para los mapuches.
Con los pies en el aeropuerto de Iquique, Miriam no demoró en tomar un taxi rumbo a la casa de Silvia, amiga de los años combativos. Silvia tenía preparado un almuerzo alto en grasas y vino tinto.
–Cuando me llamaste de Perú, no imaginé que se te hubiera ocurrido venir a visitar la cárcel.
–En realidad, fue una decisión que tomé de repente.
–Salud.
–Salud.
–¿Qué tal Lima?
–Bien. Me acostumbré. Tú sabes que yo había ido. ¿Te acuerdas de Armando? Estuve viviendo con él un tiempo, pero ahora estoy sola. La plata de la beca es harto buena, y permite darme algunos lujos.
̶ Es increíble que te hayas ganado la beca.
̶ ¿Lo dices por la edad?
̶ Entre otras cosas.
–Los amigos del partido ayudaron harto. Alguna vez que echen una mano. Además, los que estuvimos presos tenemos prioridad en esa beca. Debiste haber aprovechado.
̶ Ya no. Estoy tranquila acá.
̶ ¿Qué fue del «Perro» Larreín?
̶ La «Coja» Lucía dijo que supo que murió en Tocopilla, en silla de ruedas y acompañado por un montón de perros inmundos. Lleno de mierda y pichí. Babeando.
̶ De qué otra forma podría haber sido.
Brindaron por la muerte del militar.
Por la conversación se pasearon amigas, amigos, amantes, militares, violadores, perros, traumas familiares, y una larga lista de sustantivos, verbos y nombres propios. Lloraron. Rieron mucho más y creyeron ser felices por un segundo. Nunca podrían cambiar sus vidas, y sabían que el sufrimiento del que habían sido objeto fue en vano. Sus ojos enrojecidos confirmaron mutuamente esa certeza.
Silvia rechazó acompañar a Miriam al excampo de concentración. Se despidieron efusivamente en el terminal de buses. El lugar estaba a dos horas de la ciudad, encimado a una costa pedregosa y monumental. Miriam bajó del bus, junto a otros visitantes. Se dirigió a lo que quedaba del sitio. Siguió ordenadamente las marcas de las viejas murallas, como quien recorre las líneas de un mapa conocido y desconocido al mismo tiempo. Lo hizo una y otra vez, hasta que se halló lejos. No dio con el lugar donde la violaban, a pesar de las marcas en el piso. Los años y el irrefrenable tiempo mueven las cosas a su antojo. Otro mundo se esconde en el paso de un día a otro.
Bajo el terreno, el mar se agitaba violentamente. Cormoranes y patos yecos se estrellaban contra la marea para pelear por los peces. El viento soplaba lentamente sobre la tierra que pisaba Miriam. Ella hacía señas con los pies, removía restos de madera o concreto, y modificaba el mapa del antiguo lugar. Pensó que nada ya estaría en su lugar, como tampoco nada quedaría de ese tiempo. Imaginó otros vientos, otro aire marino, uno que llevaba allá, muy lejos, a ese páramo de la juventud donde cualquier acto hubiera cambiado su destino para siempre. Echó la cabeza hacia atrás y pensó en un cielo infinito estallando en azules y tonos blancos. Y una brisa estallando violentamente en su cara.
Habitantes del lugar se paseaban a lo lejos a través de cerros y explanadas, mirando el paisaje como si aún no atinaran a reconocerlo. Miriam tampoco sabía descifrarlo, aunque lejanos signos le parecían cercanos, reverberando en su conciencia como una cara ora conocida, ora extraña. Caminaba como perdida. Como un trapo seco movido por el viento.
El grupo de roqueros y adictos a la pasta base que tenían una pequeña fiesta en medio de un basural, saludó a la mujer con burlesca solemnidad. Uno de ellos se paró con una pipa hechiza y se dirigió a Miriam. Le ofreció el artefacto a la mujer. Ella, autómata de sí misma, separada de su conciencia, aceptó y fumó. La invadió un furor que rápidamente se apagó. Fumó más. Luego, y ya entre los jóvenes y sus perros llenos de infecciones, tomó del vino de ellos, y fue presa de una incontrolable felicidad, de un bienestar antiguo, de antes de la fisura que demediaba su vida. Fumó y bebió, y ya en la noche besó al más viejo de los hombres. Tuvieron sexo delante de todos. Y con todos folló. Después, se encontró abrazada a los perros pútridos, a los que apretó con verdadero cariño. Y así la encontró la mañana: durmiendo con perros, semidesnuda, junto a los sujetos inconcientes, satisfechos.
Las moscas se posaban sobre los inmensos restos de basura, y sol se ensañaba con la tierra, las piedras y las rocas de la playa, golpeadas estas por unas olas inclementes, que desde un tiempo lejano no cejaban en su intento por derrotar y subyugar a esas sólidas masas de colores indescifrables.
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Por Juan José Podestá
Publicado en Casa de las Américas, N°300, septiembre 2020