¿QUÉ? ¿LEER?
José Kozer
Tercer certamen del Festival de la Lira de Cuenca, Ecuador
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El sujeto de esas preguntas soy yo. Un sujeto que contiene una vida que lee. ¿Desde cuándo? Desde adolescente. ¿Hasta cuándo? Es mi voluntad leer hasta el último día. ¿Qué? Todo aquello que se ha dado en llamar gran literatura, de Hita a Beckett, por ejemplo. Y todo aquello de entre lo nuevo que se intuye importante. Término relativo éste de la intuición, pero ni modo. ¿Cómo leo? Por regla general tumbado en una cama. Así leyeron, entre otros, Proust, D’Annunzio y Valle-Inclán.
¿Por qué leer, invertir una vida leyendo? Leer es un bien social. Por ejemplo, los lectores no tienen tiempo para asesinar. El no lector, ¿es un asesino? Rara vez. Intuyo sin embargo una estadística: hay más criminales, más homicidas entre no lectores que entre lectores. ¿Por qué? La lectura es una obsesión totalizadora; no soy capaz de imaginar a un lector verdadero que no sea obsesivo. Incluso cuando Schopenhauer recomienda no leer aduciendo que la lectura coarta el pensamiento original y la actividad creadora, puesto que la lectura es una forma de pereza, veo en su irónica observación toda una lectura: pasarse una vida evitando leer es leer de otra manera, leer interioridad todo el tiempo: leer el alma, espejo de un libro propio que se intenta descifrar. Así, lectura del yo evitando al otro desde una premisa falsa: la de que el otro autor impedirá en nosotros al autor original.
Vivimos en un tiempo y en un espacio definitivos, su frontera es tajante: se llama la Muerte. Un lector, por definición obsesivo, está atenido a ese límite: no tiene tiempo sino para leer. Su tiempo, su imaginación del mundo, no están abocados al crimen (Villon, Genet, no son asesinos sino rateros). El no lector se aburre, todo lo que le entretiene en el fondo lo aburre: en algún momento, reconozco que no es la norma pero ocurre más que entre los lectores, el aburrimiento lo lleva al crimen: no a la tesis del crimen como arte (De Quincey) sino al hecho del crimen. Real violación del Mandamiento.
Leer es una dicha. Aquél que lee vive inmerso, carece de la enajenante noción del tiempo devastador: vive entregado. Monje o monja de la modernidad. Leer es existir en vulnerabilidad y riesgo continuos: un padecer dichoso, una fruición reparadora. Lleno mayor. El júbilo de la entrega; una fe civil. Aquél que lee canturrea entrelíneas, se exalta, se remansa: vive. El cuerpo en la calle es una intensidad pero el cuerpo inmerso en el libro es también una intensidad: no más, no menos. Otro aspecto del privilegio de haber nacido.
¿Cómo leer? No sólo echado en la cama, escarranchado en una butaca o ante monástica mesa, sino volviéndose texto el lector. Ser éste el texto que lee. El tajo, la separación texto lector desaparece: he ahí la fuente primaria del júbilo. Walter Benjamin en Infancia en Berlín hacia 1900 nos habla de un pintor chino que mostró a sus amigos su cuadro más reciente: un parque, una senda estrecha cerca del agua que corría a través de una mancha de árboles que llevaba a la pequeña puerta de una casa al fondo de la arboleda. Cuando los amigos se volvieron para felicitar al pintor, éste había desaparecido. Al volverse hacia el cuadro vieron que el pintor iba caminando por la estrecha senda que llevaba a la puerta de la casa: se detuvo, se dio la vuelta, sonrió a sus amigos y desapareció por la puerta entreabierta.
Así se ha de leer: inmiscuido. O dicho a la Rimbaud: YO ES LIBRO.
Empecé a leer con diez años de edad. Robinson Crusoe fue mi primer libro, lo leí de cabo a rabo y quizás por no tener otro libro a mano, lo volví a leer una segunda vez en su totalidad. Este inicio, en verdad iniciático, fue un detonante: me llevó a leer sin cesar: leí de inmediato Los cazadores de ballenas, a Verne, Salgari, Edmundo de Amicis (cómo lloré). Y luego El contrato social (no entendí ni jota) seguido del Moisés de Martin Buber (que releí a los cincuenta años de edad con cierta comprensión).
Sesenta años leyendo, no como académico ni erudito, no como memoria que recoge y recuenta lo leído (citando, reconfigurando al pie de la letra tramas y episodios, recordando a los personajes) sino como vasija porosa, receptáculo de materiales y de aguas que se ingieren, se digieren y quedan disueltos en el sistema interior, profundamente integrados: disueltos los materiales de la lectura queda más espesado el organismo: mi sangre está compuesta de letras. Glóbulos alfabéticos. Así, mi sistema circulatorio contiene disueltas conmociones de libros, mis pulmones se cargan y descargan al ritmo de los párrafos, los versículos, los versos que a diario ingiero. Soy, pues, libro. Un libro desordenado, ya que leo a mansalva y lo que me da la gana. Un libro que posee su propia lógica interna, compuesto de numerosas lecturas, quizás de todos y cada uno de los libros leídos durante una vida.
Celebro sesenta años como lector. Siento una ligera desazón, el misterio de una nostalgia que se aproxima: por un lado, la pena de no haber leído más, con mayor rigor, con más integridad; por otro lado, la conciencia de que morir es dejar de leer. Dice Paracelso que “no es el ojo el que hace ver al hombre, sino que el hombre hace que el ojo vea.” Un lector sistemático, consecuente, hace que el ojo vea, de entre las verdades del mundo, la verdad amorosa del placer de un buen libro, el recogimiento espiritual que conforma toda lectura profunda.
Leer es acceder al palimpsesto de toda una civilización, acceder al palimpsesto de una vida.
Es posible que pronto deje de escribir poemas, todo un alivio para mis pocos lectores, posibles críticos futuros y quizás para mí mismo: intuyo que a medida que deje de escribir leeré más. Mi voracidad me llevará a consumir mayores dosis de letra impresa, puede que me convierta en una lepisma que devora con exclusividad papel impreso. De ser así, habré alcanzado el Paraíso convirtiéndome en sucesión interminable de textos.