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José Kozer. Lindes: Antología poética.
Santiago de Chile: LOM, 2014. 308 pp.

Por Samuel Espíndola Hernández
Universidad de Chile
samuel.espindola@ug.uchile.cl


Publicado en REVISTA CHILENA de Literatura Abril 2015, N° 89



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La publicación en Chile de esta antología del poeta cubano José Kozer (La Habana, 1940) viene a reafirmar el reconocimiento que recibiera el año anterior, también en nuestro país, mediante la obtención del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. La selección y el prólogo los ha realizado Pablo de Cuba Soria, quien advierte desde el primer momento la dificultad de escoger poemas dentro de un corpus que abarca más de cincuenta títulos. El antologador estableció un criterio temático para agrupar los poemas en cuatro secciones: Cuba, Lenguaje, Oriente y Senectud. Dichas secciones son, evidentemente, concomitantes entre sí y puede darse que un poema corresponda a dos o más secciones. Pero esto, que podría parecer obvio para cualquier antología, es especialmente importante en este caso, puesto que Kozer, al reconocer sus temas y problemáticas recurrentes, las escribe y reescribe constantemente, agregando entre los poemas seleccionados y reordenados por el antologador, otros varios inéditos que vienen a borronear los límites de una cronología y de un discurso. Pareciera que Kozer en sus sucesivas antologías va escribiendo un mismo libro, en constante mutación, de empeño y riesgos similares a los de Whitman.

Este gesto de replantearse es, acaso, el que inspira el título de la antología: lindes, según la etimología, es la versión popular de límite (limes, -itis), es decir, camino de tierra que separa dos campos, o simplemente, frontera, umbral. La ansiedad de Kozer por hacer poemas (diariamente, según afirma), de rebuscar un lenguaje y nuevas imágenes, de mover sus referentes culturales de Parra a Vallejo, de Pound a Li Po, es la búsqueda de toda poesía viva, deviniente y que tiene como correlato estético el sentimiento de lo sublime: para Jean-Luc Nancy la imaginación experimenta lo sub-lime en el instante en que el límite es tocado, en su impulso, en su tensión, en el síncope. Uno de los poemas inéditos, titulado “Actividad del Azogue”, declara este impulso y lo vincula a la tensión que implica tocar el límite, similar a la de sístole y diástole, o de su suspensión, el síncope: “¿Yo? La capacidad/ de bogar, contracción,/ distensión, está en mí:/ permanecer horas inmóvil/ constituye un esfuerzo casi/ sobrehumano”. Se percibe cómo la oración se quiebra y el predicado (‘está en mí’) puede atribuirse a dos enunciados distintos, mediante los correspondientes hipérbatos; pero no solo eso: desde el título (ser un azogue implica, coloquialmente, ser muy inquieto) el constante bogar, ir y venir, lo que a propósito de lo sublime Kant llamaba progressus y regressus, está reactualizando tanto el “yo persigo una forma” de Darío, como también la huida, en cuanto motivo barroco (piénsese en Galatea huyendo) tan recurrente en Lezama, en poemas como “Ah, que tú escapes”, “La llamada del deseoso” o “Recuerdo de lo semejante”, poema este último donde al sujeto deseante se le llama “poseso”, por ser quien “recibe aquella sobreabundancia oscura e indual”. El poema de Kozer se ubica entre lo múltiple y lo singular, lo inabarcable y lo tangible, entre la sed y el desborde, el cansancio y el entusiasmo: “Deltas, inanición,/ sed de agua me alzo/ apoyando en los codos/ (esfuerzo sobrehumano)/ el brazo extiendo rumbo/ (agua, agua) al velador,/ toco, retrocedo, del vaso/ la reverberación”.

La inquietud está dada, además, por la situación biográfica que ubica la obra de Kozer dentro de lo que Deleuze y Guattari llaman “literatura menor”, término acuñado en torno a la figura de Kafka y que implica ejercer la escritura a pesar de tres imposibilidades: escribir en la lengua materna, no escribir en la lengua oficial y la prohibición misma de acceder a la escritura. Estas tres imposibilidades determinan la desterritorialización de la voz y la obligada politización y colectivización de la escritura. Así como Kafka es el judío de Praga que debe escribir en alemán, Kozer (el “esposo judío”, lo llama Tamara Kamenszain) escribe en español, después de haberlo olvidado y lo hace mientras vive en Estados Unidos. Dicha situación es, encima, continuación de la diáspora, que en este caso particular llevó a sus padres (polaco y checa, respectivamente) hasta La Habana, para tras el triunfo de la Revolución cubana llevarlos a un nuevo exilio. De esta situación dan cuenta, sobre todo –aunque no exclusivamente–, los poemas de la primera sección. En el primer poema del libro, el peso espectral de los antepasados pesa sobre el poeta, que se desdobla en ellos: “soy un rabino que un Zar enorme hace danzar/ ante los bastiones de la muerte,/ soy el abuelo Leizer que bailó ceñido/ ceremoniosamente al/ talle de la abuela Sara,/ yo soy una doncella que llega toda lúbrica a/ dilatar las fronteras de/ esta danza (…) y son mis pies como un bramido grande de/ cuatro generaciones de/ muertos”. La voz desterritorializada del poeta tiene el mandato de vencer el olvido que sufre la madre: “En mayo, qué ave era/ la que amó mamá: o habló de las mimosas./ Dice que no recuerda el nombre de los ríos que/ circunscribían su/ pueblo natal”. Es evidente que la madre es la imagen del origen, en cuanto proto-salto (Heidegger), fundación y devenir tanto del lenguaje perdido y reencontrado como del vivir y pertenecer a un lugar: el “esmerado castellano” del exiliado da lugar a una gramática propia, de allí el título del poema “Gramática de Mamá” que tiene su correspondiente paterno, donde la confusión y la densa filigrana que afronta el que habla una lengua ajena se vuelven motivos y elementos centrales de una poética: “Había que ver a este emigrante balbucir verbos de/ yiddish a español,/ había que verlo entre esquelas y planas y bolcheviques/ historias naufragar/ frente a sus hijos”, “se desplomaba contundente entre los andrajos de/ sus dislocadas/ conjugaciones,/ decía va por voy, ponga por pongo, se zumbaba las/ preposiciones”. Inclusive, la sobreabundancia del frangollo que podríamos identificar en ciertos poemas de Kozer tiene origen aquí, en el balbuceo del padre: “el emigrante se enredaba con los verbos,/ descargaba furibunda acumulación de escollos en/ la penuria de los/ trabalenguas”; el español se hace múltiple en la progenie del judío: “sus hijos se marchaban hilvanando castellanos,/ ligerísimo sus hijos redactando una sintaxis purísima”. Este poema da cuenta de una paradoja central para el barroco, ya que la lengua de Kozer deambula entre el coloquialismo, el cubanismo y el arcaísmo (rasgo americano muchas veces, por cierto), y pasa de una dicción solemne a una escatológica, cambia de un registro claro (en los poemas de la tercera sección se evidencia la relación con la poesía china y japonesa) a uno enrevesado, es decir, carece de estilo o, como afirma Echavarren en su prólogo a Medusario, es una mezcla de estilos que no se resuelve nunca.

En varios poemas, Kozer se cita a sí mismo y se burla de su ansia de lenguaje; su perdición: la literatura, el vocabulario, el diccionario y las metáforas. El poema Babel reincide, aparentemente, sobre lo expuesto arriba: “Mi idioma/ natural y materno/ es el enrevesado,/ le sigue el castellano muy de cerca, luego/ un ciempiés (el inglés)/ y luego, ya veremos”; sin embargo, el final agrega la nota irónica, la consciencia de la que sobreabundancia se agota y se vacía, aquel ejercicio artificioso del lenguaje es puro simulacro (“escribo simulacro” dice en otro poema) y pura apariencia: “a estribor han dejado/ estela ubérrima, Poesía, un túmulo vacío,/ un catafalco deshabitado (pueril) (pueril)/ y de regreso, cortejo fúnebre del lenguaje, su cero utópico multiplicando indócil/ la extremaunción (mil y una noches, con/ sus días) de mis poemas en extinción”. En “Naturaleza muerta de Franz Kafka” se da un retrato del sujeto descentrado y su imaginación y voz desterritorializadas, pero también del sino trágico y absurdo de hombres contemplativos, obsesivos y oscuros: “Porque era un hombre abundante y detestable/ quiso creerse oscuro como/ si fuera un habitante de la/ ciudad de Viena condenado/ a inspeccionar el mundo/ desde los ventanales que/ Stalin concibió en el/ Kremlin”; más que hablar de Kafka parece hacerlo de sí mismo. La imagen del sobreabundante vuelve a aparecer y se hace explícito su carácter paradojal: “Vasto en exceso, conoció momentáneamente las/ desdichas de la ambigüedad”. Finalmente, en la universalización del retrato, se hace legítima la exigencia hecha por Deleuze y Guattari de que no solo el miembro de una minoría debe desterritorializar su voz, sino que el desafío es hacerlo todos, como gesto rebelde que deja su huella en la escritura: “Lo empezaron a buscar por Praga o en la incesante/ garúa de Lima/ pero solo desenterraban el veredicto que dejó en/ la bibliotecas./ Nadie entre tantísimos documentos lo quiso consolar”.

Cuestión insoslayable en estos poemas es el uso de paréntesis: en ciertos poemas el ansia de lenguaje pone entre paréntesis palabras prescindibles, desechables, una excrecencia de epítetos y verbos que el escritor deja allí casi siempre con consciencia de su posible derogación y tachadura. En “Testimonio del Sastre”, los paréntesis repiten o espejean el contenido que los circunda: “todos los pájaros, grulla/ (trillan) en la comarca (está)/ sobre una silla sin barnizar/ (no es trono) (no es corcel/ no es aljaba su triunfo) por/ una brecha beso la yema de/ sus dedos (rozo) el lienzo/ de estopa que lo ciñe”; aquí se acentúa la vocación rítmica y la musicalidad del poema. En la inquietud del azogue (deseoso, poseso), el escritor no borra el borrador de su poema, nos expone dos versiones, lo que a veces puede resultar farragoso, pero exhibe grandes aciertos verbales, donde la sobreabundancia comunica y el paréntesis ayuda a ofrecer dos versiones de la frase dislocada, donde los predicados se desplazan constantemente, en constantes hipérbatos y anacolutos, figura esta última sobre la cual Kozer ha cifrado el mecanismo neobarroco de cierta poesía actual. En el mismo poema se acerca el signo del ojo y el del libro en el gesto de cerrarse y recibir un corte: “(labraduras de Dios, que/ es señal) por su ojo nacimos/ (nacimos) por la hendidura/ bajo el párpado (cerrado)/ (una incisión) su ojo./ El libro (imposible de subrayar) se ha cerrado”. Al respecto, Kamenszain recuerda una alusión de Lacan a la lectura del Talmud como corte, como escisión del ser con respecto al otro y al idioma; por otro lado, y con otro sentido, Perlongher afirmaba que la escritura de Sarduy y Osvaldo Lamborghini era, respectivamente, tatuaje o tajo y hendidura.

Es evidente que, aunque Kozer afirme ser incapaz de leer a Derrida, lo que hay en estas palabras encerradas es la noción de suplemento: no están ni afuera ni adentro del poema, son parasitarias, ni faltan ni sobran, están, diferidas, junto y en contra de, finalmente, una lectura unívoca, horizontal, autoritaria. Cuando las palabras entre paréntesis definitivamente no podrían borrarse, porque están puestas en pausa, en esa síncopa o aturdimiento sublime que implica estar en el límite y bajo el límite, el poema alcanza su mayor profundidad y fuerza; uno de los poemas titulado “Ánima” (son varios, muchos inéditos, los que con ese título pueblan la antología, como heterogéneos soplos o hálitos entre poemas viejos) señala nuevamente el lugar problemático del origen: “máxima altura de una/ persiana que por seguro/ habrá instaurado mi madre,/ aparece el comienzo de un/ viaje de aquí (mosca) a/ ahí (mosca) plana figura/ o figura del espacio/ (¿Cuba?) (¿raudalmatrio?)/ la interrupción”.

Uno de los aspectos más relevantes de esta antología, a pesar de lo sucinta, es entregar ciertos destellos, más allá del plano temático (Cuba, el Zen, los homenajes a amigos como Eduardo Espina, o a autores admirados como Tu Fu y Oppen), que van a mostrar la veta más reflexiva de Kozer, allí donde ese paréntesis o interrupción constituye, en palabras de Sergio Rojas, el “estallido monadológico” del tiempo y la lectura lineal, recurriendo sin ironías vulgares al tema de la muerte, la borradura, la tachadura, el devenir carroña y ceniza, cuya tradición poética en español ha de vincularse con Góngora y Quevedo. Así, el arduo comentarista y poeta ensaya su epitafio en otra “Ánima”que anuncia: “Está ahí en la sustitución, piel a piel del borrón:/ la tachadura posee la/ forma taciturna de la/ lagartija en sí misma retenida y de repente/ latigazo./ Me tachan y musitan debajo de las piedras”. La escritura se vuelca en sí misma, sin solipsismo, y es el mismo azogue quien inscribe con caracteres castellanos, las letras de su “Tumba”: “abriendo sus filosas/ cuñas (en firme) a/ lo largo de la piel/ recién fallecida/ detrás del/ estupefacto/ azogue de/ los/ espejismos”.



 

 

 

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