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José Kozer
El esposo judío (*)
Por Tamara Kamenszain
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Hasta el registro burocrático de nacimientos, muertes o casamientos puede constar en los papeles de un poema. Porque hay sujetos cuya legalidad ciudadana toma palabras propias. Son los poetas que se hacen cargo de su identidad en forma literaria. Para ellos, escribano y escribiente es una misma cosa. Mientras transforman cualquier documento a firmar en un escrito propio, usan, en una operación paradójica, su firma para convertir la propia obra en gestión ajena. ¿Cómo lo hacen? Escribiendo esa firma antes del final, como si se tratara de un fragmento más del texto que están escribiendo. Jacques Derrida[1] llama a esta operación literaria signature de la signature diferenciándola de la signatura general o firma propiamente dicha, donde el que escribe su nombre lo hace en un verdadero acto de apropiación, como autentificando que se trata de él y no de otro. En cambio, la “firma de la firma” desaloja del primer plano al firmante para permitir que en su lugar aparezca la escritura. Una escritura que, según Derrida, se firma a sí misma como acto y en esa operación afirma y borra al mismo tiempo al sujeto que escribe.
Dentro de un libro firmado José Kozer y titulado, como señalando a alguien, Este judío de números y letras, un verso dice: “Reprobable José, Kozer soberbio”, En esta duplicación de firma todo es engañoso: mientras se certifica que el que firmó el libro es el mismo que se exhibe tapas adentro, se está señalando a otro. A un personaje con números y letras propios (con “redacción propia”, como las buenas secretarias) que desmiente todo parentesco. Se trata entonces de una duplicación que parte al medio cualquier pretensión de identidad. Separados por una coma, José y Kozer, nombre y apellido, se dejan adjetivar en distintas direcciones. Son palabras que pasan a trabajar como materiales de un poema (cuentan incluso como sílabas para armar el endecasílabo). Esta usurpación que hace Kozer de su propia autoría (se plagia a sí mismo el nombre) es lo que le permite incluso casarse, hacer testamentos o labrar actas de defunción en el territorio acotado del libro. Escribiente convertido en escribano, el poeta vuelve público lo privado haciendo del poema una entidad que se legaliza mucho más que los avatares de la vida del autor. Escribe en “Acta matrimonial”:
Tomo por esposa, alianza unidos en matrimonio,
Guadalupe Barrenechea Vega,
Hasta que la muerte venga desde afuera.
Y en rico ritmo sacrosanto.
Yo (¿el reprobable por soberbio? ¿el que se erige en juez y parte?) tomo por esposa un nombre. No tomo a Guadalupe sino que tomo Guadalupe (y esto sin duda no puede ser leído como un lapsus gramatical). Aquí el objeto indirecto deviene directo: Guadalupe se sitúa en presente ofrendando su nombre propio para ese diccionario-Kozer que la define esposa. Una vez adentro, no hay manera de separar lo inseparable. La incesante actividad que liga y religa trabaja sustituyendo vida por palabras. Sólo la muerte, único límite que desde afuera se le impone al diccionario –que no puede extenderse más que de la a a la z– vuelve indirecta la nominación logrando que la vida se escape de los nombres. Porque, cuando se trata de la muerte, todo queda afuera. Así, la religión deviene superstición y las palabras mueren en su propia acta. “Acta de defunción” que, sin embargo, puede quedar escrita en vida a condición de afirmar y confirmar que el trámite burocrático dentro del poema es un “como sí”:
con cuánta resolución vine a afirmar y confirmar,
a día tanto y mes más cuánto
y en un año cualquiera supersticiosamente
entre la bruma lamentando la miniatura de estos versos
aquí contra la hazaña de la muerte.
Aunque escribano y escribiente testimonien juntos, aquí ya se hace imposible dar una fecha cierta. El futuro no puede figurar en ningún documento que se precie de veraz y esto es aprovechado por el poeta para escribir la defunción al límite del testamento. “Hija / con este bono del gobierno / payable on death / te dejo algo, y no te quejes”, dice en un poema que, bajo el título “Testamento” queda autenticado al presente. No se puede pretender que, a futuro, el poema oficie como testimonio de alguien que ya testó. Esto lo convertiría en un producto realista que, para admitir quejas, debería ser firmado y autenticado por un autor. Pero como aquí el que firma borra con la manga lo que escribe con el codo (para él José y Kozer se separan por una coma) el poema sólo puede mostrar que vale hasta la fecha. En inglés, idioma que no hace más que dar cuenta de la actualidad del lugar de emisión, el bono payable on death hace del legado paterno un “que Dios te lo pague” para una niña cuyo presente también es un nombre (“Presentación de la niña Mía Kozer en la mirada de su padre” se titula otro poema que bien podría ser considerado como un acta de nacimiento)
Aparte
ojo con editores
que los versos de tu padre
son el dinero de un buhonero sanguinario.
agrega, como si no se hubiera entendido, el que le enseña a una hija mujer que la letra y el oro se fusionan dando como resultado números. Desde la tapa de un libro, este judío lanza título y firma al azar de las combinatorias.
Guadalupe Barrenechea y su esposo José Kozer
Este judío
Toda la obra de Kozer ya nace adentro del Libro. “Este es el libro de los Salmos que hicieron danzar a mi madre / este es el libro de las horas que me dio mi madre”, señala en presente quien parece moverse cómodamente dentro de un útero foliado. Se trata de un sujeto que enuncia, sin conflictos, su pertenencia a un grupo, su inscripción en una genealogía. Gerard Haddad describe esta identificación con las escrituras sagradas en términos de ingesta:
“Comiendo” el Libro de su grupo de origen, cada sujeto sufre una prolongada metamorfosis […] recibe su aptitud futura para engendrar, para convertirse a su turno en hombre y padre en ese grupo […]. La fórmula pueblo del Libro designa en rigor a cada pueblo, hijo de un Libro dado. La singularidad de Israel es la de enunciar claramente este universal.[2]
Si Kozer, efectivamente, ya se comió el Libro (“Tengo hambre y abro un libro”) se podría decir que él se sienta a escribir el suyo sobre las páginas de otro ya digerido. Así se entiende mejor esa soberbia que permite establecer contratos legales dentro de un espacio de ficción y también se entiende el hambre insaciable que lleva al poeta a escribir sin descanso y cotidianamente, como si comiera. El crítico Jacobo Sefamí describe perplejo los avatares de esta proliferación fechada:
Desde los años setenta, va sumando sus poemas (éditos e inéditos) en carpetas de 60 textos cada una. La primera lleva por título A, la segunda B, la tercera C, y así sucesivamente. Al llegar a la Z, Kozer siguió otra vez con la secuela de las letras, duplicándolas. AA, BB, CC, etcétera. El 21 de abril, 1996, comenzó con la serie AAA; el último texto que tengo (en las cajas que recibí) es el número 53 (16/nov./96) correspondiente a esta serie. Me imagino que hoy que escribo esta nota, ya el poeta está terminando la carpeta AAA, o comenzando la BBB.[3]
De la A a la Z, entonces, se hace lugar el libro que Kozer expande en forma incesante adentro de otro libro, el sagrado, el del grupo de pertenencia. Kozer no está solo en ese operativo y eso es lo que le permite ejercer su paternidad con creces. De la A a la Z, y de ahí a la AA, él elabora su poesía-diccionario aportando entradas al otro, al gran Diccionario.
El diccionario sustituye, para el hombre de la era científica, para el sujeto de la ciencia cuyo ligamen a las religiones reveladas está deshecho, al Libro, a la Torá de un judío piadoso, por ejemplo. Este hombre sólo espera revelaciones, referencias de un buen diccionario.[4]
Esta premisa puede funcionar para Kozer, quien necesita recurrir al diccionario para comerlo (vaciarlo, hacerlo desaparecer) y sobre ese blanco de nominación, como sobre un sueño, encontrar la revelación para su propio grupo de palabras:
Me voy a comprar un juego de diccionarios y voy a saber todo de la a a la z.
[…]
En blanco, enjalbegado, inmisericorde de lo vaciado,
cerraré (lagarto lagarto) el juego de los diccionarios
dormiré terso sueño de estepa nevada, inscribiré en
la superficie insondable de la blancura al azar
¿alazar es palabra? (¿árabe?)
Es que el libro, en el desgaste de los exilios, fue sometido a una cadena de sustituciones. Mientras este judío legaliza números y letras en los tribunales de la Real Academia, hay un padre que ya venía sustituyendo la Torá de los abuelos (“abuelo lee la biblia agarrado a la sucesión de acontecimientos”) por un “vocabulario rojo”: “Había que ver a este inmigrante balbucir verbos de ídisch a español / había que verlo entre esquelas y planas y bolcheviques historias”, se lee en el poema “Gramática de papá”. Así como, para el pueblo judío, el exilio marca el comienzo de la plegaria –antes de la destrucción del templo la relación con Dios se tramitaba a través de los sacrificios– el libro de los salmos de la familia Kozer es el diccionario que permite traducir en forma más o menos lineal una sucesión de acontecimientos discontinuos que se precipitan de Polonia a Cuba y de ahí a Nueva York. Hasta el apellido viaja adquiriendo significados nuevos. Mientras en el hebreo devenido ídisch del pueblo polaco, kasher[5] se pronuncio kosher, el empleado del registro civil cubano disloca su español escribiendo lo que para él suena a “coser”, con k y z. Así, a lo largo y a lo ancho de los países, el hilo conductor de los acontecimientos familiares cose (escribe) diferencias simbólicas para un apellido que quiere permanecer idéntico. Una escritura incipiente que las reglas de la kashbrut ya anticipan:
No sólo la mezcla leche-carne hace emerger al significante –al materializarlo en el alimento le da estatuto de escritura– sino que, además, instituye una vectorización del tiempo y, por ese lado, un embrión de gramática. Ya no son palabras las que comemos, ahora son frases.[6]
Y José se come entera la gramática Kosher de los Kozer. Una gramática que, por ley, reposa en el apellido paterno. “Finalmente no soy nadie, hijo, del sastre”, dice quien, para definir su particular identidad, se vuelve a partir al medio al filo de una coma. “Reprobable José, Kozer soberbio” había dicho antes. “Hijo del sastre”, dice ahora. En ninguno de los dos casos la coma está donde debe estar. Un forzamiento paria de las sintaxis abre las costuras. El hijo, para saber de sí mismo, se ve obligado a traducir. Y, de idioma a idioma, el oficio paterno se entiende como la única garantía de sobrevivencia:
cómo, de dónde saco las palabras
el sonido de mota de las palabras
el filamento mamá de las palabras
para decir (ahora) este sastre está
en el fondo húmedo de la trastienda
de una calle que podemos llamar
Villegas (Delancey) calle de
Gorójovaia (está) en los lepidópteros
fondos los húmedos fondos de la carne.
Aquí y allá, en ese Villegas que el paréntesis traduce Delancey o en Gorójovaia, un lugar que está, pero metido adentro de otro paréntesis, siempre el padre es sastre. Y la madre trabaja haciendo entender al hijo el significado del oficio paterno (“el filamento mamá de las palabras”). Un oficio que, restituido entre comas y paréntesis, es la biblia que la familia Kozer sostiene a través de los exilios. Pero el hijo, para crecer, necesita diferir de la especie y anota en su diccionario: “Este, es otro (de profesión, la misma): se llama sastre”. Mientras el padre le cosa la ropa –“a mí me vistió (países) vistió”– la madre lo remienda, lo reconstruye:
Índice doble de mi madre que borda
remienda el aire de bolsillos blancos
(desgajados) mi figura invernal ella
la reconstruye (coloca) un monograma
de almizcle viejo (dos) letras
en el bolsillo.
Así entre ambos progenitores fabrican el ropaje de una identidad. El padre aporta el bolsillo, la madre agrega el monograma y el hijo descifra letras con el fin de reconocerse. Pero sólo sabrá quién es cuando pueda diferir. Tendrá que hacer crecer, desde los fondos húmedos del oficio paterno, una habilidad propia (“profesión”). “Mi padre es otro vástago / suyo que ocupará la profesión / de sastre (abejorro) cotidiano / urdió (y) urdió telas completas”. La diferencia se va a dirimir en la promiscuidad horizontal de una misma tela. Sobre la mesa, allí donde la familia cose, come, lee o escribe, se desenrollará toda la obra de quien, en el testamento que le deja a su hija, se reconoce poeta.
Bajo la mesa
El libro ha de quedar abierto permanentemente sobre
la mesa de trabajo.
Los versos en la poesía de Kozer siempre dibujan una mesa. Debajo del primero, que despliega el límite de la horizontal, se acomoda el pie de apoyo de los otros. Como recordándole al judío la presencia ineludible de un límite, este primer verso es a la vez libro abierto o techo que, a ras de la cabeza, impide al ego crecer más allá de sus límites. Para que ni José ni Kozer se vean tentados por la soberbia de creerse un solo autor, otro libro quedará abierto para siempre sobre la mesa de trabajo.[7] Y habrá que escribir debajo de ese libro, como elaborando notas al pie de una mesa servida. Así, agachada, encorvada, la propia vocación podrá devenir oficio bajo las telas del padre, quien a su vez las extendió bajo la biblia del abuelo. Porque es justamente desde el oficio de la paternidad desde donde se le confecciona al hijo un límite. En este caso el sastre va a coser un gorrito redondo:
La mano (todos) a la cabeza (en) la coronilla la forma redonda
de los solideos, bendición (la tela)
el sastre deshilvana los hilos que
bajo Dios formarán en los solideos
Punto y aparte sobre la cabeza del hijo, el solideo es otro de los signos de puntuación que batallan, en la poesía de Kozer, por no sobrepasar el límite. Comas, paréntesis, dos puntos degradan la línea del verso ubicándola en su lugar: siempre debajo de la mesa. Entre las sobras, pegada a los restos del banquete o entre las hilachas (“motas”) del sastre, la materia poética de Kozer se torna baja, pormenorizada. Lo que se sirve sobre la mesa es analizado abajo por una actividad febril de laboratorio que desmenuza todo.
Cuando el judío come el bocado más pequeño evoca antes de tragarlo toda una red clasificatoria precisa, y efectúa secretamente una especie de análisis químico: ¿qué contiene este alimento, de dónde viene, según qué rito ha sido preparado?[8]
Este método parece ser el que Kozer utiliza para escribir. Todo entra en el diccionario, incluso el libro de recetas. Cada racimo, cada mancha, cada grano, cada mendrugo se pueden seguir desmenuzando en busca de un incierto origen. Incluso los objetos que agonizan en un segundo plano de la escena –al costado de la mesa– piden ser rescatados (“los objetos moribundos del aparador nos llaman”). Sin embargo, este llamado del objeto está lejos de ser un pedido de restitución. Aquí no se trata de tomar aquel “partido por las cosas” que orientaba la investigación poética de Francis Ponge. Lo que de los objetos llama a Kozer no es una completud sino justamente lo que en ellos falta (lo moribundo). Así, los platos y los tazones del aparador se hacen presentes sólo para decir “falta alguien”:
El marbete de la
hoz azul en el resalte de los cuatro platos
con los cuatro tazones a dos asas, falta
alguien: con su bata de felpa roja vierte
las leche hervida tres veces los tazones
dieron las tres oímos el aviso (la oímos
llamarnos); y queda el vacío en aquel
espacio un nimbo obligatorio encima del
tazón del ausente
El vacío es un aviso: la que falta llama a través de los objetos que a su vez llaman convocados por la ausencia de ella. “Ineluctable modalidad de lo visible”, decía Joyce por boca de Stephen Dedalus en el Ulises. Según Didi-Huberman se refería a ese:
trabajo del síntoma en el que lo que vemos es sostenido por (y remitido a) una obra de pérdida. En el movimiento perpetuo, perpetuamente acariciante y amenazante de la ola hay, en efecto, ese jadeo materno en que se indica y se murmura, contra la sien de Stephen –es decir, justo entre su ojo y su oído– que una muerta para siempre lo mira.[9]
Roberto Echavarren da otra vuelta de tuerca sobre el horizonte de lo ineluctable. Para él, el motor de ese trabajo que orienta la mirada de Kozer hacia lo ausente es la capacidad de ver, en el marco vacío, una puerta abierta:
De ese foco, de ese lugar de la madre ausente o de un principio que engendra en el vacío, brotan todas las cosas que vienen a poblar el poema. Ese lugar rompe un agujero en la casa. Por allí llega un regalo. Este comercio con el ausente o la ausencia abre “una hendija en algún punto de la casa hermética”.[10]
Así visto, el horadar del cubano queda naturalmente incluido en el túnel de su tradición. Porque él vendría a despejar un tramo más en el oscuro tokonoma inaugurado por Lezama Lima. Tal vez por eso agrega Echavarren: “Pero lo ausente, en Kozer, es a veces Cuba, o por lo menos ese harapo avizorado a través de los frutos y otros manjares”.[11] Desde el exilio, los manjares se reciben como mendrugos –“harapo avizorado”– abajo de la mesa de comer. Sin embargo, menos madre, menos patria, el hijo lo tiene todo. Si agujerea la mesa podrá acceder al nacimiento, en la línea ineluctable del libro abierto, de un primer verso. Ese sobre cuya superficie métrica se recorta, también, una tela desplegada de sastre que en el oficio sin paga de la madre podría reciclarse mantel.
De abajo para arriba entonces, del verso último hacia el origen que marca el primero –¿”la aridez en el vacío es el primer y último camino”?, se preguntaba Lezama desde el interior sin respuesta del tokonoma–[12] se rearma como puede una identidad gacha. Entre los paréntesis-patas de la mesa, separando con comas esas señas personales que la lógica causalista había juntado (el nombre causando el apellido) el sujeto arma y desarma su galería de identikits. Una serie de irreconocibles, un desfile de ropajes cosido a costa de los kilos y que Kozer, para que algo quede atado en el deshilache de su libro Trazas del lirondo, tituló autorretratos. “El personaje que se mira se contenta con su figura «monda y lironda»: las trazas son, literalmente, las pocas ropas que lo visten, los calzoncillos, los calcetines, las chancletas; los pocos pelos que lo cubren; el desaliño; el mal olor”.[13]
Si mirar las cosas permitía ver los que se pierde, mirarse a través de ellas –“y (soy) otro (míralo por la cuarteadura de la vasija)”– permite perderse en infinitos autorretratos. Inspirado en la diversidad –la clientela del padre a través de los países– el hijo viste el maniquí (“ahora lo visto y lo nombro” con todos los ropajes superpuestos (“Esta misma tarde, para no ir más lejos, fui Hawthorne / traducido por mí (yo) cinco páginas suyas”). Pero tanto exceso, tanto querer nombrarse de la A a la Z en todos los idiomas, termina convirtiendo a yo en un desfiladero de sinónimos que vuelve distinto lo que era parecido mientras iguala lo que difería: “¿Y yo? Filfa. Lastre. Arrastre. Bazofia”. Entonces, finalmente: nada. Definirse es, para un sujeto que ha superado las exigencias modernas de originalidad, un trabajo posmoderno de reciclaje, de copia: “imito (me imito) copio (me copio) de espejismo (en) espejismo”. Por eso siempre el autorretrato muestra a un viejo. “Hay un momento de caída, el rostro visto en el espejo carece de los tintes rozagantes del joven, es una réplica caduca e irrisoria.”[14] Sin embargo, estas caídas no son apocalípticas. Terminada para siempre la infructuosa búsqueda moderna de una identidad propia, lo que se gana es una “singularidad sin identidad”.[15] Entonces, caído el concepto de “original”, envejecido, todo se recupera siempre en la poesía de Kozer en calidad de copia. Si en el poema se decreta un “fallecimiento de mi primera mujer”, en otro poema se reconstruirá, sobre esa ausencia, sobre el horizonte de lo ineluctable que crece y agrega pérdidas –madre, patria, primera mujer– un casamiento.
Agachado-sentado-casado
“Noche de bodas / podría haber escrito una novela: sin embargo son otras las escenas / que lo atraen”, asegura “Noción de José Kozer”, un poema de juventud cuyo formato ya preanuncia la senilidad de los autorretratos. Porque para un poeta no hay juventud: nunca inventará nada nuevo (nunca escribirá una novela) y siempre, de espejismo en espejismo, quedará atrapado en la fascinación de las mismas escenas familiares. En los poemas de Kozer estas escenas son, día tras día –“día tras día volvernos a reunir a la hora única del bienestar”– y de la A a la Z –“yo cociné, ella fregó, los dos hablamos”–, escenas de amor. Porque si mirar los objetos permitía ver lo que se pierde, ser atraído por los seres permitirá ver lo que se gana. Abajo de la mesa eran restos de cosas, migas, deshechos, los que marcaban la horizontal de lo ineluctable. Ahora es arriba de la silla donde oscilan los seres que marcan la vertical del amor. La silla es un comodín móvil que tanto puede empatar abajo de la mesa como descolocar lo que de ahí para arriba se externa: “Silla donde se conforma la aureola de un silencio exterior llamada vientre o casa”. Escribir una novela hubiera implicado irse caminando a otro espacio. Escribir poesía es sentarse a esperar que la aureola de los otros se proyecte en la propia (“Siempre estás enfrente: cómo se entra, uno, sin letra, número cero sin anulación. Un jocundo matrimonio”). Ante tanta exterioridad, la silla propicia el grado cero del acercamiento. Aunque está diseñada para uno, permite por lo menos el encuentro furtivo de dos mudas de ropa. En el poema “Diseño”, del libro De donde oscilan los seres en sus proporciones, la descripción en el escenario de una cama:
El respaldo de la silla está hecho de travesaños curvos.
Sobre el asiento su falda desteñida de mezclilla el ajado
blusón de cretona.
El suéter ocre mis pantalones de gabardina gris cuelgan
de aquel respaldo.
Desnudos yacemos un largo rato la lámpara de noche
encendida.
Así como en las camitas de Kuitca “el sueño y el seño son promesas que no se cumplen”,[16] en la poesía de Kozer el matrimonio no es un objetivo a consumarse en los límites de una cama doble. Sin letra, sin número que sirva para entrar en el otro, con todo perdido de antemano, el judío ya nace casado. No por nada no hay en hebreo una palabra para decir soltero. “Somos dos (somos) dos: la certidumbre”, puede contestar ahora el que antes se preguntaba cómo se entra siendo uno. “Siempre ha dado fundamento al verdadero matrimonio el hecho de que dos seres humanos se revelen el Tú el uno al otro. Sobre ese fundamento, el Tú, que no es el Yo de ninguno de ellos, se edifica el matrimonio”,[17] dice Martin Buber. De objeto indirecto a objeto directo (“tomo por esposa, alianza unidos en matrimonio / Guadalupe Barrenechea Vega”) nombre y apellido se desprendieron de su portadora para revelar, de tú a tú, el presente de un verso endecasílabo como encarnación del amor. En él se consuma un matrimonio. Un matrimonio que es “jocundo” (tanta ilegalidad da risa) y “sin anulación posible” (tanta ilegalidad legaliza). Como ya no importa si ella es alguien, tampoco importa si se trata de la primera o de la segunda esposa. Porque antes de toda nupcia, mujer será siempre esposa –“mujer (esposa) amantísima”–. Esposa adentro del paréntesis y fuera de él: Guadalupe. A falta de números y letras, Guadalupe vale como un jeroglífico que sustituye cualquier nominación. Es ese corazón que con el nombre de ella se apresura a tatuarse el enamorado. Si después se separa, quedará sólo la señal indeleble de amor y ya no importará el objeto (otros habían tatuado al judío para volverlo un número, un soltero. Ahora él se recupera como persona tomando para sí las señas de una esposa).
Esa modalidad que vacía y llena a la vez los significados de la unión entre los seres y del encuentro y desencuentro con las cosas es lo que vuelve a Kozer un escritor de poesía amorosa. El nombre de una mujer concreta (Guadalupe) pasa, por obra y gracia de una operatoria poética, a transformarse en sello de una esposa anónima (Guadalupe). Por ese vaciamiento que sin embargo explota de sentido es que la poesía de este cubano se aleja de lo autobiográfico (entendido, por lo menos, como testimonio realista de la vida de alguien). Y aquí es donde su obra queda drásticamente separada de la poesía amorosa del siglo, sobre todo la de Pablo Neruda. “He sentido un miedo grande a leer a Neruda”, confesaba el Kozer de juventud. “Fracasar, fracasar, fracasar / robando y esquivando y maquinando mis poemas”, agregaba como anticipando estrategias marginales de supervivencia. Y es gracias a ellas que Kozer logra, a grito pelado (“también tengo que alzar mi voz desgañitada”), diferenciarse de Neruda.
El antiNeruda
La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, responsables de mi anonimato.[18]
Así explica Neruda en sus memorias el motivo de la publicación sin firma de la primera edición de Los versos del capitán. En la breve “Explicación” que antecede a la primera edición firmada ya declaraba que “yo discutía en mi interior si debía o no sacarlo de su origen íntimo: revelar la progenitura era desnudar la intimidad de su nacimiento […]. Por otra parte pienso que todos los libros debieran ser anónimos.”[19]
Para Neruda, esconder la firma parece ser la única manera de preservar las fuentes autobiográficas del poema (“el amor a Matilde llena las páginas de este libro”).[20] Kozer utiliza la estrategia opuesta. Firmando por duplicado (signature de la signature) logra desalojar al autor para que en su lugar aparezca la escritura. Lo mismo pasa cuando escribe “Guadalupe”. Aunque la presente con todas las señas (“Barrenechea Vega”), todo preserva a la verdadera de ser alguien. Porque Kozer ya empieza a escribir “robando y esquivando y maquinando”. Ese es su acto de fidelidad extrema con la esposa. Ya se trate de la primera o de la segunda, para él, que no tiene nada que esconder, todas son Guadalupe. Será tarea posterior de los biógrafos buscar un correlato real. (Mientras para Espejo Asturrizaga[21] no hay duda que aquella lavandera de “venas otilianas” de Trilce es una alusión directa a Otilia, una mujer que existió en la vida de Vallejo, el poeta inventa un adjetivo que dice más de lo que se puede decir acerca de las venas). Neruda, en cambio, se anticipa a sus biógrafos y en una operación de clausura, firma y confirma que la destinataria de los poemas amorosos no podría ser otra que la que es. Para esto tiene que dejar el nombre del autor tapas afuera del libro (signature general) y el de la musa “confesarlo” hasta por las tapas en Confieso que he vivido. Sin quiebres, sin fisuras, un autor se sube como capitán de a sus versos no para escandir una vivencia lírica sino para dar testimonio de una realidad extragramatical que después se avalará en prosa. Sin embargo, en el terreno pantanoso de la poesía (donde siempre yo es otro) esta pretensión le juega una mala pasada: como un ladrón que considera no haberle robado nada a nadie, necesitará esconderse en el anonimato para desmentir su responsabilidad. Por eso llega a afirmar, en un momento en que lo que escribe lo pone en aprietos “íntimos”, que todos los libros deberían ser anónimos. “Pero entre quitar a todos los míos mi nombre, o entregarlo al más misterioso, cedí”,[22] dice poco convencido de tener que entregar un bastión tan preciado. Por suerte, y para tranquilidad de quien firma Pablo Neruda sin comas de por medio, los versos del capitán “andan ahora por los caminos, es decir, por librerías y bibliotecas, firmados por el genuino capitán.”[23] Un capitán que cree estar al mando del timón de las metáforas y que, piloteando una voz fuerte y central, habilita no sólo un estilo sino también una concepción nada inocente de la mujer, su frágil y encantador objeto de inspiración. El ardid narrativo que se ve obligado a armar Neruda para emparchar la publicación injustificada de un libro anónimo es, en este sentido, una verdadera revelación. Rosario de la Cerda, personaje de ficción, firma una carta que antecede al libro en la que se dirige a un editor con el fin de enviarle los originales. Ella confiesa ser la destinataria de esos poemas de amor (“mi persona no tiene importancia, pero soy la protagonista de este libro y eso me hace estar orgullosa y satisfecha de mi vida”) mientras describe a “mi Capitán” en estos términos:
Sus versos son como él mismo: tiernos, amorosos, apasionados y terribles en su cólera. Era fuerte y su fuerza la sentían todos los que a él se le acercaban. Era un hombre privilegiado de los que nacen para grandes destinos. Yo sentía su fuerza y mi placer más grande era sentirme pequeña a su lado.[24]
Aquí se abre una aparente paradoja: si por un lado es objeto de inspiración, por otro a la musa no parece quedarle más remedio que el achicamiento (“pequeña / rosa / rosa pequeña / a veces / diminuta y desnuda / parece / que en una mano mía / cabes”). El poeta que se cree alguien conserva, avalado por su vida de yo, el poder de la literatura en un puño. “Yo soy muy poco literaria y no puedo hablar del valor de estos versos, fuera del valor humano que indiscutiblemente tienen”, dirá Rosario como avalando ese poder que a ella no le corresponde. Es él quien, como Dios, va a realizar un destino de grandeza. Con la metáfora como arma principal, intentará sustituir real por imaginario. “Tus hombros como dos colinas”, “tus senos como dos panes”, le dirá Pablo-anónimo a Matilde camuflada de Rosario. Y la supuesta genialidad del creador quedará demostrada por el segundo término de la comparación: los hombros, los senos, deberán achicarse para dejar que hable lo “literario” a través de panes y colinas. Este abuso de la metáfora entendida como arma de poder sobre la realidad, no puede evitar achicar a la mujer. A su vez esta, enaltecida en su pequeñez de musa, agranda al hombre que hay detrás del poeta y lo habilita para grandes destinos literarios y humanos.[25] Esta forma cuasi literaria de machismo sólo se entiende como excrecencia de otro ismo: el consabido yoismo que ciertos escritores modernos, como Pablo Neruda, ejercieron con la naturalidad que les permitió la época. Y es inevitable que de esa centralidad yoica emerja, como caída del barco que lidera el capitán, la marginalidad de la mujer inspiradora. Mientras tanto, liberada de cualquier obligación retórica (“No se trata ya de crear un objeto digno de admiración e impávido en su perfección, sino de la desembocadura de las instituciones apoéticas del duro prescindir de la retórica en favor de la vivencia”),[26] la musa de Kozer engorda a su antojo:
Gorda, yo te amo. Límpiame aquí, la baba, eso: antes
Llamaban alma. Una cuestión de palabras. ¿Y qué hora es?
La una son las tres uno es tres, de eso se trata. ¿Y ahora?
Ahora, igual que antes: un libro una conversación un poco
de música alguna fantasía interior donde el otro no sepa
Si uno es tres (ya Vallejo se había sacado de encima la “seguridad dupla de la armonía”), nadie puede disponer del otro con el fin de sumar dos. Siempre algo más queda afuera: entre Tú y Tú se suma esa fantasía interior de la que el otro nada sabe y así se constituye lo que en la vivencia poética queda definido como un matrimonio. Porque en la poesía amorosa de Kozer todo es una cuestión de palabras pero no de retórica. (“El amor y la metaforicidad, así desontologizados al máximo, deshumanizados, serán en lo sucesivo un destino del lenguaje desplegado en todos sus recursos”[27] ). En ese “nuevo lenguaje de amor”[28] plagado de recursos, el alma reencarna en una consistencia babosa y a través de los múltiples atributos de la esposa –menstruación, sudores, heces, orines– ella crece y se multiplica. De su fertilidad depende ahora (“Está viva, es lo cierto: su multitud rotunda”) ese obsesivo inventario que el judío se ve obligado a realizar día tras día y que es su pacto minimalista con la vida en la escritura. Él no confiesa que ha vivido para avalar lo que ya escribió, él vive como puede para escribir lo que puede en medio de un fárrago vocabular donde ningún término vale de antemano. “Fracasar, fracasar”, había enunciado, entregando desde el comienzo todos sus dominios. Total, el Libro ya estaba escrito. Sólo le quedaba –ardua tarea de talmudista– inclinar la cerviz a pie de página para anotar los comentarios. Así fue enumerando, sobre las márgenes del Libro, una vida por escrito. Nacimientos, defunciones, bodas le fueron dando al apellido Kozer una pertenencia intercambiable porque la patria de los judíos es “un texto sagrado en medio de los comentarios que ha suscitado”.[29] Así, inspirado en el retrato colectivo de su ascendencia, el poeta se autorretrató por partes, como si estuviera “hecho de pormenores” (“cuatro pelos malparados que me cuelgan del cogote”). Esa identidad caprichosa pero inexorable, repartida al azar entre números y palabras, lo tatuó judío y esposo. Dos combinatorias que, sin embargo, no suman juntas ningún hombre completa. Son viejas trazas que sólo alcanzan para vestir a un muerto (“vendrán las bestias a pastar / donde estuvo mi traje de hombre”). Entonces, será el cadáver de un escritor el que le ofrezca ahora a su musa lo poco que ella tampoco tiene:
Raída llena de mataduras descascarada: el ajado
Marfil de su blancura
(lleno de vetas) color
Tabaco algún lunar de
Sangre (harapo) sus vellos.
Y así juntos, en el abandono de la belleza y la felicidad, podrán fabricar como viudos (el uno sin el otro) un matrimonio que divorcie para siempre los dualismos. Esos dualismos que ya cosificaron hombre-mujer para la literatura y también para la vida. Por eso en estas fechas parece tocarle a la poesía –la obra de José Kozer lo demuestra con creces– barrer hasta el borde precipitado del milenio tantos lugares comunes.
31 de diciembre de 1999
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Notas:
[1] Jacques Derrida : Signéponge, Seuil, Paris, 1988, p. 47.
[2] Gerard Haddad: Los biblioclastas, Ariel, Buenos Aires, 1993, p. 6
[3] Jacobo Sefamí: “Los cuentos de Kozer”, en José Kozer: AAA1144, UAM, México D. F., 1997, p. 7.
[4] Gerard Haddad: Comer el libro, Ediciones de la Equis, Buenos Aires, 1996, p. 146.
[5] Restricción alimentaria judía.
[6] Gerard Haddad: ob. cit., p. 85.
[7] Por la gráfica, la mesa-Kozer como lugar de trabajo puede ser equiparada a las camitas que pinta Guillermo Kuitca. De ellas comenta Fabián Lebenglik: “la cama constante que lo acompaña, lugar habitual de estas promesas, está cercenada de sus usos corrientes, es el comando de operaciones, hipotético escritorio y único lugar posible. Es el sitio de los intentos” (Fabián Lebenglik: “El joven Kuitca”, en Kuitca, Julia Lubin Ediciones, Buenos Aires, 1989, p. 57).
[8] Gerard Haddad: op. cit., p. 85.
[9] Georges Didi-Huberman: Lo que vemos, lo que nos mira, Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 17.
[10] Roberto Echavarren; “Prólogo”, en José Kozer, Los paréntesis, Ediciones El Tucán de Virginia, México D. F., 1995, p. 13.
[11] Ibídem, p. 14.
[12] José Lezama Lima: Fragmentos a su imán, Lumen, Barcelona, 1977, p. 181.
[13] Jacobo Sefamí: “Nota introductoria a José Kozer“, Trazas del lirondo, UAM, México, 1995, p. 7.
[14] Roberto Echavarren: ob. cit., p. 15.
[15] Al respecto dice Giorgio Agamben esperanzado: “Si los hombres pudiesen no ser así, en esta o aquella identidad biográfica particular, sino ser sólo el así, su exterioridad singular y su rostro, entonces la humanidad accedería por primera vez a una comunidad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunidad que no conocería más lo incomunicable” (Giorgio Agamben: La comunidad que viene, Pre-textos, Valencia, 1996, p. 42.
[16] Fabián Lebenglik: ob. cit., p. 57.
[17] Martín Buber: Yo y tú, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1967, p. 52.
[18] Pablo Neruda: Confieso que he vivido, Planeta, Buenos Aires, 1992, p. 213.
[19] Pablo Neruda: Los versos del capitán, Losada, Buenos Aires, 1963, p. 7.
[20] Pablo Neruda: Confieso que he vivido, ed. cit., p. 213.
[21] Juan Espejo Asturrizaga: César Vallejo, Itinerario del hombre, Librería Editorial Juan Maejía Baca, Lima, 1965, p. 118.
[22] Pablo Neruda: Los versos del capitán, ob. cit., p. 7
[23] Ídem.
[24] Ídem.
[25] El Premio Nobel es hoy uno de los últimos bastiones empeñados en premiar vida y obra como si se tratara de un conjunto armónico.
[26] Eduardo Milán: Una cierta mirada, Universidad Nacional Autónoma de México, 1989, p. 74.
[27] Julia Kristeva: Historias de amor, Siglo XXI, México D. F., 1987, p. 245.
[28] Ibídem, p. 245.
[29] Edmond Jabés: El libro de las preguntas, Siruela, Madrid, tomo II, pág. 105.
(*) Publicado originalmente en Historias de amor (y otros ensayos sobre poesía), Paidós, Buenos Aires, 2000, pp. 71-87.