"Lo más profundo es la piel"
Válery (cit. por Deleuze)
Hay un párrafo de Barthes que parece estar hecho —más que ningún otro— para ser citado. Yo lo tenía consignado como epígrafe de un texto aún no escrito, pero en este caso lo remito a La nueva novela de Juan Luis Martínez o a uno de sus aspectos (¿se puede decir contenidos?) principales. La cita en cuestión corresponde a una entrevista concedida por Barthes a Angelo Schwarz con anterioridad a la aparición de La cámara lúcida[1]: "Si verdaderamente se quiere hablar de la fotografía en un nivel serio, hay que ponerla en relación con la muerte. Es verdad que la foto es un testigo, pero es un testigo de lo que ya no existe. Incluso si el sujeto está todavía vivo, se trata de un momento del sujeto que ha sido fotografiado, y ese momento ya no existe (...). Cada acto de lectura de una foto (...), cada acto de captura y de lectura de una foto es implícitamente, de una manera reprimida, un contacto con lo que ya no existe, es decir, con la muerte. Creo que es así como habría que abordar el enigma de la foto, es al menos así como vivo la fotografía: como un enigma fascinante y fúnebre".
Una de las formas como a su vez Juan Luis Martínez cita en La nueva novela la obra de Lewis Carroll, elude inicialmente las operaciones habituales de la intertextualidad literaria y da una vuelta alrededor del espejo para recuperar una imagen limítrofe y registrarla en el reflejo opaco del offset: el retrato de esa perdida persona natural, Alice Lidell, la pequeña mendiga, la modelo, la niña que hacia 1861 fotografió el ojo de Carroll (o alternativamente el del vicario Dodgson), la amiga-niña del autor y destinatario real de su obra: es ella el sublimado objeto de deseo que refracta y que posibilita que el relato de las aventuras de su homónima se produzca una tarde de verano, con ocasión de un paseo, una deriva, un orilleo por el Támesis a la búsqueda de un poco de sombra.
Las tres apariciones del retrato de Alice a través de La nueva novela (págs. 86, 105 y 128), configuran un flujo icónico particular dentro de una serie mayor, la de los portraits, con la que comparten, por supuesto, una actividad de indicaciones y citas intratextuales mutuas. Pero es este retrato —aisladamente— el objeto primario de tránsito y recambio conceptual de toda la serie: los textos parafrásicos (los comentarios explicativos de la imagen propios de una relación icónica), modifican de tal manera los rasgos de su identidad visual, que finalmente ese rostro, ese cuerpo y su correspondiente nombre parecen diluirse en la superficie (el espejo cambiante) de su corriente. Los textos de las páginas 86 y 105 se refieren a la relación suspensiva de la mirada entre la modelo y el fotógrafo, variando notoriamente en cada caso el sello de esa relación. El subtema del primero es, a simple vista, la belleza; el del segundo, la muerte. Es aquí precisamente donde la cita de Barthes encuentra un ajuste y es posible leerla como suplemento del texto, porque éste, cuidadosamente, evita cifrar en la pequeña modelo los datos de la muerte y la desaparición, asignándoselos en cambio a lo que en torno a ella figura como representación del mundo: el paisaje privado de un jardín.
¿Adónde, a quién se dirige la pregunta lanzada desde el epígrafe de la página 86 ("¿Qué es una niña?"), suspendida entre comillas como una cita que sin embargo omite su fuente (su destinador)? Aparentemente, el enunciado no sólo entra en relación con aquellos elementos con los que forma la unidad de la página (títulos, retrato, texto), sino que además puede ser la llave de un problema fundamental del libro. En este sentido, es posible aventurar una respuesta que no contesta la pregunta sino que intenta recontextualizarla: la verosimilitud permite conjeturar la cita como parte de un parlamento que Alicia, en el país de las maravillas o al otro lado del espejo, se haya visto obligada a protagonizar. Me refiero a aquellas preguntas de los textos de Carroll que —formuladas a Alicia— se multiplican cada vez para desestabilizar precisamente su nombre propio o el resto de los salvamentos de su identidad. Es decir, la pregunta ¿qué es una niña? puede corresponder a un instante hipotético en el proceso de la pérdida de identidad de la niña llamada Alicia. Nota en curso: quiero advertir que Alicia y Alice Lidell son para mí refracciones de un mismo cuerpo o imagen. (No está de más señalar que Carroll —entre otras sorpresas— tenía en su casa espejos deformantes para que se miraran sus amigas). Los dos libros de Carroll cuyos títulos llevan el nombre de Alicia o Alice parecen ser el espacio transitivo que las pone en indisoluble proximidad.
Queda aún una segunda respuesta, que la puede entregar Gilles Deleuze a condición de que se modifique levemente la pregunta: ¿Por qué una niña?: "Por regla general, sólo las niñas comprenden el estoicismo y tienen sentido del acontecimiento".[2] Lo que pasa es que la paradoja —modalidad con la que se estructura la obra de Juan Luis Martínez— surge, según Deleuze, como contragolpe a la ironía socrática por parte de cínicos y sofistas, y que son los estoicos los que le dan al humor una dialéctica, un lugar natural y un concepto filosófico. Esta operación la retoma y la reelabora en su obra Lewis Carroll. "La paradoja surge como destitución de la profundidad, extensión de los acontecimientos en la superficie, despliegue del lenguaje a lo largo de este limite. El humor es este arte de la superficie, contra la vieja ironía, arte de las profundidades o las alturas" (las cursivas son mías).[3]
La ironía —para efectuarse— necesita que previamente se complete un tramo de la significación. La paradoja, en cambio, desactiva el proceso en un punto intermedio y opera, por así decirlo, con signos que en algún momento deben presentarse vacíos. Textos de Martínez como "La página siguiente" (pág. 58), o sus investigaciones sobre la transparencia (págs. 40-43 en el contexto de trabajos previos de Tardieu), o la lectura transversal provocada por las relaciones de las páginas 61 y 99 generando la desaparición de un segmento del libro, son atentatorios (como consideró William James el efecto de la paradoja de Aquiles y la Tortuga) "no solamente a la realidad del espacio, sino también a la más fina e invulnerable del tiempo".[4]
La paradoja representacionalista clásica del signo es la siguiente: un signo cualquiera —para que se logre la significación— debe desaparecer ante aquello de lo que es signo; es decir, a su presencia debe agregar, inseparablemente, su ausencia.
Son varios los modos como Martínez trabaja en su libro la obra de Lewis Carroll: citas, indicaciones explícitas, traslación de personajes y, sobre todo, una concepción del espacio discursivo que es en varios aspectos homóloga: la lectura se lleva a efecto en un espacio transitivo, desdoblamiento de lo real hacia una zona fronteriza: el pozo (el sueño) en El país de las maravillas; el espejo transitable, en A través del espejo, son esos conductos limítrofes de desalojo de lo real: todo lo que suceda, todo lo que en rigor suceda en la escritura, acontece en ese espacio superficial y sustitutivo, y Alicia deberá efectuar desplazamientos rasantes por sobre la espesura del lenguaje durante todo el trámite de sus respectivas aventuras. Por otro lado, Martínez destina su obra a un espacio que gestualmente difiere de lo real y marca los límites: "Los textos situados en ambas solapas del libro ('La realidad 1' y 'La realidad 2'), abren de inmediato una problemática redundante en la obra y que el lector podrá posteriormente ir develando mediante la activación de las remisiones. Pero el gesto fundamental que significa la presencia de esos textos en espacios de dominio habitualmente extratextual consiste no sólo en la puesta en juego de la estructura tipográfica del libro, sino en la indicación latente que señala una frontera, un margen que segrega a la realidad fuera del plano de existencia textual de la obra. Este gesto de exclusión es reforzado por la presencia de los personajes de las páginas contiguas, por la semiótica de sus miradas: en el caso de 'La realidad 1', tanto el perro del isotipo —en la portadilla— como los retratos
de Marx y Rimbaud ('El eterno retorno', pág. 7), dirigen sus miradas hacia fuera del texto, hacia la realidad. En 'La realidad 2', los personajes de las proximidades, otra vez Marx y Rimbaud ('El poeta como Superman', pág. 147) y el perro cuya figura invertida aparece ahora en el colofón (pág. 149) fuerzan —invirtiendo— la dirección de sus miradas iniciales y de este modo insisten en realizar una indicación semiótica hacia afuera, nuevamente hacia la realidad. La obra manifiesta una voluntad de permanecer al margen de la realidad o de su discusión. No obstante, el resultado es más el efecto de un espejismo que el de una acción efectiva: el margen trazado es frontera pero también es brecha, conducto, punto de intersección entre el espacio privativo de las relaciones internas de la obra y lo que se intuye o se define aproximadamente como la realidad. En un juego de límites y gestos, el gesto es ambiguo y el límite precario: a pesar del énfasis puesto en la indicación, la línea divisoria entre lo de fuera y lo de adentro resulta menos efectiva (y menos arbitraria) que la que genera automáticamente cualquier obra cuyas relaciones con lo real estén supeditadas a un problema de representación".[5]
Si uno se propusiera, además, diseñar el bestiario de La nueva novela, con todos sus animales lógicos, epistemológicos y la notación de sus movidas fantasmales, desde el Pato de las Islas (Napoleón) hasta la bestia combinatoria denominada animalfabeto, inevitablemente toparía con animales anotados previamente por Carroll, al menos con el Gato de Cheschire y la Liebre de Marzo. Esta última (transfigurada en la liebre de Durero y representante de la locura —"está loca porque es de Marzo", el mes que en Europa estas criaturas disponen para sus apareamientos—) acecha en el lugar de salida —en el plano cuadriculado— en la vigilancia de sus propios movimientos de dislocación, al contrario del perro Sogol (anagrama de Logos), guardián de libro, prisionero del libro, que permanece todavía encerrado en el círculo de la familia.
"Todo se dibuja, incluso lo infinito"
G. Bachelard
La tercera aparición de la fotografía de Alice corresponde a la nota 7 de la sección "Notas y referencias" (pág. 128). El título de este fragmento se encarga de sincretizar a los dos anteriores. Si el diagrama superpuesto a la imagen se estructura a través de ciertas oposiciones semánticas como paraíso/infierno, niñez/edad adulta, Alicia/Delia (Delia Fernández, personaje adulto de "Descripción de una boda" —pág. 129— cuyo nombre es anagrama de Ideal), el tránsito, la continuidad de los ligamentos trazados, recorre el cuerpo fotográfico de la niña. La linealidad de las coordenadas de ese diagrama, superponiéndose a la
trama de la imagen —hecha de puntos y, por lo tanto, de líneas posibles— buscan reunir en un solo sintagma visual el levantamiento y el ocaso imposibles de una vida y, en la fijación fotográfica de su edad, la niña crece y progresivamente abandona las circunferencias (de la prisión, de la protección) y, tramada, difuminada, atrapada en la superficie —su único lugar—, queda al fin suspendida en un proceso que desembaraza la aparente profundidad de la vida en la profundidad —no menos ilusoria— de la muerte.
Respecto a la zona central de la composición, un comentario: cualquier intento por convertir el desierto en jardín es irrisorio, patético e inútil ante la sola posibilidad de jardines reales completamente desiertos.
Todo se dibuja, incluso lo infinito: cuando Bachelard redactó esta afirmación, olvidó mencionar que es precisamente en la palabra infinito donde lo infinito se dibuja primero que nada y que es en el ilimitado entorno de esa palabra donde comienza también a desdibujarse. Igualmente, no hay para la profundidad un espacio más acotado que el de la caja tipográfica que arma la palabra que la designa. Sabemos que los conceptos son metáforas y que se suplantan unos a otros. Caja o cripta tipográfica: ya hay suficiente profundidad en la estrechez de la cripta que aprisiona los cuerpos y los signos. La caja, la cripta o "la tumba de los signos": su profundidad no es más que la inversión de su superficie. En la redistribución simbólica de un poema de Valéry alrededor de la impresión en negativo del soneto de Nerval El desdichado ("El cementerio marino", pág. 30), Martínez agrega un texto que hace la paráfrasis de la operación: "Esta página, este lado de la página, anverso o reverso de sí misma, nos permite la visión de un poema en su más exacta e inmediata textualidad (sin distancia ni traducción): un poema absolutamente plano, texto sin otro significado que el de su propia superficie. El dibujo de las letras, el cuerpo físico de sus palabras, el espesor de los signos desnudos que traspasando el delgado espesor de la página emergen aquí, invertidos sólo en mera escritura, destruyen cualquier intento de interpretación respecto a una supuesta 'Profundidad de la Literatura'".
Pero ahora, volviendo atrás, iniciando el hojeo regresivo que sugiere la indicación de la página 128 ("véase: LA LITERATURA"), uno se da cuenta del lugar que ocupa Alice en la serie reiterativa de su imagen, su lugar-bisagra. La lámina semitransparente que se inserta entre la página 86 y la contigua —en blanco, sin foliar— funciona como un desdoblamiento intermedio de ambas, la superficie de su irreductible discordia. Primero, imprime sobre la página en blanco —desde fuera, en un gesto provisorio— el título que designa a ésta como tal. Si luego uno vuelve la lámina sobre la página 86, imprime el revés de esas palabras sobre aquélla, y es la posibilidad de esa superposición lo que permite que uno descubra el exacto lugar que ocupa la imagen de Alice en el libro: al otro lado del espejo. Pasar de un lado a otro es, por el momento, mero espejismo, flagrante representación. En la fijación de su edad, nuevamente, Alice dirige la línea segmentada de su mirada desde la superficie de la profundidad, desde el sitio mismo de la inversión.
En la persecución fenomenológica de un poema de Michaux (El espacio en las sombras), Bachelard escribe: "Lo de fuera y lo de dentro son, los dos, íntimos; están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados" (Poética del espacio, 1957). Veinte años después, en la página 113 de La nueva novela ("Adolf Hitler y la metáfora del cuadrado") el párrafo, anónimamente, reaparece: "En este pequeño cuadrado, lo de fuera: (el espacio blanco de la página) y lo de dentro: (la fotografía) están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados".
Tanto Bachelard como Michaux se cuentan entre la galería de autores de La nueva novela, con Eliot, con Tardieu, con Carroll, con muchos otros. Autores que la particular mecánica de la intertextualidad de Martínez transforma en una especie de autores-destinadores del libro, y además, sobre todo en el caso de Tardieu, en destinatarios recurrentes.
Desde la portada misma y a través de la suspensión y anulación del nombre del autor (Juan Luis Martínez) y de su alter ego (Juan de Dios Martínez), la autoridad del autor se restringe al mínimo en el campo de juego textual de la obra. Es raro entonces que Braulio Arenas[6] haya pretendido acusar falta de "originalidad" en el libro al comprobar que "la re, la re, la realidad" de la primera solapa es una simple traducción de "la re, la re, la realité", línea que pertenece a Louis Aragon. Es un poco menos raro que cierto crítico haya emprendido el análisis de los textos de Jean Tardieu (Pequeños problemas y cuestiones prácticas) inscritos en La nueva novela sin haber leído primero (nunca) el gesto de la inclusión de esos textos en su contexto de recepción.
Creo que la desarticulación del sujeto del texto en varios sujetos anteriores y presentes, es decir, el hecho de que el autor Martínez aparezca transitado por una diversidad de autores (obnubilado en esa nebulosa) y sea, en esa medida, casi inexistente, genera para los destinatarios de la obra una estrategia de recepción (en el sentido que Umberto Eco le asigna a este intercambio en el tercer capítulo de Lector in fábula) que cuenta con un lector modelo paralelamente diversificado y fantasmal. Me atrevo a sugerir que La nueva novela, más que lectores habitualmente tales, emite y requiere destinatarios o cómplices. En su obra conjunta, Enrique Lihn y Pedro Lastra estiman que en este caso "La amplitud y complejidad de las referencialidades produce la reducción voluntaria del corpus de lectores, destinados a integrar un tipo de cofradía como la de los sabios de Tlón, que repiten su identidad de generación en generación".[7]
A propósito del tema, y a propósito de Borges, quiero sembrar un poco mi duda en relación a otro párrafo del libro de Lihn y Lastra. Ellos escriben: "La propuesta de Martínez es la de una autoría transindividual, que quiere superar desde el Oriente la noción de intertextualidad según se ha entendido en Occidente, donde los textos de base están presentes en las transformaciones del texto que los reprocesa; pero en Martínez ella parece resolverse en la negación de las individualidades en la literatura, al hacer fluir bajo nombres distintos una misma corriente, que es y no es él".[8]
La apreciación me parece sumamente importante; mi duda va por el lado de la orientalidad de un proyecto que tiene suficientes antecedentes occidentales, aunque (¡discusión ociosa!) quién puede sustraerse a la confusión estratégica de los hemisferios y los puntos cardinales en el día de hoy. De todos modos, un texto de Borges puede servir de elucidación: "Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal... Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario (...), se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros".[9]
También menciona a otros agonistas de la empresa transindividual —"amanuenses del Espíritu"—: Emerson y además Valéry, quien sugirió una Historia de la Literatura (las mayúsculas le pertenecen) que prescindiera de los nombres propios y de sus incidentes. Mi conocimiento del tema llega no mucho más allá, pero, como refutación de mi reparo anterior, ¿se podría también inferir un proyecto oriental en la base de los proyectos literarios de Moore, Joyce, Wilde, Jonson, Emerson y Valéry?
El enunciado del título de este artículo, "la memoria secreta" u oculta, es una explicación etimológica del vocablo criptomnesis, con el que algunos psicoanalistas designaban la reproducción inconsciente y tardía de un texto aparentemente olvidado en la producción de otro posterior. Se trata de una variante del robo que nada tiene que ver con el plagio, que es una actividad cuya metodología anula sistemáticamente la intromisión del azar. En el caso de la reproducción criptomnésica —"un fenómeno que se observa principalmente en los sonámbulos y, como curiosidad literaria, en los moribundos"— el texto intruso aflora inopinadamente en la contigüidad del texto anfitrión y, aunque es parasitario de él, también, simultáneamente, lo alimenta. (Wilhelm Stekel ha analizado un ejemplo concreto en un fragmento del Zaratustra, de Nietzsche).[10] Me interesa dejar esbozado el diseño de esta figura para señalar simplemente la posibilidad de existencia de un estrecho espacio de convivencia solidaria —o des-solidaria— entre textos distintos sin que necesariamente el texto de recepción se vincule al anterior conforme a las modalidades habituales de la cita (ni en los espacios destinados para ella).
En este sentido, la constatación del fragmento de Bachelard minuciosamente infiltrado entre los textos de Martínez (una cita oculta, ultracodificada, sin indicadores) descubre algo que permanece latente en la estructura del libro: un segundo orden, algo así como una trans-escritura, el flujo de un discurso textualizado con tinta simpática a través de las páginas, un sistema de filigranas que intenta suplir —en la medida de la actualización— una red de comunicaciones vacía o cortada en la cual se lo instala. Un fenómeno de esta clase, aunque podría decirse que inverso, corresponde a las relaciones textuales establecidas entre las páginas 61 y 99: en este caso, no hay lugar para las remisiones explícitas que se dirigen mutuamente los textos, no otro, al menos, que la frágil textura de la superficie en que ambos se enuncian. Podría decirse que entre las páginas 61 y 99, para la lectura que intenta poner en funcionamiento sus relaciones, el espacio intermedio deja representativamente de existir y en rigor no se verifica jamás.
La idea del espacio del libro como correspondencia cerrada del nombre propio de un autor —el registro de su propiedad intelectual, tal como está, por lo demás, legislado— tiene que ver estrictamente con ciertas publicitaciones seculares del concepto de genio, con la pretensión de la interioridad y sobre todo con la confirmación de un eslabón particular dentro de una cadena de poderes. Desde los textos de Martínez se intenta hacer la deconstrucción de este sistema. Por eso labúsqueda de la pérdida del nombre propio (un trabajo de indagación y constatación) necesita en su caso de un subtexto de referencias veladas, un segundo texto criptomnésico. De este modo, Martínez —trabajando además la mayoría de los modos posibles de intertextualidad— desliza el proyecto en sus operaciones más fantasmales de la cita. Cuando en su época Montaigne satura sus páginas de citas latinas, lo que hace es reforzar cierta idea de la autoría individual. Antes, en la Edad Media, los textos medianamente difundidos parecían bastante más desprovistos del patrocinio de su productor y por sus numerosas brechas abiertas se infiltraba la escritura del copista, donde quedaba registrado el cansancio de éste, su aburrimiento, su dimisión del trabajo y, en casos más extremos, su muerte y relevo.
Es la clase de inestabilidad que subvierte la relación de las páginas 61 y 99 lo que para mí vuelve inquietante la lectura de La nueva novela: la posibilidad experimentada en sus páginas de prolongar por medio de una suerte de inercia de la percepción —como en una serie de planos sucesivos— una continuidad representativa desde los textos hacia un espacio que no existe en la obra y que tampoco está, ciertamente, en la vida. Es en este punto cuando los proyectos que se puede inferir son los de la obra —la destitución de la profundidad, la deconstrucción del logos, la anulación del nombre propio— adquieren un valor constitutivo (estructural): desde el momento en que uno se involucra en una lectura epistemológicamente dramática y descubre que sus criterios de verdad, de realidad, en fin, de lectura, han sido atrapados por el texto y que es completamente necesario descifrar una cadena de obstáculos (preguntas que lo interrogan a usted sobre su propio nombre) para poder abandonar el libro, finalmente, por alguna parte. Lihn y Lastra (op. cit. pág. 10, las cursivas son mías) destacan esta particularidad en el corpus de inserción al que La nueva novela remite: "Las lecturas y saberes de los que se alimenta Juan Luis Martínez se extienden a todos los campos en los que el lenguaje fragiliza los criterios de verdad y de realidad, por encima de la presunción de verosimilitud".
Lo secreto está oculto bajo la fugaz y semi transparente lámina de su superficie. Entonces: ¿deberé al final pesquisar una cita que afirme que tanto la memoria como el secreto sólo tienen revés y que es precisamente la clausura, el candado, el contrato de esa reversibilidad lo que permite que se efectúe el reconocimiento de lo recordado —lo memorable— y de lo oculto —lo secreto—?
La memoria, sin embargo, secreta.
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NOTAS
[1] En 1977, por coincidencia el año de aparición de La nueva novela (Roland Barthes,"El grano de la voz", Siglo Veintiuno, 1983, pág. 363). [2] Lógica del sentido, Barral 1971, pág. 21. [3] Idem, pág. 19 [4] Borges, "La perpetua carrera de Aquiles y la Tortuga", en Discusión, 1932. [5] Roberto Merino, La nueva novela. proposición de una lectura, 1983. Memoria de grado elaborada en el contexto de un seminario de tesis para licenciaturas que abordaba el problema de la reflexividad en la poesía chilena actual y que dirigió Carmen Foxley. Usando el instrumental de la pragmática lingüistica, dirigida a un destinatario académico y escasamente difundida, la memoria en cuestión es mi propia memoria secreta. Al respecto, adjunto la corrección de una errata conceptual. Dice: "un problema de representación". Debe decir: "soluciones de verosimilitud". En rigor, La nueva novela es un enorme problema de representación. [6] Braulio Arenas "Dichas y desdichas de la poesía", El Mercurio, 4 junio 1978. [7] Enrique Lihn, Pedro Lastra, Señales de ruta de Juan Luis Martínez, Ediciones Archivo, 1987, pág. 9. [8] Idem, pág. 14 [9] Borges, "La flor de Coleridge", en Otras inquisiciones (1952). [10] Por otro lado, no se puede dejar pasar por alto una curiosa apreciación médica del doctor Stekel: "En cierto sentido, el poeta es un ser psíquicamente infantil. De ahí que ciertos poetas se sientan inclinados a robar...". (Actos impulsivos, pág. 236).
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Juan Luis Martínez: La nueva novela
Por Roberto Merino
Publicado en Número quebrado (Santiago, Chile). N°1, 1988