Juan Luis Martínez, poeta provinciano:
breve introducción a La nueva novela
Por Felipe González Alfonso Publicado en WD40, N°6, Valparaíso, invierno 2023
[Publicado originalmente en versión bilingüe para Revue L’autre Amérique,
a propósito de la edición francesa de La nueva novela.]
A finales de los años noventa, época pre internet en Chile, corría el rumor de que la esposa de un fallecido poeta de la Quinta región, Valparaíso, vendía un “libro-objeto” de su marido, en autoedición, por un millón de pesos o suma similar, previa cita con ella: uno debía convencerla de que realmente merecía poseer la obra, en la que ya se habían interesado incluso, decían por ahí, unos científicos extranjeros. Mi hermano mayor, recién ingresado a humanidades, en la Universidad de Chile, recuerdo, logró difícilmente adquirir la fotocopia de un solo poema, que hablaba de un perro Fox Terrier y la intersección de unas calles.
Ese libro objeto era La nueva novela de Juan Luis Martínez (1942-1993), publicado originalmente en 1977, en Viña del Mar. Su propuesta estética se ha inscrito en la denominada neovanguardia, por su actualización de las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX. Como en estas, el “libro” de Juan Luis Martínez recurre a textos en variados formatos (citas, bibliografías, definiciones enciclopédicas) e idiomas (inglés, francés, alemán), junto a imágenes (collage, fotografías, partituras musicales), e incluso objetos (dos anzuelos, una banderita chilena), interviniendo en un par de ocasiones la materialidad misma de la página para volverla un recurso expresivo (página roja, página con ventanita de mica). Más radicalmente quizá, los textos mezclan el lenguaje de la poesía, en sentido tradicional, y los de la ciencia, la lógica y la matemática: un tono de manual divulgativo, de ejercicio escolar y de silogismo les da un baño de fría objetividad y desapego emocional.
Una descripción sintética de La nueva novela debiera decir, en fin, que su poética es: interactiva y llama al lector a participar de un juego en que sus razonamientos y su fe en el lenguaje quedarán trastocados; interartística, al estilo del ready-made y del collage dispone de elementos preexistentes; reacia, por esto, a la originalidad (lo que, en el contexto de la poesía chilena, la hace muy original), al sello idiosincrásico de una personalidad única; escéptica y dadaísta en cuanto a las posibilidades epistémicas de asir la realidad (intentando describir lo que hay afuera referimos siempre a nuestros propios marcos de comprensión); irónica, en consecuencia, con los metalenguajes del conocimiento, aún con los de la novela –atendiendo al título– en su esfuerzo utópico de recobrar la experiencia: todo termina perdiéndose indescifrable, qué otra cosa nos enseña la vida, en algún punto del dislocado espacio-tiempo cotidiano. Todo es todo, dicho abstrayendo al lector, pero están además los efectos de lectura, y uno puede observarlos en los comentarios críticos en torno a La nueva novela: se produce una cierta ansiedad y paranoia; instigación detectivesca a la búsqueda de influencias, intertextos y sentidos; vértigo ante la proliferación imparable de significados y la imposibilidad de una lectura global que detenga, por un momento, la maquinaria de significación que echa a andar la mezcla de materiales heterogéneos y la reiteración novelesca, diría yo, de ciertos temas y personajes; el perfecto equilibrio entre consistencia y arbitrariedad.
Aunque vinculado amistosa y familiarmente a Raúl Zurita, uno de los últimos poetas chilenos que asume la impronta nerudiana del poeta visionario luego de la demolición montada por Nicanor Parra, Juan Luis Martínez, se ve, está más bien del lado antipoético, descreído, de este último, y lleva quizá al extremo la poética inaugurada en Chile por los Artefactos (1972); la cajita de postales cuya vulgaridad, ambigüedad y desfachatez parriana causó escozor a izquierda y derecha del escenario político al borde del Golpe Militar de 1973.
Juan Luis Martínez nació en la ciudad de Valparaíso y vivió después en la cercana ciudad de Villa Alemana, hacia el interior del litoral, y aunque introvertido y de biografía casi secreta, se relacionó con el grupo de poetas que se reunía en el Café Cinema, en Viña del Mar (Raúl Zurita, Juan Cameron, Eduardo Embry, entre otros), y también con el llamado grupo Piedra de Valparaíso (el Gitano Rodríguez, Nelson Osorio, Erna Alfaro, entre otros). Una visión panorámica de este ambiente cultural debiera incluir además al grupo de Godofredo Iommi, Ciudad Abierta-Amereida, de Ritoque, y al poeta exiliado Luis Mizón, ampliamente reconocido en Francia. Y es que esta raigambre provinciana de Juan Luis Martínez no es irrelevante y a poco de leer se descubren en La nueva novela algunos rasgos propios de la tradición literaria de la región. Un cierto eurocentrismo muy marcado, diría primero, sin exagerar la carga despectiva del término, y hablaría más bien de una fértil devoción por los héroes de la poesía moderna: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Eliot (entendido como poeta inglés). Tras el auge económico de finales y comienzos del siglo XX impulsado en Valparaíso por inmigrantes ingleses, españoles, alemanes y franceses en su mayoría; tras el largo período de decadencia posterior, podría argüirse que este legado se traspasó simbólicamente a la literatura regional, donde dio sus frutos finales bajo un persistente aire cosmopolita. Este sello de identidad permanece con distintos matices en los poetas porteños y viñamarinos de las últimas décadas del siglo XX.
Junto a Juan Cameron, Rubén Jacob y Ennio Moltedo, Juan Luis Martínez está en el grupo de los canonizados en el campo poético provinciano, en la medida en que puede estárselo, pero con el tiempo ha excedido estos márgenes y se ubica ya a nivel nacional. Y esto, curiosamente, arrastrando algunos rasgos no necesariamente positivos del ámbito editorial de la provincia: la autoedición, la pobre distribución de las editoriales y el reducido número de ejemplares de las publicaciones, que, por un lado, facilita la existencia de obras fetiche –y un mercado asociado– y, por otro, deja en el olvido una gran cantidad de publicaciones hasta hacerlas desaparecer definitivamente. Hay en esto, me parece, una actitud resistente de cuño simbolista-maldito: frente a la marginación por parte del mercado que no puede ofrecer a los poetas sus beneficios porque no funcionan como mercancía o espectáculo, los poetas se marginan y junto a su poesía se hacen difíciles, ariscos, inubicables, exóticos (se largan metafóricamente al África). Surge un doble gesto de marginalidad transgresora y elitismo intelectual. Ambos están en La nueva novela y también, por ejemplo –para mencionar otra gran obra poética de la provincia, erudita, hermosa y misteriosa–, en The Boston Evening Transcript (1993) de Rubén Jacob, amigo y coterráneo de Juan Luis Martínez.
Una lectura de La nueva novela que nos lleve menos a Europa y nos devuelva más a Chile y Valparaíso, podría partir atendiendo a uno de los símbolos centrales del libro, el de la casa hostil e inestable, que refiere a una densa serie de desmoronamientos: desmoronamiento de las respuestas trascendentes, del lenguaje y el saber, de la nación, del hogar y la familia en dictadura; el desmoronamiento que amenaza a las casas ubicadas en los cerros de Valparaíso, históricamente más expuestas a las inclemencias de la naturaleza, y en particular a esa casa del cerro San Juan de Dios –a que alude la portada del libro– donde nació el poeta Juan Luis Martínez. Como han dicho los estudiosos de la literatura de estos lados, un tema obsesivo aquí es la catástrofe, los terremotos, temporales e incendios que golpean las construcciones precarias y a los habitantes pobres empujados hacia la altura. Sumándole a esto el periodo más criminal de la dictadura de Pinochet (el libro, dice el colofón, se escribió entre 1968 y 1975), la desaparición de una familia engullida por su propia casa –esa casa que imagino porteña, de los cerros– no parece un destino demasiado terrible. Hay algo de siniestra resignación en el pensamiento del padre que ha visto desaparecer a hijos, esposa y mascotas: “Ahora que el tiempo se ha muerto / y el espacio agoniza en la cama de mi mujer, / desearía decir a los próximos que vienen, / que en esta casa miserable / nunca hubo ruta ni señal alguna / y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”. ¿No tiene su serenidad, dado el contexto, algo de sicopático y parricida? ¿Y esa inscripción infernal –“Perded toda esperanza…”– repetida y asumida en primera persona precisamente en una casa del cerro San Juan de Dios, como imagino, no recalca el absoluto desvalimiento familiar? Algo muy porteño, dictatorial y dejado de la mano de Dios subyace, sin duda, en la permanente sugerencia a la desaparición repentina y a veces parcial (¿mutilación?), a la observación vigilante, a la inestabilidad catastrófica, a la volatilidad de lo real. El frío timbre silogístico-narrativo, institucional, exacerba este pavor que contamina a los objetos más pedestres: “Y es así como gato y porcelana / se vigilan el uno al otro desde hace mucho tiempo / sabiendo que bastaría la distracción más mínima / para que desaparecieran habitación, repisa, gato y porcelana”. El poeta describe esa casa suya, la del cerro San Juan de Dios, según interpreto, con una traducción de Eliot, poniendo de relieve el desvencijamiento provinciano, su torcedura espacio-temporal: “Quizás una casita en las afueras / donde el pasado tiene aún que acontecer / y el futuro hace tiempo que pasó”.
La original poética de Juan Luis Martínez, el efecto Martínez, por así llamarlo, no está tanto en uno u otro de los artefactos aislados de La nueva novela –aunque los pocos poemas incluidos sean dignos de cualquier antología de poesía chilena–, como en el montaje total y su persuasiva constelación de significados. Perteneciente, por lo demás, a una desconocida tradición de obras porteñas en que converge poesía y visualidad: Las ferreterías del cielo[pdf] (1955) de Arturo Alcayaga Vicuña, Cinepoemas (1963) de Sergio Escobar, La puerta giratoria (1968) de Eduardo Parra, Manual de sabotaje(1969) de Thito Valenzuela, Marilyn Monroe[pdf] (1972) de Alfonso Alcalde; la sensación de agujero negro, eso –valga la redundancia– tan propiamente martiniano, es lo que hace la diferencia en La nueva novela: lo recursivo e imprevisible, lo autorreferente e impersonal al mismo tiempo, ese vértigo lingüístico, parecido al que de niño sintió uno al repetir “una palabra tantas veces como sea necesario para volatilizarla”, lo dice el propio libro; ese efecto, digámosle, saussureano, de vaciamiento de los vocablos y resplandor de los objetos o de los seres –los pájaros que cantan en pajarístico, el Animalfabeto, el Nasobem, Sogol el perrito Fox Terrier, el gato de Cheshire, el cisne troquelado, Alicia Liddell y Delia Fernández– en su misterio innominable; eso circular, tautológico, fractálico, catacrético, que se muerde la cola y se observa a sí mismo, y desaparece engullido por la densidad insoportable de su propia presencia; se torna obvio, transparente hasta la invisibilidad, e instiga la lectura paranoico-crítica que enlaza ominosamente las crisis del arte contemporáneo y los crímenes de la dictadura chilena: esos anzuelos, por ejemplo, representaciones de sí mismos, insertados en la página, ¿son anzuelos o íconos tridimensionales de anzuelos? (¿el urinario de Duchamp, además de escandalizar al museo, no ha quedado inutilizado como urinario al exhibirse?), ¿y por qué los anzuelos están ahí luego del texto que reza: “En el mar y aun en el agua más ligera de los ríos, el cadáver de un hombre sobrenada como un pez muerto”? Esa cuerda, también, que se nos aconseja llevar al subir la escalera que nos remontará a nuestros recuerdos, ya que “Por no haber tomado esta precaución, muchas personas nunca han vuelto”, y esas otras personas escurridizas que van y vienen y (como el autor) hasta se extravían entre la página 61 y la 99...
Si es verdad que, como se ve, el libro fue confeccionado para lectores altamente especializados, incluso para lectores provenientes de la academia, que es donde más quizá se lo ha atendido, también es verdad que Juan Luis Martínez no pensaba en estos, sus lectores ideales, para facilitarles la vida. Y esto no solo por el imponente cúmulo de referencias culturales que hace falta manejar como mínimo para disfrutar del libro –al igual Joyce podría haber dicho que buscaba mantener ocupados a los profesores durante siglos–, sino también por las bromas borgeanas en que consiste parte de su obra. Los Poemas del otro, por ejemplo, aparecidos en 2003, que en realidad pertenecían al libro Le silence et sa brisure (1976) del poeta suizo-catalán llamado, por casualidad, Juan Luis Martinez. Lo cual se supo cuando ya se disponía de algunos comentarios críticos sobre la supuesta nueva publicación póstuma de Juan Luis Martínez, el poeta chileno, que para mayor crueldad había confesado abiertamente la jugarreta en el título –Poemas del otro, aunque como la carta robada de Poe quedaba relativamente oculta bajo el manto de lo evidente–, incomodando a los tempranos comentaristas y dislocando el concepto de plagio. La broma consistía pues en decir la verdad, aunque no toda la verdad y podríamos reprocharle póstumamente a Juan Luis Martínez, en palabras de Gesualto Bufalino: “Si bien es cierto que tú no escondes tu juego, no es menos cierto que haces trampa”.
Los herederos del poeta han continuado esta noble tradición vanguardista de epatar a los críticos, llevándola al extremo martiniano, pero no con el mismo sentido del humor: el estudio de Jorge Polanco Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico (2019) que incluía una antología visual al parecer sin el beneplácito de la familia, fue retirado de las librerías, y el crítico y escritor demandado arriesgando pena de cárcel. Los letrados, salvo Jorge Polanco en este caso, supongo, nos emocionamos para nuestros adentros cuando vemos que la literatura se convierte en un asunto riesgoso y excede el ámbito de los anaqueles. Sabemos también que este tipo de cosas elevan el valor simbólico y material de los libros y, hoy por hoy, quizá La nueva novela sea un caso único en el mundo: un libro de culto que, por si fuera poco, cuenta con un estudio aspirante a libro de culto (poeta apocalíptico). Y se ve que, mágica, enigmáticamente, el humor delirante del libro ha encontrado correspondencia en el mundo de los hechos, potenciando su mito con una serie de circunstancias que parecen sacadas del mismo libro y, creo, al contrario de lo que he escuchado, no hubieran disgustado a Juan Luis Martínez, ni a nadie que guste del teatro del absurdo y la comedia de equivocaciones. Haciendo honor a su impronta vanguardista, llevando “a una situación límite la lógica de su obsesión”, para utilizar palabras del propio poeta, las anécdotas vinculadas a la publicación, circulación y crítica del libro adquieren siempre un inquietante dejo literario, y resulta así cada vez revitalizado por la realidad que lo circunda. El juego de ausencias que son presencias (o viceversa) característico de La nueva novela, se ha perpetuado con el tiempo; las publicaciones póstumas del autor ya superan el número de publicaciones en vida, y lo seguirán haciendo; se habla de un armario lleno de trabajos inéditos que esperan su aparición.
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Nota
Para la información en torno a la biografía y obra de Juan Luis Martínez y los grupos de Valparaíso, he recurrido a los siguientes libros: Pajarístico. Aproximaciones a la obra de Juan Luis Martínez (2015), conjunto de artículos de distintos autores editado por Jorge Polanco, y La memoria: modelo para armar (1995) de Soledad Bianchi. Sobre la tradición de la poesía visual de Valparaíso, me informó el mismo Jorge Polanco, en una estimulante conversación telefónica. Dejo aquí mis agradecimientos. La cita de Gesualdo Bufalino la contrabandeé, debo decir, del epígrafe de la novela La Distancia (2013) de Nicolás Campos Farfán, ambientada en Ventanas.
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