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J. L. Martínez: Bloqueo lírico y desbloqueo
Por Carla Cordua
Publicado en Merodeos en torno a la obra poética de Juan Luis Martínez
Soledad Fariña y EIvira Hernandez editoras
Ediciones Intemperie. Santiago, marzo de 2001
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“La aparición de ese símbolo de la sierra o del serrucho es de categoría
negativa y sólo puede explicarse como uno de los signos que mejor traduce
la coacción ejercida por la estructura sobre la poesía y el arte modernos
a partir de la segunda mitad del siglo pasado”.[1]
Un poeta que prefiere expresarse en prosa, prefiere componer lo que llama una 'novela' que, por otra parte, no es una narración sino consiste de trozos aparentemente inconexos de diversa índole que reproducen, al menos en la forma, la autonomía y autosuficiencia de los poemas de que suelen constar las colecciones líricas, ¿qué relación establece en esta obra suya con la poesía? Esta es una pregunta casi inevitable a propósito de La nueva novela, un libro desconcertante como pocos, que el poeta Juan Luis Martínez publica en 1977.
Resulta normal para la poesía, que lo que la obra dice del poeta y éste de la poesía sea lo mismo que toca y conmueve al lector. Pues el poema terminado, comprendido y apreciado exhibe, en cuanto conjunto, a lo lírico como tal. Allí, en el caso de cada poema, se determinan unos a otros el poeta, la poesía, el sentido de la obra y la experiencia del receptor. De esta constelación múltiple patrocinada por la obra poética depende el carácter único de la ocasión en que lo lírico se produce a cabalidad y también su efectividad, en rigor irrepetible. Por lo general la relación del poeta con la poesía y con los receptores de ésta, no constituye para el lector lírico no profesional un enigma digno de cuestionarse pues el poema ofrece todo lo que la ocasión precisa. En el caso del libro de Martínez, sin embargo, por el desconcierto que no puede dejar de experimentar, su lector se verá asaltado por preguntas y enigmas sin solución. El poeta ha preparado deliberadamente este resultado anómalo. ¿Qué hacer si deseamos entender, participar, a pesar de todos los obstáculos?
Para contar con un modelo que arroje luz sobre los procedimientos de este poeta, demos por descontado, al menos por esta vez, que los poetas consiguen decir lo que sienten y quieren decir y que los lectores reciben bien sus palabras y responden adecuadamente a lo expresado en el poema. De modo que el poema logra reunir al poeta y al lector mediante su sentido, su sonoridad, su ritmo y su belleza. Allí, en este encuentro, florecerán conjuntamente de una manera memorable todos estos elementos y muchos otros. Lo que acontece de esta manera es algo complejo y muy diverso, según la ocasión, la cosa y las personas de que se trata en cada caso. Tal complejidad puede ser objeto de reflexión y análisis, pero la unidad lírica tiene que haberse producido ya para que pueda surgir el interés en sus componentes y en sus posibles sentidos.
La unidad compleja de lo lírico como acontecimiento singular digno de rememorarse depende de varios factores, uno de los cuales siempre ha parecido ser el principal entre todos. Son la emoción profunda y el sentimiento bien dicho: ellos sueldan todos los ingredientes del acontecimiento real de lo lírico, no importa cuán diversos y distantes, cuán improbables compañeros entre sí sean el poema, el poeta y el embrujado receptor. La emoción como tal es contagiosa: reímos con los que ríen y sentimos ganas de llorar si alguien llora delante de nosotros con suficiente convicción. Pero la poesía toca muchas cuerdas y no depende nunca sólo de la emoción. El sentimiento vivamente expresado también tiene un efecto asociador. Hasta los más solitarios, envueltos sentimentalmente en sí mismos, experimentan, al leer el poema que los integra al acontecimiento lírico, tendencias gregarias que no se conocían y de las que tal vez renieguen más tarde.
¿Cómo entender, entonces, que un poeta proceda a bloquear varios de los caminos por los que fluirían hacia el centro unitario los componentes que hacen posible lo lírico? Un poeta puede fundar momentos poéticos sin proponérselo expresamente; puede entender que la poesía es otra cosa que esta conjunción feliz y transitoria que presupongo aquí. Pero, ¿puede querer impedir que ocurra su encuentro con otro que entraría, gracias a su poema, en comunión con lo que el autor ofreció a la luz del día? Esta función de impedimentos desempeñan, en efecto, algunas de las páginas y de los materiales de La nueva novela: la oscuridad de muchas alusiones y referencias a otros autores, otras obras; las asociaciones de ideas demasiado personales, puramente subjetivas en el sentido negativo del término, al punto que resultan arbitrarias, forzadas e indescifrables, abundan en el libro de Juan Luis Martínez. También son obstáculos ciertas ingeniosidades más bien fáciles, atrevimientos propios de escolares, repeticiones que han perdido ya su poder de sugerencia.
Sin embargo, es tanta la libertad de la poesía que, aunque parezca un contrasentido, el poeta puede querer obstruir su encuentro posible con el lector en la inteligencia de ciertos significados e incluso, en el extremo, rehusar hacerse cómplice con otros en la creencia de que hay tal cosa como significados, sentidos, cosas que importan más que otras cosas cualesquiera. Esto ocurre de hecho, me parece. en la obra de Juan Luis Martínez. El autor se vale de varios procedimientos para mantener a raya al lector, para evitar la comunidad lírica con él, para no ofrecer 'poemas' que hagan posibles los momentos extáticos que aficionan al receptor a la manera del poeta y a sus composiciones. ¿Cuáles son estas técnicas de distanciamiento y desunión?
En sus primeras secciones, La nueva novela propone tareas para que el lector, convertido en aprendiz, las lleve a cabo. El autor le formula preguntas, lo llama a ejercitarse mentalmente, lo desafía con acertijos lógicos. En general lo mantiene ocupado y, como las tareas resultan ser irrealizables y las preguntas, imposibles de contestar, lo desconcierta. Nada de intimidades ni almas al unísono aquí. Más bien juegos y entretenimientos varios, generalmente dirigidos a la inteligencia, paradojas y adivinanzas, charadas irónicas y parodias más o menos trasparentes en su indescifrabilidad fundamental. Con estas ofrendas, Juan Luis Martínez comienza por reducirse a sí mismo a la condición de '"sujeto cero' que se hace presente en su desaparición", como dicen, acertadamente Lihn y Lastra[2]; pone distancias, evita la expresión contagiosa y genera un ambiente despersonalizado. Así bloquea desde el comienzo el efecto lírico y mantiene esta suspensión a lo largo de casi todo el libro.
Los pocos versos que ofrece La nueva novela son citas de una línea, poemas en alemán sin traducción, estrofas ingenuas o de un prosaísmo aplastante. La oscuridad última de los elementos del libro, la impenetrabilidad de las intenciones del autor tanto como el humor corrosivo de muchas de sus páginas, mantienen al lector al margen de toda participación simpática posible. En particular, los instrumentos típicos de la crítica y la negación expresa y algo perversa de las previsibles expectativas emocionales y sentimentales del lector lo envían exitosamente al desierto lírico. Lo que los juegos que inventa Juan Luis Martínez en esta obra podrían tener de gozosos está siendo continuamente congelado por la parodia, la burla. la triquiñuela. Hay una sola y gloriosa excepción a la manera predominante del libro que hemos descrito como la producción de una anestesia lírica que anula el impulso poético mediante juegos de negación y hace naufragar las esperanzas del lector que se deja provocar por los guiños líricos que el poeta ofrece y desbarata casi inmediatamente. La excepción que interrumpe el bloqueo lírico es el poema 'La desaparición de una familia' (LNN, 137) en las páginas finales del libro.
Martínez conoce perfectamente el efecto cautivante de esta hermosa composición, cuya presencia es preparada con cuidado por una siembra de señas sugerentes que la preceden sin dejarse descifrar hasta que no encontramos en persona al poema que ellas anuncian. Mencionaré sólo dos de estas anticipaciones pues lo que importa de veras en este contexto es el poema mismo en el que Martínez declara su desesperación de todo, también de la poesía, al parecer, y no sus anuncios incompletos en medio del bloqueo lírico previo organizado por el poeta. La fotografía de la portada del libro ya anuncia el desastre que expresa líricamente el poema. Representa una rodadura, cerro abajo, de varias casas; la misma imagen se repite (LNN 120) en la obra frente a una página que lleva igual título que el poema. "Desaparición de una familia". Bajo este título anticipatorio hay tres citas que se refieren de diversos modos a la precariedad de las casas: que ya han dejado de existir antes de ser destruidas; que no nos albergan ni cuando morimos y cuya edificación, se dice, precede inmediatamente a la muerte. Otro de los anuncios de la catástrofe definitiva hacia la que avanza todo el libro está ligado a la casa que Martínez asocia con su propia familia en un poema dedicado a sus padres (LNN 90; cf. 121). Ésta también desaparece antes de existir, está en el pasado y carece de futuro, se encuentra vacía y con las ventanas abiertas como un hueco anónimo en un tiempo sin dirección.
En el bello y terrible poema en el que desembocan los anuncios funestos sobre casas y familias que desaparecen encontramos una narración de la manera como las casas se tragan a sus habitantes. Aunque uno de ellos, el padre, advierte a los demás que han de tomar precauciones para protegerse de la casa de las desapariciones, todas las advertencias resultan vanas. Hay una necesidad implacable que domina la situación. Las estrofas repiten las advertencias y las fatalidades se repiten sin falta. Desaparecen la niña de cinco años, extraviándose "entre el comedor y la cocina"; el hijo de diez años, "entre la sala de baño y el cuarto de juguetes"; los gatos desaparecen "en el living" y el perro "en el séptimo peldaño de la escalera". Desaparece también el mismo padre que solía recomendar prudencia a los demás. Antes de perderse se dice a sí mismo:
"Ahora que el tiempo se ha muerto
y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
desearía decir a los próximos que vienen,
que en esta casa miserable
nunca hubo ruta ni señal alguna
y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza".
Aunque narrativa, esta poesía es intensamente lírica y da rienda suelta a las emociones y sentimientos del que ha aprendido a desconfiar hasta de su propia casa. Ésta es descrita prosaicamente: comedor y cocina, sala de baño y cuarto de juguetes, living, como la clase media chilena llama a la sala, escalera. Todo con un vocabulario que no cambia ni siquiera cuando el padre ya sabe que estos son todos nombres de abismos que se tragan al fin a la familia completa. "Nunca hubo ruta ni señal alguna", confiesa, pero todavía le habla a alguien que puede comprender a pesar de que, le dice a su interlocutor lírico, "de esta vida... he perdido toda esperanza". Tal vez la gravedad de lo que Martínez declara líricamente al fin justifique la demora y los obstáculos que pone en el camino. En cualquier caso, es obvio que sabe que nada suele comenzar con la desesperación.
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Notas
[1] Juan Luis Martínez. La nueva novela. Santiago. Ediciones Archivo. 1977. p 91 Las citas de este libro en el texto usan la sigla LNN seguida de la página entre paréntesis.
[2] Enrique Lihn/Pedro Lastra. Señales de ruta de Juan Luis Martínez. Santiago. Ediciones Archivo. 1987, p. 7.