Desolaciones y escisiones en Los números no cuentan, de Juan Mihovilovich
Los números no cuentan, Juan Mihovilovich. 241 pgs. Mosquito Comunicaciones, julio del 2008.
La primera vez que leí un cuento de Juan Mihovilovich fue en la Revista Andrés Bello, de El Mercurio, año 1978. Se trataba de “El ventanal de la desolación”, premiado en el concurso de la misma revista.
La arriba firmante, con 18 años en ese entonces, había obtenido una mención honrosa por un conjunto de poemas sobre la IV Región, hecho que la llenó de orgullo y fuerza para seguir escribiendo y no cejar, a pesar de los grises de la ciudad oncena, al decir de Roberto Rivera.
Hoy, treinta años después, vuelvo a leer el texto citado, reunido en el conjunto Los números no cuentan, cuentos escogidos de los libros El ventanal de la desolación (1989), El clasificador (1992) y Restos mortales (2004). La melancólica existencia de Darío, esa vida absurda, un poco mecanizada, sin sobresaltos, me vuelve a impactar: la elección de las palabras, el tempo narrativo, el aire beckettiano ingresando por ese ventanal y colándose por los ojos de quien lo lee, con la seguridad de estar frente a un cuento de impecable factura.
Veamos el siguiente diálogo:
“-Todo está bien, madre. Todo.
- Sí, hijo, todo está bien.
- Los arbustos han rodado secos esta mañana, madre.
- Sí, hijo, los vi rodar desde mi ventana: están secos. Ha habido poco viento.” (“El ventanal de la desolación”).
Madre e hijo hablan, pero en el fondo están mudos. Reiteran ideas sin ningún apego a esas imágenes que rondan por sus cabezas. Es la mano de Darío alejando a la mosca que se para en el rostro de su padre muerto, acicalado por los rasos del ataúd. Es Darío contemplando “como si el mundo hubiera desaparecido”.
Otros ventanales se abren en este libro de Juan Mihovilovich, cambian los nombres de los personajes, las circunstancias, pero el aire de vendaval, la tensión, hermana a los textos, donde los personajes parecen no tener salida y deambulan en sus propios laberintos. Es el caso de “Pasos en el techo”, “Las puertas tienen vida”, “Los números no cuentan”, “El puente”, “Visitante”, entre otros. Ya lo señaló Cortázar que tanto gustaba del boxeo: un buen cuento debe ser un uppercut, un knock-out para el lector. El golpe asestado desde las palabras y, a pesar de la conmoción, de esa caída, seguir leyendo, hasta el final. Es lo que sucede con estos textos donde la vida y la muerte juegan su ronda cotidiana.
“Ella era mi larva” y “Rubia obsesión” también se desenvuelven no trágica, pero desesperanzadamente en el puzzle de las relaciones amorosas, donde la mirada del narrador es luminosa y recubierta de un capullo de inefable erótica.
La escritora argentina Luisa Valenzuela, asegura que escribir es confrontarse con los abismos, ir más allá de lo conocido, desgarrar el velo de las palabras. Es lo que precisamente pasa en “Colibrí” y “Cuando los pétalos cayeron del aromo”, cuentos donde el lector asiste a una revelación emotiva en pos de la memoria, y cae, junto con los personajes, de bruces en una realidad que, de tan real, se convierte en un sueño de ojos abiertos: “¡Quiero ver la luz!”, parecieran gritar, como el ex funcionario de Las memorias del subsuelo, de Dostoiesvki. “¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero ver la luz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido una alfombra para los pies de los hombres”, párrafo citado por Juan Mihovilovich como epígrafe medular de su libro.
El encierro, la angustia, la locura, el desamparo, el espejismo del absurdo (Camus, Kafka, Cortázar, como referentes literarios), son los temas recurrentes de Los números no cuentan. Historias tristes de mascotas, como las de “Rocky” y “La gata parda”, donde los niños saborean el paso de la muerte.
Los ventanales se escinden con “Espantapájaros”:
“Cuando intenté espantarlos como un ser humano común y corriente advertí que mi empresa sería inútil. Los pájaros siempre supieron que esa era mi condición natural y su previa observación no fue sino una lástima efímera derrotada por mi debilidad corporal. Ahora están allí durante todo el día y sólo me resta esperar. Esperar que la noche descienda para erguirme nuevamente en el promontorio y soñar despierto que mañana sí seré un espantapájaros verdadero.” (“El espantapájaros”).
Como el aforismo del grajo ‘Kavka’, este espantapájaros va en búsqueda de una jaula, y su fragilidad radica en que está hecho de tiempo y es dueño de su tragedia. Al respecto, Camus nos ilumina:
“Extraño a mí mismo y a este mundo, armado únicamente con un pensamiento que se niega a sí mismo en cuanto afirma, ¿qué condición es ésta en la que no puedo conseguir la paz sino negándome a saber y a vivir, en la que el deseo de conquista choca con muchos que desafían sus asaltos? Querer es suscitar las paradojas.” (El mito de Sísifo, Albert Camus, p.35).
En Los números no cuentan, todos los textos suscitan paradojas y extrañezas. Cada uno de los personajes tiene su propia roca para llevar a la cima de sus ilusiones, desolaciones y resquebrajamientos.
Recomiendo la lectura de este gran libro de cuentos de Juan Mihovilovich, autor que nos enseña a ver la vida de un modo diferente.
Septiembre del 2008... .. .. ..