VIRGINIA EN
LA VENTANA
Juan Mihovilovich
Me dio pena verla. Eso es todo. No es que quiera dramatizar la situación.
Simplemente la recordaba de otro modo y claro, verla ahí no
ha sido muy reconfortante. Solía acordarme de ella de vez en
cuando. Al principio nadie imaginó que un día pudiera
estar cerca de mí. En esa época arrendábamos
un departamento. Eramos cuatro tratando de sacar un título
de cualquier manera. Vivíamos en el tercer piso de un pequeño
edificio, una de esas típicas construcciones que sirven de
sustento a algún rentista al que nunca se conoce. Por lo mismo el departamento no era de los mejores, pero en tiempos
de estudiantes nos conformábamos con poco. Cerca de la universidad,
con locomoción al alcance de la mano y con relativo estatus
ante nuestros compañeros por el hecho de vivir a un par de
cuadras de la arteria principal, y no en una pensión, que era
lo habitual. Desde el tercer piso se podía controlar en algo
el espacio circundante. No había otros edificios. El nuestro
era el único que se destacaba por sobre el resto de las edificaciones.
Abajo había un garaje mecánico donde entraban y salían
automóviles esporádicamente. Ese garaje ocupaba parte
importante del patio, en el que se compartían los colgadores
de ropa con los vecinos, con la incomodidad de los vehículos
estacionados y con la dueña de la panadería que estaba
en el primer piso. Al costado izquierdo comenzaba la calle prohibida
y justo en el vértice opuesto se veían los primeros
bares y prostíbulos disimulados. Hacia el lado norte y frente
al primer piso había una casa colindante con el patio y separada
por una pandereta. Era un chalet de clase media con entrada para autos
y un espacio abierto al lado de dos ventanas que daban a la muralla.
Desde lo alto se podía observar el movimiento interior, y se
transformó en una especie de ritual colectivo ver qué
ocurría cada noche después de las diez. Allí
nos apostábamos para mirar a Virginia, la misma Virginia que
estoy viendo ahí, al otro lado del mesón. Nos excitaba
verla pasar desde su pieza al baño y viceversa. Era incitante
contemplar cómo en sus idas y venidas retornaba cada vez con
menos ropa. Al comienzo completamente vestida, después regresando
sin la blusa y por último sacándose el sostén
y quedando con esas dos voluminosas redondeces desafiando a la ventana.
En esa ventana no había cortinas, apenas un visillo transparente
que permitía divisarla con cierta nitidez mientras sus prendas
íntimas iban desapareciendo luego de cada movimiento. Virginia
era la empleada de esa casa y durante el día rara vez la divisábamos,
salvo cuando casualmente nos topábamos en la panadería
o en la feria que se establecía a una cuadra del edificio los
martes y los viernes. Durante semanas hicimos de su ventana y la nuestra
un rito unilateral. Nosotros saciando a medias una libido intranquila
y motivando alguna oculta desazón nocturna. Ella, ignorante
de su desnudez y sus efectos, actuando cada noche como actriz involuntaria.
Se quedaba sentada en la cama largo rato como si le costara decidirse
a presionar el interruptor de la luz. Yo se lo dije después,
cuando lo creí pertinente. Primero se sonrojó, en seguida
se alteró diciendo que éramos unos degenerados sin ninguna
vergüenza. Le encontré razón a medias, pero no
quise rebatir. Por otro lado el resto de mis compañeros no
sabían que yo había accedido a Virginia y por tanto
no entendían por qué dejaba de mirar por la ventana.
Yo argumentaba que un tiempo estaba bien, pero una mala costumbre
como ésa no podía perpetuarse. Que una cosa era la lógica
curiosidad de unos días y otra distinta la morbosidad permanente.
Al cabo de un tiempo se cansaron, además no lograban entender
el cambio de visillos por gruesas cortinas en la ventana de Virginia.
Ello causó inicialmente exclamación de decepción
y luego de aburrida aceptación. Pronto nadie se asomaba por
la noche, así que la habitación de Virginia gozaba de
su propia luz y nosotros de la nuestra. Lo concreto es que con ella
me tropecé en la feria. No había otro sitio posible.
En la panadería era demasiado obvio, porque la dueña
nos conocía. Hubiera visto con pésimos ojos que un universitario
cortejara a una empleada doméstica. Deduciría de inmediato,
con o sin razón, que algo había detrás. Así
que provoqué el encuentro de modo que pareciera casual. Yo
había estado contemplando a Virginia en las mañanas,
cuando ella sacaba la basura a la calle. Lo hacía a eso de
las nueve. Para poder mirarla pretextaba que ingresaba a clases después
y me quedaba solo en el departamento, con la ventana abierta y las
cortinas descorridas. Al comienzo perdí varias horas sin objeto.
Virginia no se percataba, efectuando su rutina con absoluta prescindencia
de mi observación. Pero, debió ser la obstinación
de mi presencia y la fuerza puesta en la mirada lo que hizo que un
día se detuviera a la entrada del portón y alzara la
vista. Se cruzó con la mía unos pocos segundos y eso
fue todo. Sin embargo, para mí había sido suficiente.
Ya sabía de mi existencia y lo comprobé los días
que siguieron, en que estacionado y esperando ella me miró
repetidamente. No fue sólo la mirada inicial al cerrar el portón
e ingresar a la casa. Luego salió al patio, colgó unas
prendas en los cordeles haciendo coincidir sus movimientos para cruzarse
con mis ojos. En eso estuvimos un par de semanas. Después ya
nos sonreíamos y como la complicidad era evidente y silenciosa,
por las noches dejaba un resquicio en las cortinas mientras se desvestía.
Yo, en tanto, con las luces encendidas y un libro en las manos fingía
leer algunas páginas. A esas alturas poco se acordaban mis
compañeros de las sesiones de desnudo, así que podíamos
comunicarnos con Virginia sin interferencias. En la feria di muchas
vueltas a su alrededor. Ella lo sabía y cada cierto lapso se
detenía preguntando cualquier cosa, como si me invitara a abordarla.
Sentía que las piernas me temblaban absurdamente y un nerviosismo
inédito me impedía acercarme de una buena vez. Tuve
que causar esa especie de encuentro fortuito, de encontronazo casual,
resultando tan evidente que Virginia se echó a reír
en mi propia cara. No tuve más remedio que superar mi bochorno
y reírme con ella. Lo demás siguió su curso normal.
Hablamos cuestiones generales, de su familia y la mía, de su
trabajo y mis estudios y quedamos en vernos más adelante. Ocurrió
lo previsible. Un fin de semana en que todos mis compañeros
viajaron, Virginia estaba conmigo en mi dormitorio. Desde el comienzo
se negó diciendo que no tenía sentido, que yo sólo
buscaba un placer pasajero y que no existía nada en común.
Le dije que era verdad lo del placer, pero que fuera o no pasajero
dependía de las circunstancias, aunque no supe decir de cuáles.
No pasó nada esa vez ni en otras que quedamos solos. Terminé
pensando que con Virginia se iba consolidando una amistad forzada
en principio, pero agradable y necesaria después. Mis compañeros
acabaron por enterarse de nuestra relación y si bien imaginaban
que todo había pasado entre nosotros no hicieron mayores comentarios.
Al contrario. Hubo una aceptación implícita y nadie
hizo mención alguna de nuestras nocturnas observaciones. Virginia
llegaba al departamento buscándome a diario. Lo hacía
al ir de compras o si la enviaban por algún trámite
al centro. A veces coincidíamos y pasábamos juntos mucho
rato conversando de cualquier cosa. Ella tenía una especial
perspicacia para entenderme y eso me halagaba, pero también
me sorprendía. Es verdad que internamente la deseaba, pero
ese deseo se iba atenuando. Virginia era atractiva y sensual. Y no
lo era sólo por ese busto erguido y desafiante que habíamos
divisado largo tiempo por la ventana. No. Tenía cierta languidez
corporal que parecía alargar sus movimientos cadenciosamente
como si a uno lo invitara a acariciarla. Cuando yo estaba asumiendo
esa amistad como algo natural pasó que hicimos el amor. Fue
un sábado por la noche. Me había quedado preparando
unas materias y los demás se habían ido. A eso de las
diez Virginia entraba por la puerta y me abrazó largamente
besándome en la boca. El resto sucedió con apasionada
ternura al descubrir que ella estaba asustada. Le pregunté
por qué y me contestó que nunca lo había hecho
y que tenía miedo. Después las citas se repitieron por
varios meses hasta que un buen día Virginia me dijo que no
me vería más. Anunció que se casaba, que había
encontrado a un muchacho de una metalúrgica que le parecía
bueno, y terminó diciéndome que lo nuestro había
sido hermoso. Eso fue todo. De cualquier manera se anticipaba a algo
que tarde o temprano pasaría. Dejé de verla y ella se
marchó del chalet sin avisarme. No volví a saber de
ella hasta cuatro años después. Terminaba el año
y no encontramos nada mejor que celebrar la llegada de vacaciones
recorriendo el barrio pecaminoso. Desde la entrada de un burdel miserable
alguien me llamó. Era Virginia apoyada en la puerta. Lucía
un ajustado vestido barato que dejaba tres cuartas partes de sus piernas
al descubierto y un escote que sus pechos rebasaban. Estaba algo bebida
y me invitó a entrar. La seguí como un autómata
con una rara mezcla de asombro, curiosidad y compasión. En
un salón lúgubre y bajo unas luces mortecinas el rostro
de Virginia denotaba un increíble adelanto del tiempo. Se veía
vieja y cansada y calculé que no tendría más
de veinticinco años. Es verdad que se había casado,
pero su matrimonio resultó un desastre. Él la golpeaba
obligándola a trabajar de noche. Yo la escuchaba en silencio,
repasando con insistencia la primera vez que hicimos el amor, su mirada
tierna y dulce descubriendo el comienzo del placer. Me dijo que me
quedara, pero que no pensara mal. Le contesté que no, que debía
marcharme. No sé bien si era por la hora o porque un dolor
oculto me impulsaba a huir lo antes posible. Insistió que regresara
otro día, que esperaba un hijo para los próximos meses
y que le gustaría recordar el pasado de otro modo. Tal vez
regrese, contesté y me alejé casi corriendo. Por eso
es que no quiero dramatizar el pasado. Virginia es la misma que está
ahí, detrás de ese mesón del tribunal. La vuelvo
a ver después de tantos años. Parece una anciana decadente
con ese vestido ridiculamente ceñido y esas mejillas con exagerados
coloretes. Un actuario le hace preguntas que ella responde con indiferencia.
Escucho que se trata de un robo o algo similar y que no es la primera
vez que la detienen. Estoy por irme cuando ella vuelve la cabeza como
un presentimiento. Por un fugaz instante me mira profundamente y luego
regresa los ojos al actuario para seguir hablándole con desgano.
Me retiro pensando que no me ha reconocido, que su mirada pasó
de largo y yo me figuré una profundidad angustiosa que sólo
existió en mi imaginación. Siento que trago saliva,
que me cuesta respirar. Y a medida que avanzo hacia la puerta, como
en una nebulosa veo a Virginia caminando por el cuarto y a nosotros
bebiendo en las sombras su inquietante desnudez.
Juan Mihovilovich nació en Punta Arenas en 1951.
Ha publicado, entre otros títulos, la novela "La última
condena" (Pehuén Editores, 1983) y los volúmenes
de cuentos "El ventanal de la desolación" (Obispado
de Linares, 1989) y "El clasificador" (Pehuén
Editores, 1992). Cuentos suyos figuran en numerosas antologías
publicadas en Chile y en el exterior. Ha sido galardonado en múltiples
certámenes literarios, entre los cuales destacan: Andrés
Bello de El Mercurio en cuento (1978) y Pedro de Oña en
novela (1980).
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