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Desencierro y contagio
En torno de dos novelas de Juan Mihovilovich
Por Gustavo Boldrini
Puede que condenar a un hombre no sea novedoso. En cambio, condenar a un
colibrí tiene el permisible sinsentido literario de “desplumar” a otro cuya
naturaleza no permite el crimen ni menos una condena, y si eso sucede lo hace
un absurdo.
Así comienza todo en “El contagio de la locura”. Un libro del que, hasta
ahora, se han hecho comentarios valorando y calificando su universo literario
sin considerar que lo que allí se narra es también una denuncia de hechos que
suceden en la realidad. Casi como en una vindicta, se aclama a quien ha sido
capaz de denunciar y condenar tales conductas, pero sólo cuando se mantienen
en el universo “literario”, y no se acepta que estas tengan el poder de
desnudar la condición humana. Es el tema del absurdo comentado desde un lugar
donde la alienación psíquica y moral tiene fallo culpable y tiñe todo tipo de
relaciones; deshumanizándolas, criminalizándolas... Por supuesto que tal
aclamación -que no se hace cargo de lo que se denuncia- se verifica desde los
cánones temáticos y autorales que la propia literatura se da para ser sólo
eso, literatura. Entonces, para atenuar el horror verídico, aparecen las
comparaciones literarias que, a mi juicio, desvían el valor denunciante del
arte.
Por ejemplo, de la obra de Juan Mihovilovich se dice... “kafkiano”. Quizás lo
sea cuando no se entiende la razón atávica de la incomunicación de esos
personajes que permanecen extraviados en medio de un mundo que no les responde
ni explica nada. “Rulfiano”, cuando la temporalidad de ese universo no
equivale a la vigilia conocida, e incluso provoca y equipara planos de diversa
condición: muerte y vida pueden ser estigmas, sospechas, inculpamientos y
condenas. Todos, casi sinónimos que grafican una moral que ha perdido su
medida. “Dostoievskiano” porque, al fin, toda lucidez, heroísmo o debilidad –ya desde antes que se verifiquen como crimen o milagro–, hacen del hombre un
convicto. Sólo que estos intentos por filiar la obra de J.M. desde un universo
de referencias ilustradas, universales, se hacen irrelevantes cuando en la
obra se reconoce un suelo local y a un protagonista que a todas luces es
también el autor participante. Tanto, que en el caso de “El contagio”, el
protagonista es un personaje tan verídico que bien pudo haber experienciado la
trama de la novela antes de escribirla:
“–¡Es el juez!–, le contesta en un susurro, con la cabeza gacha.
–¿Y quién mierdas es el juez?, ¿Es Dios acaso...?” (p.36)
Y es que en realidad puede ser el juez de Curepto, de verdad y de mentira. ¿Pero puede decir una mentira alguien que también desde el ejercicio literario
expone facetas tan fidedignas y controvertidas?
Una experiencia de lector
Debo escribir mi experiencia escarbando dentro de los intersticios
reconocibles que mis propios horrores dejan y me permiten. Es que el
hermetismo de la obra de Mihovilovich dispone a la intriga o al compromiso del
lector una apropiación de su obra que repercute, resuena, y en esa resonancia
se sacian (o pierden) muchas interpretaciones. Su resonancia no sólo nace
desde la construcción o las vestiduras de personajes complejos, sino que
también detona o provoca la intimidad del que lee haciéndole aflorar sus
propios alegatos. Y, en este caso, con la “llaga abierta”, el lector es
también escritor.
Entonces, la primera virtud y reclamo tienen que ver con ese misterio
indisoluble de la pregunta ¿por qué se escribe?, o ¿por qué debo hacerlo?, o ¿por qué leer esto o lo otro? Y la obviedad cómplice del escritor quisiera dar
cuenta de que existen tantas razones para leer como escritores. Y así uno
queda atrapado en esta lectura, pero ¿por cuáles razones se sigue leyendo?
La entrada a la difusa naturaleza del arte –aunque esta deba explicarse desde
la ineludible consideración a la enfermiza y aún nutriente soledad del
escritor– semeja a quedar atrapado en un cepo dentado. Sobre todo, desde la
mudez elocuente (estoy pensando en “El desencierro”) se hace incomprensible la
pregunta acerca de cómo la dignidad violentada del artista pueda convidar
tanto, o por qué escribe el adulto atormentado sobre un niño cuyos abuelos
llegaron de la Croacia.
Sé que la mía es una lectura psicologista, moral; que (aparentemente) no
tendría que ver con la literatura. ¿Y qué? ¿Acaso esta podrá liberarse u
omitir la materia humana que hay en ese libro, justo ahora en que por tanto
existir se la anuncia (a la literatura) moribunda; en forma tan alarmante como
si se anunciara el fin del pensamiento, o el del dolor y que para el caso ¿no
eran lo mismo? Eso hace la materia básica de Mihovilovich: pensamiento
doloroso.
No leí en orden cronológico los libros de J. Mihovilovich. Leí “El
desencierro” (2009) antes que “El contagio de la locura” (2006), expresados
ambos desde monólogos densos, introspectivos, atentos a extraviada condición
humana e impotentes, también, ante la atmósfera opresiva que pueden brindar
como símbolos Punta Arenas, alguna vez ciudad presidio, o Curepto, la
castigada por el terremoto.
Ambas novelas exigen la misma concentración y, esto, porque aun cuando hayan
sido formalmente expresadas desde idénticas, amenazantes cavilaciones, son
soliloquios que nacen o requieren distintos marcos escénicos y temporalidades.
Entonces, sería la lectura en orden cronológico lo que permitiría afirmar,
desde las claves de la reincidencia autoral, que siempre se escribe la misma
novela; aunque es el “tratamiento” de la agonía, la resurrección, la esperanza
o la condena, lo que permite el que sean distintas.
Si en el entorno narrativo de “El desencierro” existió un nebuloso set
-Estrecho de Magallanes- y en medio de la ciudad un práctico Río de Las Minas,
la imagen sólo era un soporte, un estrado, desde el cual se exponía el horror
interno. En cambio, en “El contagio de la locura” es el pueblo, los hechos de
su disuelta sociourbanidad, los que detonan en el protagonista la materia
teatral de su monólogo interior. Los paseos con los perros, la conversación
con el vagabundo, el acoso de la insana, el episodio del borracho, el
encuentro con el librero, asedian y anuncian el paulatino extravío mental del
protagonista.
En “El desencierro” lo primero es un estado humano “a priori” de las
viscisitudes del acontecer urbano. Aquí son los temas, la reflexión sobre
ellos (el feto abandonado, el aborto, los migrantes.... ) los que desde un
lacerante recuerdo solicitan la aparición de algún set exterior, ad-hoc,
paralelo y necesario para la ilustración del monólogo: el Estrecho de
Magallanes, el Río de Las Minas. Aunque estos escenarios bien pueden ser
prescindibles, debemos considerar que J.M. es de ahí y “algo tendrá que haber
hecho”. En “El contagio”, en cambio, no podría existir reflexión ni flagelo
sin la anécdota exterior que los detona. Aquí existen personajes (por ejemplo
un borracho), hechos (la imaginaria caída del juez en las gradas del Banco, el
lucerío que ilumina la noche del poblado...) que funcionan como los móviles
visuales provocadores de la locura o el sentimiento de “contagiado” que sufre
el protagonista.
Así las cosas, la escritura de Juan Mihovilovich (para leerlo) me planteaba
con urgencia mi propio “desencierro”; igual de rápido que la necesidad de
evitar “el contagio” a toda costa. No pude. Es que su impiedad literaria le
devuelve toda la razón posible a esos lugares desde donde nada amable puede
salir ni, menos, encontrarse alguna verdad que, conocida, sirva de atenuante
ante el extravío. Implacable. Actuando desde una estatuída y común paranoia o
una extraña legalidad epocal, todos tenemos un ineludible papel que ilustrar
(¡o evadir!) dentro de estos libros donde imperan el desencierro, la eclosión
y la locura de los tiempos.
En fin, los “desencierros” y los extravíos mentales de J. Mihovilovich, hasta
ahora se proponen desde un real encierro y una locura irreversible. Es la
regla de su arte: las cosas ya sucedieron. De lo contrario, podría haber sido
un “escritor magallánico” o, aclimatado en Curepto, un “escritor
costumbrista”.
Y quizás sea por lo mismo, por esa vitalidad, reminiscencia de la provincia,
que el ejercicio actual de su sensibilidad -tan humana- da la medida de su
desesperanza ¿o esperanza?. Quizás dentro de esa moral todo clame por el
desencierro, por la lucidez; desde claves, tamices posibles, que permitan
filtrar (cuando los horrores son tan sólidos y reales) el dolor, la
incomprensión, los desvaríos... antes de que ese encierro llegue a convertirse
en locura, cosa contagiosa.
Dos novelas, –la misma, en el mejor sentido del término- insoportablemente
provocativas y resonantes.