LA MATERIA DEL FRACASO
Por Jorge Marchant Lazcano.
La Nación Domingo, 4 de enero de 2009.
No le resultó fácil a Richard Ford imaginarse a un lector descubriendo “Vía Revolucionaria” a cuarenta años de su primera edición. Esto fue en el año 2000 cuando se le solicitó un epílogo para -posiblemente - una edición conmemorativa de la novela de Richard Yates. Ahora, con Leonardo di Caprio y Kate Winslet reviviendo a los sórdidos personajes de la novela de Richard Yates en la película de Sam Mendes que se acaba de estrenar en los Estados Unidos, el asunto se pondrá aún más peliagudo. La pareja que protagonizó hace algunos años el endulzado romance a bordo del “Titanic” debe enfrentar en vías de maduración, la historia que dio inicio al desmoronamiento de los sueños americanos en los años 50. Richard Yates publicó esta novela en 1961 mucho antes de que Raymond Carver, Richard Ford o el propio Philip Roth hicieran lo suyo, y ha sido poco leído en Latinoamérica y de acuerdo a lo que señala Ford, a lo largo de todos estos años, su reputación “subió y bajó para subir de nuevo”. Al parecer, Yates nunca fue un escritor de moda en su propio país, y “Vía Revolucionaria” recién se conoció en español en 2003. Ahora aparece una nueva edición por Alfaguara.
Si a Richard Ford no le parece - a sus 56 años -, estar tan alejado de la realidad de 1955, año en que transcurre la acción, a mi que ya ando en los 58 me resulta aterrador no haberla conocido antes. En rigor, podría haberla leído en mi primera juventud y habría comprendido antes que esa fantasía de los suburbios americanos, tan bien imitados en Chile, eran la materia de la cual no están hechos los sueños, sino las pesadillas.
Eran los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando los americanos blancos decidieron reinventarse una nueva vida, crear nuevos barrios suburbanos, tener muchos hijos para sentarse en esos salones de plástico a ver televisión en aparatos de bakelita. Habían logrado salvar sus vidas en los frentes de batalla como Frank Wheeler, se habían conseguido una hermosa mujer como April Johnson que hasta podía fantasear con ser actriz, aunque fuera en una compañía aficionada en Connecticut. Y soñaban y soñaban con la buena vida que les prometía Eisenhower, sin estar muy concientes de las cazas de brujas de McCarthy porque el comunismo era una amenaza real que podía aguarles el panorama. Demás está decir que los negros - la mitad del país - no existían.
Es en estas circunstancias y en esos terrenos que Richard Yates sitúa al matrimonio Wheeler, en la perfecta casita de Revolutionary Road, junto a cientos de parejas iguales a ellos. Iguales en la apariencia del tedio, de los hábitos domésticos, de los embarazos, las infidelidades y las borracheras. Del conformismo. Pero los Wheeler están determinados por la tragedia de “la pasión mansa y arrebata a la vez” según dice Keats. Ellos ni siquiera se permiten el sueño de la felicidad porque han entrado al juego con las piezas equivocadas: el desasosiego de un carácter marcado por la fibra de Emma Bovary, la compulsión por lo que se vislumbra y no se tiene. La fantasía de París que, muchos años antes, le costó muy cara a la generación de Scott Fitzgerald. Como los Wheeler, en su vulgaridad, son incapaces de advertir las señas ocultas, no se dan cuenta de que París nunca fue una fiesta salvo para los ricos.
Creciendo en un suburbio de Las Condes, por esos mismos años, en casitas que a su vez trataban de emular la misma pesadilla, sin haberse salvado de ninguna guerra, atenazados con el rigor del catolicismo más que el pánico al comunismo, nuestros fértiles padres fueron algo así como los vecinos de los Wheeler, sujetos nunca imaginados por Yates, pero que permiten ampliar el radio del sucio realismo. Aquellos que se salvaron para contar la tragedia, como les sucede a los personajes secundarios de Richard Yates que no logran dimensionar la desesperación de lo que April advierte al último momento: “que para hacer algo absolutamente serio, algo de verdad, al final resultaba que tenías que hacerlo tú solo.”