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Juan Mihovilovich, escritor:

“Mi literatura tiene el sello de la precariedad humana”

Por Jorge Andrés Palma
Revista Ercilla, 6 de abril 2009

Escritor prolífico e inquieto. Su estilo reflexivo y profundo es la impronta de su trabajo. Dentro de pocos días Lom publicará “Desencierro”, una novela de antigua data, en la que realiza un viaje hacia la profundidad del alma humana.

“Empecé a escribir poesía a los diez o doce años, luego es evidente que mi vocación primaria es la literatura”, asegura Juan Mihovilovich. Nació en Punta Arenas, en 1951, y considera que esta ciudad, y “particularmente el barrio croata donde viví mi infancia y parte de mi adolescencia, nutría de personajes marginados del centro ciudadano. Sólo había que estar atento a esos mundos parcelados y escindidos. Nuestra propia infancia era una especie de ghetto, un universo físico apegado al Estrecho de Magallanes sin otro referente que los cerros o el mar. En ese vasto espacio la imaginación se conjuga con la soledad individual”. A partir de allí, el imaginario del autor conoce y se nutre de Dostoievsky, Kafka, Melville, Rulfo, Sabato, Cortázar, “y en un período menor, García Márquez. Me he interesado más por narradores que bucean en la interioridad, que intentan descifrar los conflictos individuales o sicológicos a partir de sus propias experiencias vitales, sin que esa opción sea excluyente”, expresa.
 
Dentro de algunos meses  su novela “El contagio de la locura” será llevada al cine a través del publicista y director Cristóbal Martínez Muñoz. “Esto se debe a que el personaje ‘representa’ una visión de mundo distorsionada, pero que no se aleja demasiado del caos del mundo moderno, independientemente de que ese caos ocurra en Londres, en Curepto, o en la psiquis de un habitante de ciudad o un campesino empobrecido.  En esa universalidad radica parte significativa del texto”, asegura el autor. “Si la narración parece atemporal es porque, justamente, el tiempo no emite opiniones, no sentencia, no subjetiviza; más bien el tiempo es un juego universal, donde todo ocurre por seria diversión y las cosas que acontecen, tal vez no acontezcan, sino que son el remedo de una conciencia que juega con los patrones de la conciencia personal, es decir, con su propia idea de sí misma. Puede que por ello el trabajo funcional  del personaje-sentenciador le parezca inútil. ¿Qué tiene que ver en esencia el tiempo del condenado con el tiempo del juez? ¿Coinciden verdaderamente?”, agrega Mihovilovich.

- En su trabajo se muestra al hombre en su más completa indefensión frente a sus padecimientos, ¿Por qué ha sido su interés explorar el lado más feble de la condición humana?
- Mi literatura tiene el sello de la precariedad humana, incursiona de modo preferente en los seres y las cosas que ocupan espacios minúsculos o anónimos. Es allí donde la existencia me parece más grande y heroica. Como señala el escritor húngaro Sandor Marai, asombra que individuos desprovistos de pretensiones  desmedidas resistan a la fragilidad de su destino. No hay en ellos otra exigencia que la vida cotidiana. Están alejados de los centros de poder y, sin embargo, lo nutren y alimentan, lo proveen y sustentan desde sus labores mínimas. Un barrendero o un panteonero me parecen infinitamente dignos en su quehacer. No hay nada en ellos que pareciera cambiar la historia humana, pero la sostienen invisiblemente. No tienen la impronta de la grandilocuencia ni ocupan los espacios públicos o privados de las primeras filas. Sin embargo, alguien colocó las sillas. Alguno portó la  bandeja con el vino de honor o condujo al Ministro por calles secretas. He ahí la indefensión del ser anónimo y he ahí también su fortaleza. Y también su llamado con una inaudible invocación: “Quiero ver la luz. He vivido sin vivir; mi vida ha sido una alfombra para los pies de los hombres,” clamaba Dostoievski hace más de un siglo. Y ese clamor atemporal es un eco de la historia presente, individual y colectiva.  ¿Cómo no escribir sobre el dolor, entonces, o sobre la indefensión de quien padece, sufre y a pesar de todo, sobrevive?            
 
- Al leer la historia del juez de “El contagio de la locura” da la impresión de que Juan Mihovilovich, el autor- juez detrás de la ficción pretende autorretratarse…
- Es inevitable proyectar una parte de sí mismo en las historias que el autor construye. La visión de mundo tiene su correlato en la experiencia cotidiana, en lo inmediato, en las funciones que el individuo desarrolla para sobrevivir. Nadie es ajeno a ello y menos puede serlo un novelista. Ahora bien, más allá de que pudiera existir una coincidencia entre la ficción y la realidad, lo verdaderamente importante en una obra literaria es la forma en que  ella traduce de manera creíble la historia que se narra, aún cuando la misma pudiera ser –como en el caso de El contagio…- una narración pródiga en elementos fantásticos, en desequilibrios síquicos o en exageraciones indesmentibles sobre el entorno. Si en las imágenes que la novela proyecta se trasluce una suerte de conflictos de identidad ello supera, con creces, la idea del autorretrato.  Es más, ¿quién define o determina los límites entre el autor y el personaje? ¿El propio narrador, el lector, la propia historia que se cuenta?
 
- Uno de sus personajes afirma que la realidad “nunca le pareció horizontal,” en tanto menciona que el sistema pesa sobre las criaturas. ¿Cómo define usted el escenario donde la humanidad se desarrolla?
- La realidad no es horizontal, qué duda cabe. La escala del poder se jerarquiza y las genuflexiones son parte de los sistemas sociopolíticos y económicos que el hombre se ha dado. No es posible mirar al otro como parte de sí mismo. En un mundo competitivo y deshumanizado la lucha por el poder sólo cambia de manos. La vida planetaria ha descendido a niveles de opresiones invisibles y nadie está exento de ser un número perdido en la muchedumbre o un simple dato estadístico. El riesgo de perder el norte ya no es una entelequia. (…) He ahí el drama del mundo moderno: aquejado por el cáncer de su propia codicia y frivolidad la especie humana bordea los límites de su extinción o de su renacimiento.  La pregunta es, ¿si se logrará o no sobrevivir a  su ambición desmedida o renacerá la esperanza en medio del caos generalizado?  Alguien dijo alguna vez que la literatura no salva a nadie; tal vez, pero la literatura de verdad no es mero entretenimiento, sino también un acto implícita reflexión sobre sí mismo y  el mundo. Entonces, veladamente, preanuncia, sugiere y advierte.

 

 

 

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