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Tras las nubes habitan los ángeles.
(El dilema de la novela política- histórica o la política de lo demencial)

Por Juan Mihovilovich
-escritor-

Novela.
Autor: Eduardo Soto Díaz.
Editorial Cesoc.  189 páginas. 2008.

Edmundo Silva había entrado a trabajar como redactor político del Diario El Mundo –hacía cuatro años- acostumbraba a almorzar en el City, un hotel de calle Compañía ubicado a una cuadra del Congreso… formaba parte –Silva- de esa cerrada aristocracia periodística –grupo de redactores políticos-  que había elegido al City como lugar neutral donde compartir el receso del mediodía… un pacto no escrito… donde conversar sin tener que participar de polémicas tan comunes en ese tiempo de enfrentamiento ideológico...

Con esos datos someros de la primera página de la novela podemos delinear el espacio-temporal (los años 70 se desprenderán de inmediato en las dos páginas siguientes) desde el cual el personaje principal irá incursionando en una historia que, no por conocida, develará sorpresiva y progresivamente el drama de una sociedad enferma –sin duda, la nuestra- que ha de derivar en un sucesión inequívoca de los traumas personales y colectivos que hicieron del Golpe de Estado del 73 el paradigma de los desencuentros, de los ajustes de cuentas, de los fracasos ideológicos y del derrumbamiento inevitable de utopías que se fueron confundiendo con los apetitos individuales, con experiencias contradictorias, que debían desembocar –como en la archirepetida tragedia griega- en un final insoslayable.

Ya sabemos que la novela histórica y la novela política resultan difíciles de diferenciar, más aún  si suelen utilizar –como en el caso que nos ocupa- registros variados: parte de la historia como soporte, la política como su correlato y la ficción como contrapartida, para intentar fusionar un mundo interior –el mundo novelesco- en una suerte de delirante anticipación, donde el futuro de la vida social y política, amen de la individual, serán subsumidas en el afiebrado cerebro del personaje que, por obra y gracia de sus facultades premonitorias “va adivinando” el devenir, no porque se predisponga a ello, sino porque percepciones incontrolables empiezan a ocupar su mente de modo inevitable y paulatino, y el drama humano que avizora será tan irreal que irá también  –otra progresión forzosa- modificando la relación cotidiana con sus pares, con su entorno familiar, con el mundo sociopolítico del que ha estado formando parte desde  que ha asumido su labor de redactor político del diario El Mundo -denominación metafórica como muchas otras que circulan por el libro, no obstante lo obvio y reconocible.-      

A poco andar el lector está siendo absorbido por una historia  que no puede serle ajena, máxime si está siendo erigida sobre soportes endebles y confusos de la sociedad chilena,  que ha sido escindida en bandos irreconciliables cuando la denominada “guerra fría” estaba aún vigente e insinuaba ya su lenta retirada universal y se avizoraba en el horizonte el triunfo de un modelo de sociedad neoliberal  concluyente.  En esa perspectiva Edmundo Silva, periodista político de excepción, admirado por sus colegas  y “vigilado” por los poderes ocultos  que desplazan sus piezas sobre un tablero tan real como secreto, va –se reitera- advirtiendo, a su pesar,  que la lucha política, ya agudizada al máximo,  conlleva en sí misma el germen –o los gérmenes- que terminarán por destruir la tan cacareada democracia republicana de la que la nación se ha ufanado desde sus orígenes fundacionales. 
           
Frente a un cuadro de crecientes fantasmagorías  -entiéndase visiones repentinas sobre campos de concentración, detenidos que desparecen, perseguidos políticos que terminarán exonerados o exiliados, torturados que deambulan como espectros en espacios reducidos-  Edmundo Silva se yergue como el adalid capaz de revertir el sino de la historia.   Cierto, premunido como está de “imágenes indeseadas,” su necesidad de transmitir el futuro se torna obsesiva y recurrente. Advierte que las conspiraciones militares fraguadas tras el velo de las libertades públicas, que los conciliábulos civiles y la adscripción a postulados “golpistas” por variados sectores de la vida nacional, que la obnubilación y el sectarismo de determinados políticos gobiernistas, que la fuerza imperativa de los grupos económicos y la urgencia del capital en peligro se confabulan irremediablemente para ir terminando de manera gradual y además, abrupta, con el primer y último experimento socialista democrático a niveles locales y planetarios, aún  cuando el alcance suene a desmesura.

La historia ha sido prodiga en proveer a los novelistas de argumentos para sus ficciones.  Si tomamos como antecedente que el año 1936 el general Franco se subleva contra el gobierno de la República legalmente establecido, podemos colegir que los fenómenos socio políticos tienden a reiterarse con las especificidades propias de la sociedad que los genera.  Y también suelen presentarse avisos, advertencias, premoniciones sustentadas por el espíritu creador o artístico como una forma de anticipación.  Podrá pensarse que ello es una extrapolación y que el artista suele acomodar los hechos a sus percepciones, pero más allá de las disquisiciones teóricas o practicas sobre el misterio de la actividad creativa como fuente, lo cierto es que ella existe y se nutre del conocimiento que el escritor o creador tiene de la naturaleza humana, pero que, además,  suele “intuir” respecto de los comportamientos individuales y sociales a partir del acercamiento al “alma” que se esconde tras ellos o que –cosa prodigiosamente  real- convierte a los hechos en simple expresión de los tormentos del alma.  Quizás por lo anterior no pueda ser tan sorprendente –siéndolo- que a comienzos del siglo veinte, por ejemplo, el genial poeta Antonio Machado en su libro de poemas Campos de Castilla haya avizorado la profunda división que sufriría su país tres décadas después al escribir:  “Españolito que vienes al mundo/ te guarde Dios/. Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón. /   Aquella premonición fue certera: España se dividió en dos bandos irreconciliables a partir del 18 de julio de 1936: los nacionalistas de Franco y los republicanos leales al gobierno establecido.  De ahí a una lucha fratricida hubo un  paso, de guerra ideológica y lucha social del principio, la contienda se transformó velozmente –como ya es sabido- en un conflicto internacional en el que participaron ciudadanos de todas las latitudes.

Pues bien, la novela de Eduardo Soto Díaz tiene ese aditamento especial que nutre la historia y la saca de su devenir socio político para incorporarla al ilimitado mundo de la fantasía individual que, por obra y gracia de un espíritu lúcido y consciente hace que el devenir sea parte  -en el caso del periodista de marras- de su propio dilema personal: la realidad es tan dolorosamente fuerte e inevitable que, o bien se la acepta por quienes caminan sin pausas al abismo, o bien, se produce una detención al filo del mismo y así se evita recibir  los cuerpos de una humanidad desbocada.

El personaje –que a cierta altura de la narración nos resulta indisoluble con el narrador mismo y hasta con  su propio autor si se pretendiera hilar fino- preconiza la salvación: ella está ahí, al alcance de la mano… ¿cómo es posible que los actores ocasionales de la tragedia estén tan obnubilados que sean incapaces de ver su desenlace? ¿Cómo es posible que esa tragicomedia del absurdo sea tan poderosamente insana que subyugue a justos y pecadores?  ¿No existirá un solo interlocutor válido que “crea” en nuestro atribulado personaje, el mismo que deambula tras oficinas de políticos y periodistas, supuestamente comprensivos y lucidos, intentando convencerlos de lo que  se vive, de lo que sobrevendrá  y que nadie es capaz de concienciar?

Entonces, la duda filosófica nos arrastra con el personaje: si todo es relativo, lo que ocurre es fruto de una desintegración también relativa.  Si la historia que se disgrega alrededor es fruto del desquiciamiento humano, de la soberbia y la locura multiplicada (¿Qué otra cosa puede ser un  golpe de estado, sino la perdida de razón colectiva e individual?) entonces Edmundo Silva vive el sueño de la locura  general como una ilusión personal.  Él no existe.  No tiene asidero real.  Su lucidez, independientemente de sus visiones esquizofrénicas,  como las diagnosticará un siquiatra (a esas alturas probablemente tan irreal como el mundo delirante del personaje) no tienen correspondencia con  el mundo de los hechos.  Los hechos que Silva nos presenta son demasiado infaustos, inconmensurablemente inhumanos como para  considerarlos posibles.  ¿No se percata ese pobre representante del cuarto poder, que sus enfoques paranoicos son un desajuste del mundo objetivo?  ¿No considera ese pobre alucinado que sus advertencias son el fruto de una imaginación sin freno? ¿Cómo va ser posible un golpe de estado en la “Inglaterra” de Sudamérica?  ¿Acaso los militares no respetaron siempre y en todo momento la vida constitucional, el estado de derecho y las instituciones republicanas seculares?

A esas alturas, no podemos  menos que enternecernos con su obstinación: él periodista ya no declama, ya no elabora un discurso lógico, deductivo o racional.  No.  A esas alturas de la narración nos parece un  espejo deformado de la realidad nacional. Se pierde en los vericuetos del poder, salta como un monito extraviado de una a otra reunión tratando de resolver una ecuación que nadie conoce, pero respecto de la que, paradójicamente,  cada actor aporta los elementos de su solución…una solución desgraciada como desenlace, en este caso.

Asistimos al anfiteatro de Edmundo Silva: ha colocado en nuestras atribuladas conciencias un espejismo: esto no ocurrió, la historia no se repite nunca de igual modo, las caídas de los gobiernos, de las democracias, de los imperios o de las civilizaciones tienen causa y efecto, pero no obedecen a fenómenos delirantes.  El golpe de estado fue una alucinación colectiva.  ¡Qué duda cabe de ello! …¡No existió!… ¡No era posible!

Si unos cuantos periodistas  se reunían en el hotel City a degustar una sangría y luego llenaban páginas y páginas con los sucesos políticos cotidianos, con las vicisitudes de los congresales y  las anécdotas del Ejecutivo….Edmundo Silva, estimados amigos y amigas presentes, es un paranoico… y como tal parece no ser un personaje creíble, razonablemente creíble.

Aunque al final de esta alucinante historia conocida,  nos asalta, invariable,  la duda existencial,  ¿será cierto que,  después de todo, sólo los borrachos, los niños y los locos suelen  decirnos y anticiparnos verdades?

Un novela escrita en un lenguaje llano y directo, exenta de barroquismo, ágil y certera.  Una novela que nos hace reflexionar y nos convierte en espectadores retrospectivos de una realidad que, hasta el día de hoy, ha sido imposible asumir a cabalidad.  Una novela, a todas luces, necesaria.

 

 

 

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