El tigre de la memoria
Poesía de Hugo Vera Miranda, Editorial La calabaza del diablo. 2005, 60 págs.
Juan Mihovilovich
-escritor-
“…el partir nunca es un acto solitario/cuando la sombra del viajero se mece/
En la luna de otros lares /va con él la dispersa memoria…” (Lejos de Natales I)
Ese mamífero animal feroz y sanguinario, físicamente similar a un gato domestico cualquiera, nos sirve de antecedente visual para incursionar en estas páginas desencantadas y melancólicas del poeta natalino, amparado quizás, en esa suerte de desgarro visceral que sólo el poderoso animal interior que lleva (mos) a cuestas puede ocasionar.
La memoria de Hugo Vera es un estilete dolido y punzante de las circunstancias, del vuelo a ras de suelo, de quien carga sobre sí el peso de la poesía como arma de defensa o de ataque, que suele postergar la agonía de vivir, lúcido y consciente, de soñar siempre y de morir a cada instante, con una soledad congénita e inmisericorde, que arrastra tras de sí la causa y el efecto de rasguñar la felicidad en un reiterado intento de descubrir la belleza hasta en el triste repaso de su propia definición personal: …/soy el ejemplar más triste del universo/todo es enorme y vasto desierto/la vida anulada y el león acechando a su presa…/ (Primeras impresiones). O bien, la reiteración de la negación individual, la descripción de la absoluta desesperanza de alguien que pasa por la existencia sumando los fracasos y traumas en una sucesión de imágenes castradoras, que terminan por retornar a una infancia estigmatizante implícita, en una especie de sueño postrero, un sueño que pareciera el advenimiento de la salvación y que, no obstante, es apenas la consolidación del fracaso: …”pero ayer sucedió lo increíble…/de repente el cielo se abre y una nave espacial se posa sobre una mata de calafate/ bajan de allí mis profesores de escuela cantándome la canción del fracasado./ (Serás un fracasado o no serás nada).
La pesadez de existir recrudece con el obligado transito de un ser vivo, humanamente vivo y condenado a ser el mejor testigo de su inevitable descenso hacia la muerte, mientras surge un deseo imperioso y voraz: … ¡ah que ganas de vaciar mi cabeza!/ tantos rostros, calles, inviernos…/ Esa necesidad de olvidar y de olvidarse, de subsumirse en la negación de ser o de sustraerse al inevitable acopio de una memoria que se alza inclaudicable frente al vano intento de no ser su esclavo: …el tigre de la memoria incansable trabaja/ de sol a luna de luna a mar./ Y a su pesar, el desenlace está ahí, próximo, al interior de la propia conciencia, obnubilándola, socavando los sentidos como una expedición fúnebre: … continúo esta marcha inexorable/ con la muerte en mis bolsillos/. (El tigre de la memoria)
Por todo el libro se vierte la idea de una paradoja: el poeta Hugo Vera es presa del tigre misterioso disfrazado de presencia retentiva, de imágenes que lo asaltan sin aviso, de ideas preconcebidas en un plano de subjetividad acuciante: …/puerto natales no debiera llamarse puerto natales…/ (La vaca de mi tía Manuela). Es cierto, no debiera ser lo que parece ser. La presencia física que envuelve el entorno no es sino la idea del paraíso extraviado, y en su recuerdo feliz (la felicidad se parece a la salud, mencionó alguien: se sabe que existe cuando algo comienza a fallar en el organismo) el pueblo natal debiera llamarse… carreta, trompo, pelota número cinco, trencito a bories…Pero, he ahí la paradoja insinuada: la tragedia de la memoria está en sucumbir a los embates que la propia memoria genera, sólo que en la idea de vida transitada lo rescatable subyace en la evocación inocente, en la actitud primigenia, en aquello que lo salva –a veces- de no sucumbir al paso de las horas, los días y los años con su mochila de agobiante soledad. Tal vez por eso la imagen del tigre feroz esté asociada a la mansedumbre del gato doméstico, que algún día inició el viejo cuento de vivir intuyendo que en la casa abandonada sobrevivirá su memoria virginal como una perenne invitación al retorno.
Una poesía releída que nos invita a defendernos de los solapados inviernos que anidan las moradas oscuras del deseo…
Una poesía de verdad, auténtica, escrita con el desgarro visceral del poderoso animal interior que Hugo Vera Miranda saca a pasear de vez en cuando…o a la inversa…y que por lo mismo, se agradece.