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"Restos Mortales" de Juan Mihovilovich
La vida en gris

Por Mario Verdugo
Diario El Centro

 

 

En “Restos Mortales”, su recién publicada colección de cuentos, Juan Mihovilovich revela la trastienda pedestre
del Chile democrático y contemporáneo

Falta que hace volverse adicto al noticiero para comprobar la progresiva acumulación de ropa sucia en estos lados. Y de tedium vitae. De pura lata. O de gritería populachera. La era de las componendas partidistas, el descrédito de cierta administración pública, los prorratas y las ratas del poder, la mugre garabateada en circulares, memorandos, partes y archivadores, la era del tonto pillo y el sobresueldo, del juez estrella y la zancadilla entre compañeros de pega, todo ese contexto rutinario –descartado en general de la creación literaria, precisamente por romo y fome- despunta en la narrativa de Mihovilovich aún al precio de contagiar de monotonía a estos relatos en que prima la minucia.

Publicado hace poco por Editorial LOM –antecedente no menor para quienes escriben en tierras maulinas- y lanzado en Talca como parte de las actividades del Día Internacional del Libro, “Restos Mortales” reúne una treintena de breves relatos, algunos de ellos entrando derechamente en la categoría de “mini-cuentos”. Digamos que la mayoría de los personajes forman parte de este ambiente burocrático siempre al filo de la debacle ética, con honorables excepciones, en especial hacia el final del volumen, cuando prevalece la reflexión en derredor de lo humano, la humanidad, alguna conciencia universal, la posibilidad del altruismo o por lo menos de un amago tierno o compasivo.

En “Rubia Obsesión”, el título que da comienzo a la serie, el narrador es una especie de psicópata, resentido, fetichista y voyeurista, cuyas parafilias se originan en una traumática experiencia infantil. Trastornado por las mujeres de pelo claro, este sujeto no oculta el fondo social de sus chifladuras: “...ahora odio a las rubias, odio a todas las rubias por igual. Que de continuo las espíe a la salida de los colegios y me mimetice en un quiosco sólo para expresar tácitamente mi sordo rencor puede ser preocupante. Al menos preocupante si alguien me descubre, si un agudo observador constata que en un colegio particular tengo también mi particular interés por una rubia...”

Imposible no recordar aquellas sentencias con que Enrique Lihn desmenuzaba la moral del sudor en la frente (“Vives de lo que ganas / ganas lo que mereces / mereces lo que vives”), al constatar el destino de tipos como “Wilson Lara” y sus fantaseos y escarceos con la jefa de personal, a quien asedia nada más que por un maldito ascenso. La premura por mejorar el status y hacerle el quite al fracaso –fantasma ubicuo o invocado por la esposa insatisfecha, por ejemplo- hace tambalear los principios personales, los valores inculcados por la familia, las convicciones políticas y otras tantas faramallas. A veces acorralados por su propia inanidad, a veces como modelados por la cultura popular –las malas películas de Hollywood, las malas series policiales- los personajes de Mihovilovich ni siquiera llegan al desahogo extremista de los caracteres de Kafka, ni a sus excesos lóbregos, y comúnmente continúan la marcha huera de sus días o reciben el castigo correspondiente a sus pequeños y malogrados crímenes.

El amargo tono general –donde (hay que recalcarlo) no escasean las digresiones sobre la muerte, el paso del tiempo y el vacío existencial- se morigera un poco gracias a unas cuantas escenas en que se manifiesta la ternura (y también la vehemencia) de los animales. El autor apela a ese procedimiento mediante el cual un perro o un mono pueden desvelar facetas del comportamiento humano, para bien o para mal, en ocasiones con elementos de fábula, de moraleja. En “Rocky”, una mascota sin pedigrí, un quiltro de población, modifica los sentimientos de una familia hasta contagiarle su rengueo (imposible no recordar aquí aquel socorrido eslogan: “mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”); “Especie en Extinción”, en tanto, trae a la memoria el monólogo simiesco de “Informe para una Academia”, de Kafka, aunque termina mucho peor y sobre todo muy mal para uno de nuestros congéneres.

Encierros reales o mentales incluye la veta carcelaria del juez-literato, que buscando alejarse del efectismo llega a veces a eliminar todo efecto, aunque de tanto en tanto resurja el suspenso, un episodio medio splatter o un escándalo sexual (como en “El Sacristán”, donde un cura se automutila para calmar su culpa).

Tal vez los mayores aciertos estén en esos textos brevísimos, a lo Monterroso, austeros y complejos, que desafían las competencias del lector sin dejar de atraparlo (“Alienígena”, “Hombre Regando”, etc.), o en los que campea una sensación de absurdo y desencanto (“Espantapájaros”, “Hombre solo escuchando una soprano”), pero es sin duda el cielo gris del clima organizacional con su papeleo monocorde, lo que constituye el núcleo temático de este libro de cuentos. Para muestra, unas líneas de “Sentido del Rigor”: “Desde que lo pusieron en el puesto supo que era su oportunidad, su gran oportunidad. Hasta ese momento vivía amparando a los poderosos desde las sombras. Como una broma lapidaria el Ministro le había dicho que él era la eterna sombra tras el trono... Pues bien, eso había cambiado. Aunque bien miradas las cosas el origen de su cambio fue similar a los demás. Es decir, accedió al puesto del modo usual: luego de la clásica negociación lo movieron en el tablero como otro peón que consolidaba parte del poder partidario. Claro, un fragmento insignificante, un retazo apenas del conjunto, pero en política las cosas se miden globalmente y él era una pieza necesaria para que el engranaje funcionara equilibrado. Debía admitirlo: cuando se lo propusieron algo de su dignidad se removió por dentro...”

ESCRITOR DEL CENTRO Y EL SUR

Juan Mihovilovich nació en Punta Arenas, en 1951. Fue abogado de Derechos Humanos y trabajó para la Vicaría de la Solidaridad y el Obispado de Linares. Se desempeñó además como columnista de El Centro y otros diarios de la capital y regiones. Hoy es juez de Letras y Garantía en Curepto. Antes de Restos Mortales, había publicado “La Última Condena” (Pehuén, ’83), “Camus Obispo” (Rehue, ’88), “Sus Desnudos Pies Sobre la Nieve” (Mosquito, 1990), “El Ventanal de la Desolación” (Auto-edición, ’89; Marana-tha, ’93) y “El Clasificador” (’92). Ha obtenido premios como el Pedro de Oña y el Gabriela Mistral, el Municipal de Arte de Linares y el de la Municipalidad de Rancagua, junto a un par distinciones en España y Argentina. Mientras Diego Muñoz ha destacado la presencia poética en la prosa del magallánico, Carlos Jorquera ha visto en sus relatos “la humanidad como un peso demasiado liviano, algo que se esfuma en el momento menos pensado, pero que también a lo mejor aparece cuando no se la espera”. Una de las ediciones de Ventanal contó con un prólogo de Antonio Skármeta.


 

 

 

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