“Foco”
Novela, 265 Págs. Arthur Miller.
Editorial Rueda. B.Aires. 1940.
Por Juan Mihovilovich
Escritor
“En otras palabras, cuando usted me mira, ¿no me ve a mí?”
(Pág. 203)
Newman es un individuo que labora para una importante empresa de carácter semita; por años y años ha trabajado seleccionando el personal adecuado para la firma y, consecuencialmente, ha tenido una vida rutinaria, apegada a normas y conceptos tradicionales; mientras mira el mundo a través de los ventanales de su cómoda oficina, allá, mimetizadas con el mobiliario, docenas de mujeres cumplen labores manuales, encorvan el cuerpo y el espíritu adosadas a una realidad inalterable.
Pero, un buen día, Gertrudis emerge con su aire hebreo solicitando un puesto de trabajo. He ahí el quiebre de vida para Newman. Ella no es una muchacha judía más, es “la mujer” destinada a variar el rumbo de su propia historia y a dimensionar los aciagos días que se viven en Nueva York, cuando ya en Europa la segunda guerra mundial va dando cuenta del holocausto judío, de las persecuciones nazis y del desplome de la civilización occidental. Newman la observará con los deseos visibles de una sensualidad contenida. Ella se percatará de la disección fugaz de que es objeto, se lo hará sentir y se irá, pero el destino los reencontrará en roles opuestos: ahora es Newman quien solicitará un puesto de trabajo y ese “azar” traicionero, pero equilibrador de causas y efectos, los situará de nuevo frente a frente.
De allí en delante pudiera retratarse una historia de amor en ciernes, pero es apenas el esbozo de una realidad mayor. Tras la relación y el matrimonio, la residencia en el barrio de Newman se torna cada día más opresiva. Alguien vacía un tacho de basuras de noche frente al césped de su jardín. Es el aviso de que se ha tornado un indeseable: es un judío y ha sido detectado por la comunidad “cristiana” que amparada en un oscuro y clandestino Frente Cristiano vela por la pureza de la sociedad neoyorkina. Pero, Newman no es judío. Siente igual aversión por esa raza que le parece hostigosa, plena de avidez monetaria y que esquilma a los ciudadanos comunes y corrientes. Sin embargo, “algo” corroe por dentro el espíritu de Newman. Ese algo tiene un nombre: dignidad. ¿Cómo es posible que deba aceptar, primero una condición que no tiene –la de judío- y luego, cómo sobrepasar la persecución de que es objeto sin renunciar a su calidad de ser humano, libre, autónomo, con las mismas calidades y derechos que todo miembro de su propia especie posee por el simple hecho de existir?
Podría escudarse en que se trata de un gentil y el problema del Frente Cristiano pasaría a segundo orden. Es más, “el puede y debe” incorporarse a ese Frente, es el deseo de su ahora cónyuge, y el secreto impulso de una parte de la personalidad de Newman. Por ello va a una reunión de aquellos fanáticos adscritos a un líder religioso que propugna abiertamente el antisemitismo. Sin embargo, Newman no pertenece a esa escala de la degradación racial. Lo sabe. Íntimamente intuye que si bien abjura de los judíos, que los desprecia, que no quiere ser como ellos, otra parte significativa de su espíritu se niega a rechazarlos, porque en el supuesto equívoco, se niega a sí mismo y a su condición de hombre emancipado.
Aunque se trate de una confusión, una confusión de la que podría aprovecharse y salir incólume, otro personaje –Finkelstein, judío de verdad- le recuerda que él sí es un perseguido, que él sí tiene sangre hebrea y que, no obstante ello, lo defenderá del último ataque del que Newman será objeto por miembros de la secta. Es allí, luego de hacer frente común a esa agresión concertada y en que la actitud de Finkelstein salva a ambos, cuando cobra validez la advertencia previa de Finkelstein: Newman no lo conoce ni tampoco los otros; lo ven a su través, sienten y olfatean a un judío porque existe un padrón, un prototipo, pero nunca lo han percibido como un ser de carne y hueso, como un individuo que siente y piensa desde su propia apostura personal, única, exclusiva y trascendente.
Ahora, Newman comprende. Ahora sabe por qué siempre vislumbró que no era la equivocación de saberse judío ante los demás lo que le otorgaba un sello distintivo: era sencillamente su categoría primaria de ser humano la que se negaba, interiormente, a ser parte de una falsedad discriminatoria, de un exterminio físico y mental que superaba, aparentemente, su entendimiento. Por eso Newman -el complejo y profundo personaje de Miller- es capaz de sobreponerse a la propia mentira “protectora” de su cónyuge: ella ha mediado con uno de los jefes del Frente Cristiano haciendo ver la estirpe de gentil de Newman. Pero éste ya ha superado su indignidad inicial. Con Finkelstein de por medio fueron uno solo. Allá, en los archivos de una secta obtusa, se discutirá si los hombres se dividen en unos u otros. El novelista Miller, en cambio, habla desde su perspectiva intrínsicamente trascendental, no obstante su cotidianeidad. Traspasa los avatares de un tiempo histórico y sitúa la endeble condición humana por encima de la exigua temporalidad.
Por eso la dignidad de Newman -un gentil confundido con un judío- es capaz de encarnar en el lector y sacudirlo de las solapas para advertirle: cuídate tu también de cualquier totalitarismo, grande o pequeño, pretendidamente eterno o circunstancial, político o religioso, racial o chovinista.
Por ello su lectura resulta una anticipación necesaria.
A más de sesenta años de su edición un texto como éste sigue siendo imprescindible, perturbadoramente actual.