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EL CLASIFICADOR
Editorial Pehuén, 1992

Juan Mihovilovich


El Clasificador

Para muchos puede parecer cualquier cosa, algo del montón. Para mí no. Mi trabajo siempre me llenó de orgullo. Es cierto que llevo años en esto de clasificar correspondencia, pero es una labor digna y me gusta. Me gusta sentir la textura de una carta, sus rasgos pulcros, sus colores. Seguramente he bajado varios miles de veces hasta el subterráneo de este viejo edificio de correos. Infinidad de veces aferrado a la carcomida baranda de esta crujiente escalera bajo mis zapatos. Y ello para instalarme en un metro cuadrado oscuro y que deprime a algún visitante ocasional. Rara vez alguien se sumerge en mi brumoso espacio. Esto tiene sus ventajas: siento que este sitio es sólo mío, que de alguna manera me pertenece. El ambiente grisáceo del entorno es ya una cuestión de tradición. Al principio, cuando recién me contrataron, pensé en pedir al jefe de sección que pusieran algo brillante. No sé, algún tubo fluorescente, una lámpara de rayos ultravioletas... algo más acorde con la blancura de los sobres. Pero, luego me percaté que lo gris venía con el edificio. Y más aún: resultaba inimaginable un subterráneo que desentonara con el resto. Así que de a poco me fui identificando con el escaso mobiliario. Me confeccioné un par de ternos plomizos, en ocasiones usaba oscuros mamelucos y con el transcurso del tiempo mis sienes se fueron tornando cenicientas. Aquí, en esta densa humedad que puede palparse con los dedos, voy llenando de direcciones y apellidos un libro renegrido que pesa varios kilos. Debo anotar cada sobre que me arrojan por una ventanilla. He perdido la cuenta de las cartas recibidas. Al inicio las contaba. Me entretenía desafiando a la memoria, repasando nombres que por meses y años se iban repitiendo. Después, todo sería rigurosamente igual, cada día, al anochecer, de madrugada. Ni siquiera había pausas invernales. Claro que mi estilo de trabajo otorga ciertos beneficios. Es verdad: mis compañeros de arriba me estiman.

Siempre he estado dispuesto para un reemplazo, siempre solícito para la emergencia. Si alguien se enferma piensan en Delfín; si un embarazo, Delfín cubre el pre y el post natal. Yo ni siquiera acepto el sobresueldo. Es mi deber les digo. Cualquiera lo haría. Aunque sé que es una frase de autoengaño. No exagero si afirmo que he pasado por todos los puestos de correos: recepcionista de giros, empleado de franqueo, funcionario de certificados... Pero, a riesgo de parecer raro, clasificar correspondencia llena más mis expectativas. Guardando las debidas proporciones me siento como si pudiera manejar una parte del destino de los hombres. Jugando con la imaginación me planteo hipótesis, como qué pasaría si un día no clasifico una carta decisiva, alguna que avise la muerte de un hijo prematuro o la que anuncie la definitiva llegada de Cristo. Algo se trastocaría, un sutil pliegue del destino se anticiparía y el curso de las cosas no sería igual. La idea es tentadora, pero nunca me he atrevido. A mis sesenta y cinco años lo mínimo constituye un riesgo innecesario. Hace unos días la gerencia me llamó. Puede acogerse a retiro me dijeron magnánimos. Les contesté que todavía no, que aún tenía fuerzas suficientes. Piénselo bien, Delfín. Es un beneficio y a sus años... No lo entienden. Para mí es como respirar, aunque se trate del sótano del correo. Al final accedieron, no sé si por lástima o cansancio. Lo cierto es que me retiré haciendo más venias que las necesarias.

Tiempo después constato ya no ser el mismo. Las manos me tiemblan sin motivos, la vista me juega malas pasadas y hasta me cuesta recordar los nombres de las calles. En este desajuste varias veces me han encontrado dormitando sobre un sinnúmero de cartas sin clasificar. Como en todo orden de cosas, al comienzo me ayudaron. Se turnaron un par de veces por dos o tres semanas, pero después me abandonaron a mi suerte. No me quejo. Siempre he asumido mi responsabilidad. Claro que de este modo las cosas no marchan. Sin querer he retenido las entregas. En ocasiones me han sorprendido entonando canciones de corte epistolar. Boleros, baladas y hasta rancheras cuyo motivo central es una carta, una carta que no llegó, que llegando dijo lo que no debía, que rememorando llora una ausencia o invoca la propia soledad. No es que me lo proponga. El caso es que he ido sustituyendo el trabajo efectivo por una especie de ensoñación involuntaria. Quizás la molestia decisiva para los de arriba fue descubrir que me escribía a mí mismo. Y seguramente no por el contenido de lo que me decía, sino por una razón más bien egoísta: porque obviaba el pago del franqueo o de las estampillas. Como si fuera poco pasaba muchas horas ensimismado con las piernas de los transeúntes. Por el tragaluz del lado sur los zapatos taconean todo el día. Así las cosas el desenlace era previsible.

Está despedido dijeron sin ninguna nostalgia. En estos casos la única respuesta posible es tragar saliva con dificultad y sentir cómo se va apretando la garganta. Tal vez mirar como un descuido la foto enmarcada sobre el escritorio o un diploma colgado en la pared. Por eso es natural que ahora me retire cabizbajo y el trayecto del sótano a la calle se me haga interminable. Pareciera que transito un cementerio de sobres lacrados presionado por casillas gigantescas. A pesar de ello repaso oficinas que conozco de memoria y percibo aún el gentío silencioso. Lo que no entiendo es la actitud del personal. Evita mirarme. Me ignora como si yo no existiera, como si la tierra me hubiera tragado de repente. No me parece justo. Y no se trata que les enrostre mis reemplazos. Uno espera una sonrisa, un apretón de manos, un gesto solidario. Pero, ya no fue. Y no es que quiera parecer obsceno si en medio de esta plaza llena de jazmines orino el viejo tronco del acacio. Nada de eso. Simplemente me atrajo un nombre tallado en su corteza. Un nombre escrito cuando yo era apenas un muchacho y lo único gris estaba en el fondo de mis ojos.

Pasos en el techo

Todas las noches se sienten pasos extraños en el piso de arriba. Al principio no le di mayor importancia. Había llegado recién, el departamento me pareció confortable y, salvo una pequeña filtración de agua a la altura del baño, el resto no ofrecía ningún inconveniente. Cuando el encargado me hizo entrega oficial del inmueble me dijo en tono de broma que arriba penaban. No sabemos porqué los arrendatarios lo entregan de inmediato . Me aseguró que nadie lo había ocupado por más de dos semanas. Tampoco le tomé demasiado asunto. Me preocupaba trasladarme lo antes posible. Durante meses esperé la oportunidad y ahora estaba aquí, instalado al fin, y unos cuantos pasos en el techo no invalidaban mí buen ánimo. La verdad es que nunca fui muy supersticioso. A menudo había escuchado historias de ánimas y aparecidos por boca de mi padre, pero siendo niño la imaginación se desborda y después me resultó medio nebuloso recobrar el sentido de los relatos. Así y todo, las primeras dos semanas fueron normales. Me acostumbré a mirar por la ventana a la hora del crepúsculo. Cada día la misma furtiva pareja se amaba en el mismo rincón del edificio de enfrente. Un viejo gato gris procuraba trepar por las enredaderas y el anciano del tercer piso dormitaba quieto en el balcón. Entrando a la cuarta semana un hecho se me antojó inusual. Alrededor de las diez de la noche sentí pasos vacilantes en el techo de mi cuarto. Inicialmente lo atribuí a mi fantasía. Me entretuve con algún nerviosismo en un texto de poesía. Pero, al poco rato los pasos se renovaron. Los trancos largos y vacilantes se hacían cortos y rápidos. En el silencio de la noche el ruido de las pisadas tenía algo de sonido atemorizante. Como un eco persistente los pasos golpeaban mi cerebro y ya no pude concentrarme en la lectura. Para aquietar mi manifiesta intranquilidad pensé al instante que debieron arrendar el piso superior. Eso era. Lo habían arrendado como el resto del edificio. Lo demás caía por su propio peso. Sumido en mi proceso de autoconvencimiento, me dormí. En los días siguientes los pasos se reiteraron y en igual sentido reafirmaba mi convicción hasta conciliar el sueño entrada la noche. Con lo que no contaba fue con el casual encuentro que tuve hace unos días con el encargado de los arriendos. Cuando le pregunté por los nuevos ocupantes del departamento me miró intrigado. No hemos podido arrendarlo me manifestó como midiendo mi reacción. Para no parecerle sospechoso le dije que me pareció escuchar pasos la noche del sábado. Sonrió. Le dije que penaban ¿No lo recuerda? Y se alejó prolongando aún más la sonrisa. Ese mismo día regresé más tarde que lo acostumbrado. Sin embargo, alcancé a ver lo de cada día: la pareja, el gato gris y el anciano dormitando en el balcón. A eso de las once y treinta intenté dormir. Sabía que apenas decidiera hacerlo el ruido del techo se haría sostenido. Al comienzo nada ocurría para mi asombro. Pero, cuando creí habituarme a la normalidad, sucedió. Primero fue un ruido sigiloso, como algo tenue saltando a intermitencias. Luego me pareció que alguien gateaba rasguñando el cielo raso intentando transmitir un mensaje. No se trataba de una caminata como las veces anteriores. No eran trancos largos ni pasos cortos y directos. Una mezcla rara de un cuerpo pesado que se arrastra, se levanta, camina y vuelve a arrastrarse. Me erguí en la cama con cierta lentitud y constaté que ya era de madrugada al mirar por la ventana. Mis acompañantes habituales no se divisaban. Sentí esa especie de vahído violento que precede a la soledad. El mundo se había detenido en la ventana. El farol del antejardín comunitario daba una luz tenue y cansada. Descorrí levemente las cortinas para ampliar el ángulo de la visión. Apenas emergieron los árboles de la avenida mecidos por la brisa nocturna. Arriba el sonido inmaterial del peso arrastrándose se prolongaba con una cadencia sobrenatural. No sé bien cómo describirlo. Lo cierto es que ese ruido persistente procuraba deslizarse hasta mi pieza. Me pareció una locura, un contrasentido imaginar siquiera que un sonido trivial tuviera visos de existencia, de algo que palpita, que deambula con particular autonomía. Lo real es que ese deslizamiento invisible bajó por la filtración de la puerta del baño y se internó en mi cuarto. Lo último que recuerdo fue una especie de sopor asfixiante penetrándolo todo. Después las cosas se han vuelto rutinarias. Todas las noches camino por el piso que ahora habito. Abajo retiraron mis cosas, los muebles y mi ropa. Hoy llegó un nuevo arrendatario que sonrió displicente cuando el administrador le hizo el viejo comentario. Vi cómo miraba la pareja furtiva, el gato gris y al anciano dormitando en el balcón. Luego se durmió creyendo oír pasos en el techo de su habitación.


Virginia en la ventana

Me dio pena verla. Eso es todo. No es que quiera dramatizar la situación. Simplemente la recordaba de otro modo y claro, verla ahí no ha sido muy reconfortante. Solía acordarme de ella de vez en cuando. Al principio nadie imaginó que un día pudiera estar cerca de mí. En esa época arrendábamos un departamento. Eramos cuatro tratando de sacar un título de cualquier manera. Vivíamos en el tercer piso de un pequeño edificio, una de esas típicas construcciones que sirven de sustento a algún rentista al que nunca se conoce. Por lo mismo el departamento no era de los mejores, pero en tiempos de estudiantes nos conformábamos con poco. Cerca de la universidad, con locomoción al alcance de la mano y con relativo estatus ante nuestros compañeros por el hecho de vivir a un par de cuadras de la arteria principal, y no en una pensión, que era lo habitual. Desde el tercer piso se podía controlar en algo el espacio circundante. No había otros edificios. El nuestro era el único que se destacaba por sobre el resto de las edificaciones. Abajo había un garaje mecánico donde entraban y salían automóviles esporádicamente. Ese garaje ocupaba parte importante del patio, en el que se compartían los colgadores de ropa con los vecinos, con la incomodidad de los vehículos estacionados y con la dueña de la panadería que estaba en el primer piso. Al costado izquierdo comenzaba la calle prohibida y justo en el vértice opuesto se veían los primeros bares y prostíbulos disimulados. Hacia el lado norte y frente al primer piso había una casa colindante con el patio y separada por una pandereta. Era un chalet de clase media con entrada para autos y un espacio abierto al lado de dos ventanas que daban a la muralla. Desde lo alto se podía observar el movimiento interior, y se transformó en una especie de ritual colectivo ver qué ocurría cada noche después de las diez. Allí nos apostábamos para mirar a Virginia, la misma Virginia que estoy viendo ahí, al otro lado del mesón. Nos excitaba verla pasar desde su pieza al baño y viceversa. Era incitante contemplar cómo en sus idas y venidas retornaba cada vez con menos ropa. Al comienzo completamente vestida, después regresando sin la blusa y por último sacándose el sostén y quedando con esas dos voluminosas redondeces desafiando a la ventana. En esa ventana no había cortinas, apenas un visillo transparente que permitía divisarla con cierta nitidez mientras sus prendas íntimas iban desapareciendo luego de cada movimiento. Virginia era la empleada de esa casa y durante el día rara vez la divisábamos, salvo cuando casualmente nos topábamos en la panadería o en la feria que se establecía a una cuadra del edificio los martes y los viernes. Durante semanas hicimos de su ventana y la nuestra un rito unilateral. Nosotros saciando a medias una líbido intranquila y motivando alguna oculta desazón nocturna. Ella, ignorante de su desnudez y sus efectos, actuando cada noche como actriz involuntaria. Se quedaba sentada en la cama largo rato como si le costara decidirse a presionar el interruptor de la luz. Yo se lo dije después, cuando lo creí pertinente. Primero se sonrojó, en seguida se alteró diciendo que éramos unos degenerados sin ninguna vergüenza. Le encontré razón a medias, pero no quise rebatir. Por otro lado el resto de mis compañeros no sabía que yo había accedido a Virginia y por tanto no entendía porqué dejaba de mirar por la ventana. Yo argumentaba que un tiempo estaba bien, pero una mala costumbre como esa no podía perpetuarse. Que una cosa era la lógica curiosidad de unos días y otra distinta la morbosidad permanente. Al cabo de un tiempo se cansaron, además no lograban entender el cambio de visillos por gruesas cortinas en la ventana de Virginia. Ello causó inicialmente exclamaciones de decepción y luego de aburrida aceptación. Pronto nadie se asomaba por la noche, así que la habitación de Virginia gozaba de su propia luz y nosotros de la nuestra. Lo concreto es que con ella me tropecé en la feria. No había otro sitio posible. En la panadería era demasiado obvio, porque la dueña nos conocía. Hubiera visto con pésimos ojos que un universitario cortejara a una empleada doméstica. Deduciría de inmediato, con o sin razón, que algo había detrás. Así que provoqué el encuentro de modo que pareciera casual. Yo había estado contemplando a Virginia en las mañanas, cuando ella sacaba la basura a la calle. Lo hacía a eso de las nueve. Para poder mirarla pretextaba que ingresaba a clases después y me quedaba solo en el departamento, con la ventana abierta y las cortinas descorridas. Al comienzo perdí varias horas sin objeto. Virginia no se percataba, efectuando su rutina con absoluta prescindencia de mi observación. Pero, debió ser la obstinación de mi presencia y la fuerza puesta en la mirada lo que hizo que un día se detuviera a la entrada del portón y alzara la vista. Se cruzó con la mía unos pocos segundos y eso fue todo. Sin embargo, para mí había sido suficiente. Ya sabía de mi existencia y lo comprobé los días que siguieron, en que estacionado y esperando ella me miró repetidamente. No fue sólo la mirada inicial al cerrar el portón e ingresar a la casa. Luego salió al patio, colgó unas prendas en los cordeles haciendo coincidir sus movimientos para cruzarse con mis ojos. En eso estuvimos un par de semanas. Después ya nos sonreímos y como la complicidad era evidente y silenciosa, por las noches dejaba un resquicio en las cortinas mientras se desvestía. Yo, en tanto, con las luces encendidas y un libro en las manos fingía leer algunas páginas. A esas alturas poco se acordaban mis compañeros de las sesiones de desnudo, así que podíamos comunicarnos con Virginia sin interferencias. En la feria di muchas vueltas a su alrededor. Ella lo sabía y cada cierto lapso se detenía preguntando cualquier cosa, como si me invitara a abordarla. Sentía que las piernas me temblaban absurdamente y un nerviosismo inédito me impedía acercarme de una buena vez. Tuve que causar esa especie de encuentro fortuito, de encontronazo casual, resultando tan evidente que Virginia se echó a reír en mi propia cara. No tuve más remedio que superar mi bochorno y reírme con ella. Lo demás siguió su curso normal. Hablamos cuestiones generales, de su familia y la mía, de su trabajo y mis estudios y quedamos en vernos más adelante. Ocurrió lo previsible. Un fin de semana en que todos mis compañeros viajaron Virginia estaba conmigo en mi dormitorio. Desde el comienzo se negó diciendo que no tenía sentido, que yo sólo buscaba un placer pasajero y que no existía nada en común. Le dije que era verdad lo del placer, pero que fuera o no pasajero dependía de las circunstancias, aunque no supe decir de cuáles. No pasó nada esa vez ni en otras que quedamos solos. Terminé pensando que con Virginia se iba consolidando una amistad forzada en principio, pero agradable y necesaria después. Mis compañeros acabaron por enterarse de nuestra relación y si bien imaginaban que todo había pasado entre nosotros no hicieron mayores comentarios. Al contrario. Hubo una aceptación implícita y nadie hizo mención alguna de nuestras nocturnas observaciones. Virginia llegaba al departamento buscándome a diario. Lo hacía al ir de compras o si la enviaban por algún trámite al centro. A veces coincidíamos y pasábamos juntos mucho rato conversando de cualquier cosa. Ella tenía una especial perspicacia para entenderme y eso me halagaba, pero también me sorprendía. Es verdad que internamente la deseaba, pero ese deseo se iba atenuando. Virginia era atractiva y sensual. Y no lo era sólo por ese busto erguido y desafiante que habíamos divisado largo tiempo por la ventana. No. Tenía cierta languidez corporal que parecía alargar sus movimientos cadenciosamente como si a uno lo invitara a acariciarla. Cuando yo estaba asumiendo esa amistad como algo natural pasó que hicimos el amor. Fue un sábado por la noche. Me había quedado preparando unas materias y los demás se habían ido. A eso de las diez Virginia entraba por la puerta y me abrazó largamente besándome en la boca. El resto sucedió con apasionada ternura al descubrir que ella estaba asustada. Le pregunté por qué y me contestó que nunca lo había hecho y que tenía miedo. Después las citas se repitieron por varios meses hasta que un buen día Virginia me dijo que no me vería más. Anunció que se casaba, que había encontrado a un muchacho de una metalúrgica que le parecía bueno, y terminó diciéndome que lo nuestro había sido hermoso. Eso fue todo. De cualquier manera se anticipaba a algo que tarde o temprano pasaría. Dejé de verla y ella se marchó del chalet sin avisarme. No volví a saber de ella hasta cuatro años después. Terminaba el año y no encontramos nada mejor que celebrar la llegada de vacaciones recorriendo el barrio pecaminoso. Desde la entrada de un burdel miserable alguien me llamó. Era Virginia apoyada en la puerta. Lucía un ajustado vestido barato que dejaba tres cuartas partes de sus piernas al descubierto y un escote que sus pechos rebasaban. Estaba algo bebida y me invitó a entrar. La seguí como un autómata con una rara mezcla de asombro, curiosidad y compasión. En un salón lúgubre y bajo unas luces mortecinas el rostro Virginia denotaba un increíble adelanto del tiempo Se veía vieja y cansada y calculé que no tendría más de veinticinco años. Es verdad que se había casado, pero su matrimonio resultó un desastre. El la golpeaba obligándola a trabajar de noche. Yo la escuchaba en silencio, repasando con insistencia la primera vez que hicimos el amor, su mirada tierna y dulce descubriendo el comienzo del placer. Me dijo que me quedara, pero que no pensara mal. Le contesté que no, que debía marcharme. No sé bien si era por la hora o porque un dolor oculto me impulsaba a huir lo antes posible. Insistió que regresara otro día, que esperaba un hijo para los próximos meses y que le gustaría recordar el pasado de otro modo. Tal vez regrese, contesté y me alejé casi corriendo. Por eso es que no quiero dramatizar el pasado. Virginia es la misma que está ahí, detrás de ese mesón del tribunal. La vuelvo a ver después de tantos años. Parece una anciana decadente con ese vestido ridículamente ceñido y esas mejillas con exagerados coloretes. Un actuario le hace preguntas que ella responde con indiferencia. Escucho que se trata de un robo o algo similar y que no es la primera vez que la detienen. Estoy por irme cuando ella vuelve la cabeza como un presentimiento. Por un fugaz instante me mira profundamente y luego regresa los ojos al actuario para seguir hablándole con desgano. Me retiro pensando que no me ha reconocido, que su mirada pasó de largo y yo me figuré una profundidad angustiosa que sólo existió en mi imaginación. Siento que trago saliva, que me cuesta respirar. Y a medida que avanzo hacia la puerta, como en una nebulosa veo a Virginia caminando por el cuarto y a nosotros bebiendo en las sombras su inquietante desnudez.

Hospicio

Lo normal es que evitemos visitar los asilos. Más aún si se trata de sitios para ancianos menesterosos. Quizás, porque tememos encontrarnos con una realidad que a todos nos espera. Tal vez, porque el tiempo acumulado en la decrepitud dimensiona de golpe nuestra insignificancia. En fin, lo cierto es que estábamos allí, sorpresivamente, en una de esas típicas visitas asistenciales que buscan aquietar un poco las conciencias. No sabíamos bien qué hacer ni adónde ir, pero no faltó el anfitrión amable que con gestos solemnes comenzó a mostrarnos el recinto. De partida y sin relación aparente alguien del grupo afirmó que el tiempo no tenía tanta importancia si uno sabía utilizarlo. Lo dijo y se quedó mirando un punto impreciso del espacio con expresión ausente. Otro de los nuestros se tomó las manos con infantil persistencia presintiendo que su opinión sería necesaria. No nos percatamos, pero súbitamente la noche se acercaba. Error de cálculo o simple intencionalidad para no ver los rostros claramente. Algunas estrellas empezaban a asomarse sin premura por un tragaluz y sentimos una especie de tibieza sofocante que parecía vibrar en el aire como una campanada. Un pesado aroma de viejo que simulábamos ignorar impregnaba con insistencia nuestras narices. Las inhalaciones se volvían autónomas mientras usábamos las sonrisas con medida benevolencia. Recorriendo los pasillos constatamos que el silencio se condensaba de modo progresivo. Todo asumía una quietud de cementerio como si ciertas almas arrastraran sus pasos con sigilo. Fue al llegar a un recodo que nos encontramos con algo que nos antojó inusual. Tampoco teníamos claro si aquello estaba allí desde siempre o se puso de manera subrepticia. Lo concreto es que al fondo de una de las galerías se alzaba un raro entarimado predispuesto con alguna finalidad especial. A su alrededor una multitud de ancianos cabizbajos se amontonaba en unas bancas de madera. Alguien subió al escenario ocasional acaparando nuestra atención. Era un hombre extraño, de mirada vidriosa que denotaba una sutil inteligencia y cierto desplante mundano contrastante con su pordiosera apariencia. Sobre el entarimado había un piano antiguo, con un atril y unas hojas. Al instante pulsó las teclas y una melodía increíblemente hermosa llegó hasta esos corazones adormecidos. Sin que nadie se lo propusiera los labios iniciaron modulaciones coincidentes. Dios ha venido disfrazado musitó a nuestro lado una viejecilla de ojos violetas. Vimos que alargaba su mano huesuda para aferrar el brazo de otro anciano de moribunda ensoñación. Desde ese estrado ocasional el hombre gesticulaba como evadido del mundo cada vez que pulsaba las teclas. Casi podíamos tocar las súbitas visiones proyectadas por los ancianos. No parece real murmuraba una mujer negando con la cabeza inclinada sobre su pecho hundido. Tiene las manos brillantes como si fueran relámpagos afirmó uno de sabio aspecto aferrándose con fuerza las rodillas. Veíamos que el hombre se trasladaba hacia esas mentes dubitativas como si buscara atrapar los últimos sueños colectivos. A veces se detenía. Caminaba de un extremo a otro del escenario y terminaba arrojando una flor amarilla a la multitud. Los más cercanos extendían sus manos carcomidas para poder tocarlo, pero él se retiraba veloz con pasos de prestidigitador circunstancial. Volvía a sentarse y cantaba. Nuestro anfitrión nos explicaba que todo era una parodia. Cada mes de abril los ancianos festejaban la llegada del otoño. La ceremonia la asociaban a la caída de las hojas amarillas. Ese era el tiempo en retirada. Una forma de mitigar sus efectos era cantando. Otro era la danza que procuraba atrapar los últimos vestigios del movimiento. Nos vimos asistiendo a nuestro propio drama. Lo único que nos diferenciaba de aquellos rostros seniles era una cuestión de perspectiva. Nosotros asistíamos como invitados imprevistos a una comedia humana ambivalente. El hombre del escenario y los ancianos de las bancas eran la misma cosa. Como si adivinara nuestros pensamientos el anfitrión nos susurró quedamente que el actor era miembro del hospicio. Lo cierto es que estábamos siendo atrapados por un recoveco del tiempo que se anticipaba. La función se había predispuesto para nosotros, independientemente que se hiciera cada otoño. Después de todo el otoño pasaba por fuera. Ahora estaba en nuestros cuerpos. Por vez primera percibíamos que el ciclo natural nunca se desgasta. Eramos nosotros los llamados a morirnos. Sentimos que la anciana de ojos violetas nos contemplaba con ternura. Le sonreímos por inercia, como una manera de despedida colectiva que anticipaba el regreso. Al salir teníamos miedo de volver la vista. Sólo atinamos a mirarnos con cierto aire de perplejidad. Sin saber aún qué lugar era el verdadero y pensando qué hacer con el tiempo que restaba.


Ficus

A los ficus hay que cuidarlos. Se les debe poner en rincones protegidos, lejos de las corrientes de aire. Si usted se fija bien son plantas de hojas numerosas, sus colores varían según las tonalidades del día y por eso hay que tenerlas cerca de la luz. Pero, nunca tan cerca, porque tienden a irritarse. Los ficus son como seres humanos: suelen cambiar en los momentos más impensados. Aquí, por ejemplo, donde usted ve tantas clases de plantas y de flores, sólo el ficus tiene un sitio especial. Creo que lo sabe y hasta parece que hiciera evidente su condición privilegiada. Maceteros singulares, cuidado sobreprotector, limpieza cotidiana. En fin, nada escapa a su sensible agudeza. Si por casualidad lo dejamos mucho tiempo olvidado nos hará patente su desconsuelo. Se deshojará sin motivo y arrugará su imagen como si estuviera agonizando. No, no se ría. Es verdad. No hace mucho uno de los ficus predilectos del jardín murió por su propia voluntad. A usted le parecerá de antología, pero lo habíamos dejado al final del invernadero como una manera de experimentar sobre sus reacciones. Nunca pensamos, claro está, en su actitud contestataria, casi ostentosa y soberbia. Languideció tan rápido que antes que pudiéramos percatarnos yacía en el suelo como una cosa moribunda. Si daba la impresión que boqueaba. ¿Ha visto usted un pez fuera del agua? ¿Le parece exagerada la comparación? Si lo hubiera visto me encontraría razón. El ficus pinteado, como lo llamábamos, se estiraba en un extraño proceso invertido. Se encogía como un feto desnudo que ha llegado al mundo antes de tiempo. Definitivamente el ficus es una planta delicada. A veces la equiparo a la delicadeza femenina, y al exagerado cuidado que debe tenerse con una mujer. Me refiero al trato, naturalmente. ¿Ha notado cómo responde una dama si es tratada como tal? ¿Si? No, no me mire así, como si no entendiera. Creo que lo comprende demasiado bien. Ya le diré porqué asocio tanto el ficus con el sexo femenino. Recapitulo. El ficus pinteado terminó muriéndose, eso quedó claro. El problema era reemplazarlo. Pensamos en un gomero, pero lo encontramos muy ampuloso, con esas enromes hojas cubriendo la entrada del sol nos causaba más problema que deleite. Lo descartamos por eso, y además, porque siempre he creído que las plantas deben ser de hojas pequeñas, diminutas, que puedan sentirse cerca y distantes a la vez. El Picus pinteado era irremplazable. Lo constaté bastante después. El invernadero se veía más bien triste, como si le faltara una pieza. La comparación puede parecerle irreal, pero ¿Ha resuelto usted un rompecabezas? Imagino que sí. Pues bien, imagine ahora que ene este invernadero sus partes son pedazos de algo mayor, de algo que se va encajando día a día, año tras año. Primero una raíz por aquí, un tallo cuidadosamente regado por allá y al cabo de una década se conforma un panorama diferente al resto del mundo. A cualquiera este sitio se le antojará distinto y eso ya constituye bastante. Entrar a este recinto, sentir el calor de la humedad y los rayos de sol multiplicados y repartidos por el espacio interior, resulta un placer insuperable. Si a eso usted le suma el verdor de plantas exóticas, las inigualables formas de reino vegetal, tendrá que concluir conmigo que el paraíso no está demasiado lejos. Está bien. Es bueno que sonría si cree que exageré un poco. De todas formas este jardín, discreto y cerrado, atrae y cautiva, ¿no lo cree? Puedo ver en sus ojos un gesto afirmativo, de otro modo no estaría tanto rato aspirando el aroma de las flores y palpando los filodendros. Ahora bien, cuando le digo que el ficus no podía reemplazarse no me refiero a la inexistencia de otras plantas. Sería absurdo. De hecho usted ve la cantidad de ellas que se alzan por las paredes, que obstaculizan las entradas y dificultan el poso. Sustituir un ficus significa reemplazarlo en el corazón y eso es lo difícil. Uno se enamora de ellos, pero particularmente se enamora del ficus que riega y cuida desde que es apenas una raíz pugnando por encarnarse en el macetero. Al ficus pinteado lo trajimos del sur, precisamente como dos o tres hilachas colgantes envueltas en un papel satinado. Nos dijimos: si dura el trayecto sobrevivirá. Se vino así, tal cual, sin agua y metido en una maleta, medio olvidado entre unos libros. Pero, al trasladarlo al macetero, un poco por ver qué pasaba, la sorpresa fue grande. A la semana se asomó una hoja brillante con una especie de desafiante timidez. Podrá parecerle raro, pero si usted conociera a un ficus desde que se asoma a la vida me entendería mejor. Es como un niño que necesita cariño. Si usted deja solo a un niño recién salido del vientre, no durará mucho tiempo. Es cierto que luchará, agudizará un tanto su sentido de supervivencia, pero inevitablemente, morirá. El ficus es así y sobre nuestro ficus pinteado. Con su diminuta hoja erguida como anunciando la creación nos sobrecogió. De allí a hacerlo el predilecto había un paso. No fue automático, sino un cariño progresivo. Después vinieron otras hojas hasta que su espesura era fácilmente perceptible desde cualquier ángulo del invernadero. ¿Qué por qué experimentamos con él? ¿Qué por qué lo dejamos al final del invernadero para medir sus reacciones si era un riesgo? La verdad que no es fácil contestarle. ¿Se ha dado cuenta que a las cosas que uno ama también en parte se las odia? Especialmente ocurre con las cosas hermosas, o al menos, las que uno interiormente descubre bellas. Por ahí va un poco la analogía del ficus y la mujer. Pero, no se preocupe, de eso no hablaré todavía. Además, a usted le interesa conocer primero el carácter y sentido de las plantas. Sí, ya sé que no vino aquí por un ficus y que cuando se le sugerí se le antojó vulgar. ¿Qué ha cambiado en algo de opinión? No me cabe duda y a medida que le describa otras bondades del ficus pinteado su curiosidad por el género aumentará. No sé bien por qué lo dejamos aislado al final del invernadero. Creo que al comienzo fue como una descarga emocional. El ficus ocupaba demasiado nuestra atención. Apenas asomaba el día lo primero que hacíamos era acariciarlo con un paño de seda, limpiarle las gotas del rocío y sacarle las pequeñas motitas de polvo del día anterior. Nos turnábamos para colocarlo en el mejor sitio del invernadero. Allí daba la idea de brotar de modo permanente. Creo que sin darnos cuenta nos olvidamos del resto de las plantas. ¿Qué cómo nos percatamos? No de modo muy simple. Si usted se fija bien todo el invernadero es una pequeña selva en miniatura, pero no siempre fue así. Al contrario. Concentrados como estábamos en el ficus pinteado relegamos a un segundo plano flores tan hermosas como los lirios o las camelias. Eso resultó casi como un preanuncio de la fatalidad. No, no me mire de ese modo. No estoy diciéndole nada extraordinario, o si lo es, para nosotros hace mucho entró en el ámbito de lo común y lo corriente. La fatalidad fue de orden general. Una mañana de octubre, es decir, en plena primavera, no pudimos ingresar al invernadero. ¿Por qué? No es tan difícil decirlo, lo complicado es transmitirlo fielmente. Había un hedor terrible que llegaba a botarnos. Abrimos esa puerta que está ahí, a su izquierda, y nos pareció que si en algo se podía asemejar la muerte a un olor nauseabundo esa comparación la teníamos ante nuestras narices. No fue posible entrar y cuando miramos por aquel rectángulo de luz, que ahora está a su derecha, vimos un panorama desolador. Casi todas las plantas y las flores se estaban deshaciendo. Incluso se podía ver cierto grado de descomposición como una especie de gangrena exterior. Le reitero: no me mire con ese aire de incredulidad. Lo que digo es cierto y tan cierto es que el remedio surgió como una cosa del azar. Como es ficus pinteado estaba más cerca de la puerta fue la primera planta que sacamos. ¿Qué pensábamos hacer? Nada especial. Simplemente se nos ocurrió que había que sacarlas todas. Apenas el ficus estuvo fuera del jardín éste se recuperó como por encanto. Puede parecer increíble, una milagrosa cura natural. No lo sé. Tampoco lo supimos ese entonces. Pero, la prueba tangible de la reconversión del invernadero la dio después el propio ficus. ¿Cómo? Le explico. Cuando se produjo la regeneración automática del resto de las plantas vimos al Picus medio triste. No me diga que no cree en la tristeza de las plantas. Existe. Si existe la descomposición cómo no va a existir la tristeza. El estaba al aire libre, había sol y una brisa caliente, pero de inmediato el ficus se encogió. Debo decirle que a esas alturas su volumen era considerable. De todas maneras se redujo bastante, aunque al cabo de un rato el proceso se detuvo. Creo que allí surgió la decisión de aislarlo. Imagínese. Durante dos años había sido el centro del invernadero, nuestra gran preocupación, el objeto más preciado de nuestros afectos. Y claro, no podíamos arriesgar todo a una sola planta. Me parece que tomar la decisión no fue tan difícil como asumirla. Dejar al ficus pinteado solo, al fondo del invernadero, sumido en la humedad, sin luz ni agua permanente, era un desafío. Y aunque le parezca más increíble todavía la actitud del ficus no fue humilde ni condescendiente. Más bien diría que altiva, contestataria, casi ostentosa y soberbia, como antes le decía. El resto ya lo sabe. ¿Qué tiene que ver con la comparación aludida? ¿Le parece poco? En todo este rato le ha llamado la atención que hable en plural: lo trajimos, lo limpiamos, lo quisimos. Es verdad. Cómo no extrañarle si usted me ve solo en este invernadero. Pero, tenga paciencia: la comparación ya viene. Obviamente no siempre fue así. El asunto es que nos queríamos mucho con Eulalia. ¿Qué quién era Eulalia? Mi mujer, quién más. Era una parte importante, si no la vital, de este jardín. Por ella nació mi afición a las plantas y las flores. Me enseñó a comprenderlas, a aprender su lenguaje, a utilizar determinados tonos de la voz. ¿Qué no cree en el lenguaje de las plantas? No sea escéptico. También existe. Es más: sin la palabra suave y solidaria las plantas no toman conciencia de sí. ¿Recuerda que le dije que el ficus parecía humano? Bueno, a la generalidad de las plantas les sucede. El problema es que en el caso del ficus pinteado su sensibilidad era enfermiza, una especie de hipocondríaca necesidad de afecto. Si no se le otorgaban cuidados excesivos su reacción era inmediata. Pero, estoy volviendo al ficus, aunque usted entenderá después porqué siempre regreso a él. Eulalia era entonces el alma de este espacio verde. Yo casi respiraba por sus poros. ¿Ha sentido usted que el cariño es una especie de pulsación vital y acelerada? ¿No? Lo siento por usted, porque sin duda no ha amado. Eso sentía por Eulalia. La idolatraba a tal grado que terminaba por anular mi personalidad. De todas formas anularse por otra persona no es tan malo. Al menos se vive por el otro. ¿Se ha fijado que muchos ni siquiera viven por sí mismos? Cómo van a vivir luego para otro. Eulalia era, se lo reitero, mi equilibrio en el mundo. Sí, estoy recapitulando a la insinuada analogía. Yo la trataba con sublime veneración, le dije que la amaba. Pero, amar no basta. El amor no es una cuestión platónica que muchos idealizan sin jamás haber querido. El amor está hecho de pequeñas sutilezas, de gestos que parecen ingrávidos, etéreos, pero que si no están presentes, lo deforman y opacan. Hay que querer con delicadeza. ¿Me va entendiendo ahora? Sobre todo si se trata de querer a una mujer. El punto se establece en cómo no hacer de los pequeños gestos una trivialidad. O en el peor de los casos, en cómo hacer que el gesto perdure. Si, sé que ya va entendiendo. La idea de traer al ficus desde el sur, envuelto en papel satinado, fue de Eulalia. Insistió tanto que lo creí una broma y sonreí. Un par de colgantes hilachas vegetales olvidadas casi entre unos libros. ¡Imagínese! Cómo un pedazo de raíz moribunda puede cambiar la perspectiva de la vida. Para nosotros el invernadero era un complemento más de nuestra actividad. Con el ficus pinteado pugnando por sobrevivir, con su diminuta hoja desafiante y altiva creciendo con firmeza, con su multitud de hojas dispersas atrapando la luz, con su atracción invisible para que estuviéramos pendientes de él, comprenderá usted que era otra cosa. Sí, otra cosa. Porque el invernadero se nos dimensionó distinto. El ficus como motivo central entre tantas otras plantas. Una especie de árbol de pascua en mitad del bosque. ¿Entiende la comparación? Así y todo el resto de las plantas se alzaba como un muro protector, una forma de resguardo circular. Sí, ya sé. De nuevo me voy alejando de Eulalia. Y fue precisamente eso. Me fui distanciando de su figura y de su influjo. No es que hubiera dejado de quererla. Nada de eso. Pero, ¿recuerda lo que le anticipé sobre la delicadeza? A una dama se la trata con cuidado, con solícita preocupación. Se es preciso uno se anula y vive por ella. Lo increíble fue que empecé a olvidar mis viejas atenciones. Ya no más miradas de embeleso ni una flor matinal para alegrarle el rostro. Hasta el desayuno en cama lo dejé de lado. Temprano me iba al invernadero y le susurraba al ficus, secaba sus hojas con esmero, removía cariñosamente su tierra endurecida. En fin, por ahí va comprendiendo. Mientras el ficus crecía en tamaño y belleza Eulalia se encogía. Yo no lo noté. O si lo noté no le di la importancia que tenía. Los papeles se fueron invirtiendo y ella se transformó en mi sombra. Lo dramático de todo esto es que nadie dijo nada. Era un cambio de roles natural, sin palabras. ¿Cómo un designio? Puede ser. Aún así seguíamos en lo nuestro de tácita manera. Todavía acudíamos juntos al jardín, pero si he de ser honesto Eulalia surgía como una especie de estampilla no engomada: caería en cualquier momento. Creo que el último acto común fue el día del hedor generalizado. Me parece estar aspirando ese olor penetrante y descompuesto. Sacamos al ficus pinteado entre ambos. A esas alturas el macetero era impresionante y apenas contenía las raíces. Cuando estuvo fuera, y por favor no haga ningún gesto, el ficus lloró. Le dije que se había entristecido, pero lo acertado es decir que lloraba. Sentía sus gemidos en mi interior como un desgarro. ¿Qué tal vez no era el ficus quien lloraba? ¿Y quién sino? El resto de las plantas se había recuperado y el olor se disipaba. Sí, un milagro de la naturaleza, un acertijo divino, lo que usted quiera. Por eso el ficus se entristeció, imagino que por eso. ¿Se ha percatado cómo cambia de pronto nuestro interior? De la tristeza a la alegría y viceversa en sólo un paso. Antes que pudiéramos entenderlo, el ficus de nuevo erguido y altanero, seguro de sí y de su influjo. Con el dolor de mi corazón lo dejamos dentro. Y aunque sea difícil creerlo lo situamos al fondo, perdido en un rincón del invernadero. Y digo difícil porque mi idea inicial no era ingresarlo. La idea fue de Eulalia, de ella, que casi no habría la boca y sin embargo, tuvo el ánimo suficiente para decidir en el momento preciso. En otras circunstancias me hubiera opuesto, pero debo decirle con sinceridad que pocas veces en mi vida he estado tan confundido. Compréndame: con cambios tan bruscos e imprevistos uno resuelve sin reflexionar. Retomo la idea. Lo dejamos dentro para medir sus futuras reacciones y como quedó relegado a un puesto secundario e irrelevante las demás plantas recuperaron su orgullo. ¿Qué pasó después? Cálmese, siempre las cosas desembocan en algo. Aunque parezca repetido ¿ha sabido de un río que no llegue al mar? Yo creí que colocar al Picus transitoriamente encarcelado era cuestión de pocos días, que sería una especie de escarmiento. Lo terrible es que ni siquiera fue eso. ¿Recuerda lo que le señalé al comienzo? Al poco tiempo languideció y murió, no sin antes boquear como pez fuera del agua. ¿Me creerá si le digo que lo despedí con un ceremonial? Para mí el ficus pinteado había sido una suerte de talismán. Desde su progresiva evolución hasta su ocaso circulamos por el invernadero como mimetizados. Lo menos que podía hacer era regresar el ficus a la tierra como a cualquier humano. Polvo somos ¿no es así? Lo metí en una caja de madera al lado del invernadero, como una cruz como señuelo, allí, tras sus espaldas. No fue muy triste. Lo admito. Lo peor fue el ceremonial de Eulalia. Sí, y no me mire de ese modo como si los ojos se le fueran a salir. ¿Por qué Eulalia? ¿Tiene mala memoria o no me expliqué bien? Ella se estaba muriendo, pero nadie lo sabía. Mejor dicho, yo no lo sabía, aunque era cuestión de observarla detenidamente y concluir que sus fibras parecían de papel. Cuando el ficus languideció todavía me ayudó a buscar su reemplazo. Desechamos un gomero, descartamos un rododendro y al final este otro ficus que le estoy ofreciendo. ¿Qué de dónde? Aunque también le parezca increíble comenzó a crecer solo. Allá, al fondo del invernadero, justo en el sitio que murió el ficus pinteado. Sí, es este mismo que usted está viendo dentro de ese macetero. ¿Qué pasó con Eulalia? No lo sé bien. Hasta hoy no he podido descifrarlo con exactitud. Es cierto que olvidé demasiado mi natural obsecuencia y mis delicadezas. Pero nunca pensé que fuera un olvido eterno. Es decir, no era un olvido en toda la extensión de la palabra. Un buen día Eulalia yacía como una amarilla hoja otoñal, arrugada y seca al lado del nuevo ficus. ¿Qué cuándo fue? Qué importa cuándo, lo que importa es que sucedió. Sí, es verdad que me repuse. Después de todo la vida continúa y este invernadero me ayuda a soportar mi soledad y su ausencia. Además, he llegado a entender que siempre habrá algún ficus diferente dispuesto a concitar mi atención. Por eso no me angustia que se lo lleve. Usted llegó preguntando por una planta exótica, por algo original. Sí, ya me lo dijo: alguna hermosa y extraña planta para su mujer. A ella también las plantas le fascinan. Imagino que el ficus será de su agrado. Después de todo no cualquiera posee un ficus de este invernadero. Eso sí a los Picus hay que cuidarlos. Se les debe poner en rincones protegidos, lejos de las corrientes de aire. No lo olvide.

 

Tortura

Sueña que lo alzan cual guiñapo humano chorreando sangre de narices. Siente la boca llena de coágulos espesos y dientes aflojados. Sueña que lo cuelgan de los pies y le golpean el cuello y la cabeza. Debajo las hormigas huyen de las gotas de sangre que remueven el polvo. Sueña que le abren los párpados resecos de lágrimas y queman su visión invertida.

Al despertar transpira helado y manotea en la oscuridad.

Se palpa el cuerpo como si algo le faltara.

¿Qué te pasa? pregunta la esposa sacudiéndole los hombros.

No es nada. Soñé que me estaban golpeando-. Contesta tembloroso mientras su mujer se mira con horror las manos ensangrentadas.


Tiempo de luciérnagas

A Luis G. Izquierdo, en memoria-

Puede ser muy pronto. Lo acepto. Asumo el riesgo de tu imagen ahora, cuando estás palpitando demasiado fuerte en mi memoria. Quién iba a suponerlo. Recién ayer me llamaron por teléfono para decirme que habías muerto. Así, de repente, sin elucubraciones ni adornos. Yo no puedo describir con exactitud mis emociones, pero creo que dije cualquier cosa. Lo normal, que cómo había sido y si tu esposa y tu hijo estaban bien. Cosas así o por el estilo. Claro, uno debiera estar preparado para morirse. Es una costumbre demasiado antigua, pero siempre ocurre que nos sacude y nos deja indefensos. Lo que sí recuerdo con exactitud es que después miré por la ventana, por esa ventana que no tiene mucho que decirme, salvo mirar esos viejos edificios de oficinas que continuamente están descascarando algún sueño. De cualquier forma no vi el paisaje acostumbrado. Es extraño, pero ahora que lo aprecio mejor, al frente no habían edificios. Si quisiera describirte el entorno me sería imposible. Lo único que se alzó como por arte de magia fue una veloz secuencia cinematográfica por donde pasaban horas y años atropellándose. En ese cine ocasional, de meras circunstancias, tu muerte no existía. Puede parecer más extraño aún, pero la primera asociación que haría más tarde es que las visiones tenían dimensión. Realmente eran como en el cine, con sonidos, movimientos y una particular forma de relieves. No, no vayas a pensar que tu muerte me desfasó el cerebro. Tú bien sabes de qué modo la fantasía absorbía nuestras conversaciones, pero siempre tenían base cierta. Por lo demás, la experiencia indica que los recuerdos se plasman casi autónomos, independientes de la voluntad, y si emergían allí, ocupando el espacio de los edificios, no dependían de mí. Yo seguí la secuencia como si los actores miraran de reojo hacia la ventana. Los actores éramos tú y yo, en principio. Después, las escenas se multiplicaban y en ellas los actores, los cuadros y las sensaciones. Cuando uno ve una película ella transmite la emoción si el arte existe. Aquí era diferente. La emoción, la escena y yo, mirando desde la ventana, eran la cinematografía. Quiero que me entiendas: era un todo, pero lo increíble estaba en que su unidad respetaba las autonomías. Por eso te veía tan nítido como si pudiera tocarte. Ahí existías, caminábamos juntos por un camino rural, cerca de la cordillera. Era en Noviembre, mes de aproximaciones, al calor, a los cielos más limpios, a los nacimientos. Noviembre siempre me pareció la antesala de algo y no es casualidad que sea el undécimo mes. Cuestión de coincidencias aparentes, pero demasiado reales a veces como para soslayarlas. El cielo, entonces, era limpio, de una transparencia que acercaba las estrellas. El ruido de los grillos se podía tocar con los dedos, y esa especie de sonsonete continuo de los insectos hacía innecesario conversar. Lo único que decías es que avanzáramos a alguna parte. Yo te seguía con la mirada hacia arriba. Una luna redonda como bola de cristal provocaba el brillo de los álamos que ronroneaban con suavidad mecidos por la brisa. La semana anterior me habías hablado de tu descubrimiento, de una forma de vida que te trastocaba todo. Bien sabes cómo me reía. En tono de broma, es cierto, pero risa al fin. Tu proceso de converso se me antojaba un insulto para la inteligencia. Creo que te lo dije reiteradamente, quizás como sutil mecanismo de defensa. Si algo teníamos en común era nuestra autosuficiencia y cierto particular menosprecio por el sentido común. Claro está que intuí una forma de avance que me resultaba misteriosa, intrincada, similar a un secreto. Mientras la noche seguía su curso frente a mi ventana creo que te dije que regresáramos, que esa caminata tardía me cansaba. Es verdad que una paz inicial nos hermanaba, pero todas las cosas, si no tienen pronto resultado, cansan. Sabía que algo deseabas mostrarme y quise rechazarlo. Resultó tarde. De pronto me vi metida entre unos pinos frondosos oliendo el aroma del bosque. Me pediste que nos internáramos más bajo la espesa arboleda. Hubo un momento de oscuridad total y sentí miedo, un miedo infantil de perdernos en el bosque como en los cuentos de niños. Pero, al instante un resplandor diminuto zigzagueaba por los troncos. Avanzaba al unísono, disgregado y creciente. Y antes que tuviera tiempo para pensar miles de lucecitas brillantes nos estaban envolviendo. Se paraban en los hombros, en el pelo, en las orejas y sí extendíamos las manos las llenaban de luminosidad. Yo nunca había visto una luciérnaga. Ver cientos de ellas danzar en el espacio me produjo una emoción incontenible. Las veía palpitar de vida, dilatarse y retraerse como si quisieran decirme algo. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, en silencio, convertidos fugazmente en dos estatuas fosforecentes que se mezclaban con la naturaleza nocturna. Desde aquí veo que fue un chispazo en el tiempo, una ínfima parte de la secuencia, y sin embargo, tuvo la virtud de anonadarme para siempre. Como anonadado estoy ahora sintiendo que todo esto es absurdo. Nada nuevo me dirías. Un simple retroceso, pero no soporto lo injusto. Y debo reconocer con hidalguía que tu muerte me resulta sin sentido. Si al menos hubiera sido de algo natural, de vejez, de cansancio o hasta como suicida en un momento depresivo, lo entendería mejor. Pero así, chocando contra un simple poste de alumbrado, se me antoja pueril. Y, aunque te parezca de antología, otra forma alternativa de iluminismo personal, yo supe que te morías. Claro que lo supe recién, porque anoche viví tu muerte con tal precisión que me llega a doler cuando lo asocio. A la hora que te arrojaban la piedra contra el parabrisas y perdías el control de la existencia, yo me abría hacia la berma. Venía por la carretera y dos focos de luz me enceguecieron. Apenas tuve tiempo de esquivar el golpe. Puede parecer un hecho casual, una simple analogía que quiero subliminar, pero bien sabes que no es así. Como no fue el azar que el año pasado te detuvieras en el camino y llevaras a la misma familia que, meses antes, yo había recogido en el mismo lugar, a horas similares y con el mismo destino. Como si fuera poco nuestros automóviles eran idénticos. Ellos te narraron como fábula el encuentro anterior, cómo los trasladé, de qué conversamos y del billete escondido en el libro que les regalé. Cuando nos encontramos lo primero que hiciste fue abrazarme. Yo no entendía. Nos preguntábamos si el azar existía, si las cosas cada ciertos períodos tendían a repetirse y toda la vida no fuera otra cosa que sucesos análogos en tiempos distintos. Sabíamos que en el fondo no era así. Queríamos creerlo, creer que la casualidad era un truco del destino para conformarnos, pero la realidad siempre nos jugó malas pasadas. Como esa luminosidad inusual y pequeñita que me despertó de madrugada a fines de Enero. Yo estaba en el sur, tres días encerrado en medio de araucarias. Allá me llevaste como incitándome a vivir. Desde aquí veo a esa luciérnaga solitaria al lado de mis zapatos. Te costó creerme cuando regresé y te dije que se había disipado lentamente por unos pasillos. Que sólo yo la vi durante la noche. Lo sobrenatural se volvía cotidiano y nos escrutamos con medido escepticismo, sabiendo que un anhelo oculto viajaba con nosotros hacía algún sitio. A este sitio, tal vez. A esta ventana que porfiadamente sigue reproduciendo escenas de la vida real como si soñara. Por eso me pareció muy pronto al comienzo. Está demasiado encima tu viaje al infinito. El teléfono sigue sonando para decirme que has muerto, pero yo estoy contigo en este recuento cinematográfico que avanza autónomo por la ventana. Desde el edificio de enfrente miramos hacia arriba. Levanto el teléfono y contesto. Cualquier cosa, que cómo o algo similar. En eso estoy cuando percibo que el día ha transcurrido y la noche se ha adueñado del espacio. Que otra luciérnaga extraviada se golpea con suavidad en los cristales y una estela de luz se va diluyendo entre las sombras. Intento desviar la atención, pero no puedo. Aunque procure ser un truco del destino la casualidad se obstina. Está de nuevo aquí, hasta después de tu muerte.


Tenía mi mundo

A Vania y Andrés, cuando medían la vida con ojos de niños...-

He gateado como todos los niños. A los ocho meses gateaba. A los dos años seguí gateando, pero hice algo extraño. Bueno, no tan extraño en realidad: me alzaba en cuatro manos manteniendo los brazos y las piernas rígidas. De esta forma las cosas que me rodeaban tenían otra perspectiva. En apariencia lo que explico es complicado. Yo vivía en esa posición. Para mí cada figura poseía su propio significado, aunque también en ese entonces los objetos y los seres los veía diferentes. Mi padre era un par de piernas bajo un par de pantalones. Al escuchar su voz las piernas se movían, luego la voz provenía de sus piernas. Su cabeza eran dos piernas y como yo no divisaba más allá de las rodillas suponía que un cuerpo comenzaba en los zapatos y terminaba en las rodillas. Así y todo entendía las cosas con facilidad. No era complejo tener mi mundo. Los muebles estaban al revés, pero al revés era lo cierto. Una puerta se abría desde abajo. No conocía las ventanas ni imaginaba que se espiaba a la gente tras una cortina. Vivir así no era costumbre ni tampoco un hábito: simplemente el mundo era de ese modo y hasta hoy no logro responderme con exactitud por qué un día cambié de posición. Yo era feliz. Mejor dicho, nunca cuestioné la felicidad ni me compliqué respecto del entorno. Teniendo un ángulo de visión limitado todo era sencillo. A nadie vi un rostro enojado y al escuchar palabras agresivas no sabía que llevaban una finalidad. Por lo demás mi idea de rostro estaba asociada a un par de piernas y éstas mantenían siempre idéntica posición. De ahí que en nada variaba mi forma de escuchar. Hoy sé la relación que existe entre un rostro alterado y las palabras. Puedo asegurar que nada tiene de agradable.

Yo sabía que la gente me consideraba un niño raro. Lo descubrí cuando una vecina le comentaba a mi madre mi supuesta anormalidad. Le insistía que debía mantenerme en pie, porque tres años en el piso eran excesivos. Mi madre contestaba confundida sin saber qué hacer. Insistía en levantarme y de inmediato yo retomaba mi posición habitual.

Lo cierto es que las buenas intenciones de mi madre no prosperaban. Incluso recuerdo que inicialmente no fui motivo de exagerada preocupación. Además, la generalidad de las guaguas se arrastran antes de caminar. Si me erguían sentía extraños mareos. Todo daba vueltas de manera vertiginosa. Hasta mi propio cuerpo se me antojaba una pelota girando interminable. Al final me quedaba quieto sobre el suelo y sólo allí podía reconocerme.

En esas circunstancias mis padres tomaron medidas extremas. Decidieron amarrarme un par de veces a la cuna para que me acostumbrara. Fue peor. Ya tenía cinco años y para no vomitar cerraba con fuerza los ojos. Nada ni nadie me hacía abrirlos hasta que el cansancio me vencía y terminaba durmiendo.

Pero, era obvio que aquella situación no sería eterna. Erguirme contra mi voluntad sirvió a quienes deseaban convertirme en ser normal. En esos lapsos que pasaban como torbellinos se asomaron los verdaderos rostros de mis padres, o al menos los aceptados por la mayoría. Al comienzo me asustaron y rápidamente apretaba los párpados tratando de olvidarlos. Claro está que esa experiencia era el preanuncio del cambio absoluto. Para un niño que ignora bocas y pupilas verlas súbitamente era peor que una pesadilla.

Un día desperté mirando el techo de la casa. Hasta ese entonces dormía boca abajo y debo reconocer que así aprendí a ver algunas cosas enteras. El gato por ejemplo, o los pajaritos que se posaban a mi lado cuando me sacaban al patio a tomar el sol. Conocía mejor que nadie a los insectos y me entretenía por horas observando sus trabajos. En fin, había tanto a mi alrededor que todo parecía mío.

Pero, un día tenía que despertar boca arriba admirado del techo de mi pieza. También vi pajaritos: eran de papel y colgaban de unos hilos.

Fue en ese momento que entró un hombre trayendo en la parte superior una cabeza. Me miró complacido. Me nombró sonriendo y supe en ese instante que recién nacía.


Un raro movimiento interior

Empezó a nombrarlo despacito, suavemente, casi como un murmullo. Había despertado como todos los días: de espaldas en su cama, la mirada posándose en los vericuetos del techo y en las intrincadas figuras del papel decomural en las paredes. El proceso habitual era abrir los párpados y escuchar simultáneamente el trino de los gorriones. Eso era normal. El parque frente a su casa estaba repleto de pájaros, los árboles llenos de nidos y podían divisarse los rasantes vuelos sobre las hojas. Se trataba, entonces, de un día como todos. Sin embargo, un raro movimiento interior a la altura del pecho lo había sobresaltado. Fue una sensación indescriptible, tenue y persistente que parecía tocarle el corazón. Como si fuera algo pasajero trató de restarle importancia. Encendió el radio como cada mañana, abrió las ventanas, aspiró la brisa helada, pero estaba escrito que esa percepción inusual no lo dejaría en paz. Percibió que esa extraña sensación tenía la virtud de iluminarlo por dentro, dimensionándole la materia como algo inconsistente. Presintió que si seguía el impulso inicial podía traspasar las barreras de lo tangible, que podría salir a la calle sin hacerlo, pasar entremedio de los árboles como si volara y visualizar a su alrededor bandadas de gorriones con rumbo desconocido. Si esa interna pulsación venía cerraba los ojos y se transportaba, sobre todo a esa hora en que la ciudad estaba quieta, cuando nadie atravesaba las calles todavía y las luces del alumbrado público apenas se van extinguiendo con la claridad del amanecer. Presumía que ese mimetismo espacial le otorgaría esa libertad indefinible que va siempre más allá de las palabras. En ese estado procuró trasladarse fuera de su habitación cuando vio por la ventana que dos palomas revoloteaban cerca de la torre de la iglesia. Supo que el peso de lo material luchaba todavía por reducirlo a su cuerpo, a su circunstancia inmediata, al tiempo que todo lo maneja. Sin embargo, con sutil insistencia algo se movía bordeándole el corazón y un leve ensanchamiento de la respiración lo aguijoneaba. Se levantó como si de momento desechara esa presión que tendía a tornarse permanente y que no entendía. Bajo la ducha se frotó el pecho con firmeza comprobando que el calor era interno. Esa presión viva e independiente de su voluntad se asociaba al calor concentrado en un punto impreciso de su corazón. Luego se asomó a la calle. Al despertar estaba seguro que el cielo se hallaba nublado, incluso lo reafirmó recordando las dos palomas blancas recortadas nítidamente bajo las nubes oscuras. No obstante, la mañana se presentaba límpida, transparente, con demasiada luminosidad para los meses de invierno. Como todos los días esperó el bus en la esquina. A esa hora la gente ya empezaba a circular y los vehículos pasaban raudos hacia el centro. Miró el reloj del campanario y pensó que era posible irse a pie. El día lo invitaba, además tuvo una súbita necesidad de observar cada cosa como si la viera por primera vez. Inicialmente no se percató que lo miraban con curiosidad, aunque cuando sus ojos se cruzaban con los de un transeúnte notaba un dejo de extrañeza en sus pupilas. Pero, el día era hermoso, los pájaros llenaban el espacio como si se concentraran todos los trinos del mundo a su paso. Qué podía importar que alguien lo escrutara con un sesgo de ironía. Contó las casas, los árboles, los rosales brillando en la alameda. Mentalmente repasó la arquitectura en el trayecto. Nunca se había percatado de sus formas coloniales, de las mansiones de comienzos de siglo, de la iglesia construida con ladrillos. Al llegar al puente constató que había caminado más de quince cuadras sin notarlo. Se volvió para reconstituir el trayecto. La presión y el calor seguían vivos. Un asombro fugaz lo recorrió entero. Vio que detrás la ciudad era gris, que tenía la cadencia habitual de los inviernos y que nadie miraba el cielo, los árboles ni los pájaros. Además, todo el mundo vestía como suele hacerlo en la estación. El recién se percataba de su desnudez. Una pesadumbre incontrolable tan fugaz como su asombro lo envolvió breves segundos. Giró sobre sí mismo y se dispuso a cruzar el puente. Hacia adelante la claridad seguía su ritmo particular. La belleza del día se ababa como algo enigmático que sólo cumplía la misión de atraerlo. La ciudad lo llamaba y él pasaba el puente como si volara. Recordó que cierta música lo transportaba, en cambio aquí la música no existía. Era toda la vida una sinfonía y él se sentía feliz avanzando. Al llegar a la plaza se arrodilló para ver de cerca las flores y aspirar el aroma del pasto. Tocó la áspera textura de una palmera y por primera vez notó que una figura empezaba a formarse en su cabeza. La presión subía hasta sus sienes y se estacionaba como si intentara hablarle. La figura era algo difuso intentando diseñar una forma, delineando sus contornos para que la comprendiera. Sin saber cómo empezó a nombrar esa figura, suavemente, como un murmullo. Cristo, dijo despacito. Cristo, repitió temblando. Ahora avanzaba lentamente, sin apuro. Se sentó en un banco de la plaza y miró el par de cisnes que nadaban en el estanque. Les sonrió sin mover un músculo de la cara. Los cisnes se detuvieron devolviéndole la sonrisa. Se sintió incómodo, nervioso, como si estuviera develando un secreto inconfesable. Cada vez que miraba hacia atrás, que repasaba el trayecto recorrido, se estremecía con la fealdad del mundo rutinario. Las casas oscuras, las gentes grises y opacas caminando hacia ningún sitio. Avanzaban en círculos y en la infinitud del espacio se le antojaba que giraban eternos como el perro que jamás se morderá la cola. Una especie de tristeza inmanejable lo inundó entero. Lloró. Lloró de dolor al ver a la misma limosnera de cada día. La misma boca desdentada con su simulacro de mueca agradecida. Idénticos embaucadores se estacionaban frente a algunos edificios esperando a los incautos. Y por todos lados se voceaban las reiteradas noticias semanales. A un costado de la iglesia un anciano dormitaba su acostumbrada borrachera. Desde una clandestina calle lateral le llegó el inconfundible aroma de un prostíbulo barato. Sintió que la figura crecía en su cabeza. Por sus labios incontrolables la palabra se asomaba como si tuviera consistencia. Cristo, decía. Cristo, exclamaba. Su exclamación, poco a poco, se fue transformando en una especie de alarido. Su grito desesperado asustaba. El creciente gentío se arremolinaba a cierta distancia rodeándolo en círculos concéntricos. Una mezcla de compasión, lástima y temor cruzaba los rostros de los transeúntes. El gritaba sin medida, mientras sus pupilas irradiaban una luminosidad indescriptible. Alguien asociaba ese brillo impropio a la locura. No pasó mucho rato para que se lo llevaran. Un carro policial se detuvo a un costado de la plaza. Bajaron raudos y lo amenazaron. No era necesario. El bajó el tono de la voz, agachó la cabeza y caminó con ellos. Lo dejaron en el sanatorio. Allí está ahora desde hace meses. A nadie asusta y nadie lo escucha mucho tiempo. A veces recuerda un raro movimiento interior a la altura del pecho. Pero, es incapaz de dilucidar de qué se trata. Ya no siente esa presión y el calor simultáneos que lo iluminaban internamente. De vez en cuando se ve flotando entre los árboles como si fuera un gorrión que va y viene hacia su nido. La mayor parte del día, sin embargo, lo ocupa en nombrarlo despacito, suavemente, casi como un murmullo.

 


El puente

Todos los días realizaba idéntico trayecto. Por lo mismo, cada día veía la estructura de ese puente de madera, antiguo y endeble alzándose varios metros sobre la carretera. Desde el ángulo de la ventanilla del bus no era posible percibir hacia dónde conducía. Uno podía imaginar que al otro lado había cualquier cosa. Y podía hacerlo porque detrás de los primeros escalones que conducían a la parte alta del puente se alzaba, a su vez, un muro de concreto. Es decir, uno visualizaba el comienzo, los siete u ocho escalones iniciales, su primer vértice superior y después nada. Durante un tiempo que no puedo precisar controlé siempre mi curiosidad. La pasada del bus frente al puente formaba parte de mi rutina diaria. En ocasiones me entretenía suponiendo qué había al final de su estructura, qué cosas podrían percibirse desde arriba. A veces me aferraba a un par de ideas persistentes: al otro lado existían ruinas indígenas del período de la conquista o un cementerio carcomido por los años evidenciando las últimas ruinas de sus mausoleos. Sólo en una ocasión estuve a punto de descifrar su misterio. Un día otoñal bajé del bus dispuesto a subir los escalones. Para mi desgracia el sector se hallaba acordonado. Alguien ilustre cruzaba el puente en ese momento. Desde esa vez seguí con mi costumbre de desatar libremente la fantasía. No puedo precisar cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces. Lo que sí me consta es que se trata de un lapso definitivamente largo. Diría que casi toda una vida. Por eso, presintiendo que si no lo hacía ahora no lo haría nunca, me he decidido. Hoy he bajado con lentitud del bus y he procurado subir los viejos escalones de madera. Anoche, es preciso decirlo, soñé con este instante. Soñé que llovía delicadamente como ahora llueve. Me veía subir con paso cansado los pocos escalones que quedaban de lo que por años fuera un puente de madera y que ahora, al igual que en el sueño, vanamente intentaba recordar.



Nos amamos en septiembre

A Jorge Montealegre, por una historia parecida... -


Me cuesta imaginar que lo ocurrido con Fernanda pudiera haber tenido otro final. Y me cuesta porque a esas alturas de la vida todo era confuso. Los hechos se sucedían de manera tan azarosa que analizarlos de un modo significaba contraponerlos de inmediato a una realidad que sacudía diferente. Yo tenía dieciocho años y podría pensarse que la existencia se abría pletórica, que transitar hacia el futuro era asumir los sueños, los que me acosaban en los pasillos de la universidad mientras leía un texto de metafísica en vez de estudiar ecuaciones o sumas algebraicas. Hasta la semana anterior al reencuentro con Fernanda todavía era posible suponer que mi condición de poeta tendría cabida en el mundo circundante. Porque más allá del azar situándome en la historia y a tener ese ineludible compromiso con una causa difusa que entendía a medias, la poesía, seguía siendo mi bastión, la cuota de valor que podía derrotar al tiempo y permanecer en los demás por sobre ese ruido incesante de balazos y persecuciones. Hasta la semana anterior yo me encontraba en casa de Martín. Desde hacía un año me había cobijado por ese innato sentido de la fraternidad, el mismo que lo acercaba más a la gente que a la filosofía, que lo realzaba como pensador callejero aunque dictara una cátedra universitaria. Es cierto que dormía en el sillón del living, pero me sentía a gusto. Nadie me molestaba y yo procuraba no incomodar con mi presencia. A menudo alargábamos las veladas hablando de Dios, de la esperanza, del justo destino de los hombres y que siempre habría algo más que llenarse el vientre y desaguar cada día la vejiga. Martín era una especie de hermano mayor, como el padre que no tuve y que remotamente se asomaba en la memoria cuando me sentía solo y desorientado deambulaba por las calles buscando el sitio amigo donde pasar la noche. Por eso mi predilección por Martín y su familia no era una cuestión circunstancial. Era mucho más que pasar los días en su hogar, comer juntos, sentarnos en el patio al atardecer y tomarnos una cerveza. No recuerdo después momentos tan plenos como los vividos en esa casa rodeada de palmeras y jardines repletos de flores que rara vez pude precisar. Allí estaba un poco el tiempo que se iba y el que venía. Entrecruzados en un borde de la historia tratábamos de descifrar al país, dentro de un espacio que cambiaba vertiginosamente. Por ahí pasaban a diario las relaciones humanas, la música, la poesía. En más de una ocasión me he preguntado en estos años si esa existencia era normal, si cabía dentro de los parámetros de la vida común y corriente. Es posible, pero en la balanza queda un gusto amargo que aún no he logrado dilucidar. Lo real es que en la casa de Martín había encontrado ganas de vivir y eso iba más allá que el simple alojamiento. Era la casa de los sueños, y no porque todo fuera evanescente y un mero soplido existencial pudiera borrarla del espacio. Nada de eso. Era la casa de los sueños comunes y si mi pequeño sueño personal era aceptado en ese sueño familiar no tenía más remedio que sentirme feliz y agradecido. Un año cumplía en Septiembre en esa casa y como irónica paradoja se trataba de un Septiembre diferente. Uno no asocia demasiado las fechas, salvo si un hecho sacude. Entonces se busca en la pared un calendario, aunque más tarde se olvide el día, pero no el suceso. Un año cumplía aquella mañana en que la historia se reducía a unas pocas horas. De pronto el mundo estaba loco y las radios desconcertaban. Ruido ensordecedor de helicópteros y disparos provenientes de lugares que sólo podían suponerse. Al mediodía ya nadie andaba por las calles. Me asomé a la puerta para divisar apenas un escuálido perro husmeando las paredes de la esquina. A lo lejos una sirena surcaba el aire como un aviso. Inesperadamente me quedaba sólo en esa enorme casa sin poder salir, encerrado conmigo mismo, descorriendo a ratos las cortinas para apresurar la llegada de alguien, de Martín, de Marcela o de cualquiera. Pero, no ocurrió. Ni ese día ni lo días que siguieron. Solía consolarme pensando que vendrían cuando menos lo imaginara y que las cosas seguirían su curso. Pero, al quinto día supe que nadie de la familia regresaría. Traté de no hacer demasiadas conjeturas y asumí la idea de no verlos por un lapso prolongado. Después me atreví a salir al encuentro de la realidad, aunque el encierro fuera parte de una realidad que no me había recogido. Anduve por calles que casi no recuerdo observando las paredes todavía pintadas con consignas, los pocos automóviles circulando apresurados y respiré ese aroma de miedo que podía palparse en el aire como algo denso cubriendo la ciudad. A la vuelta de una esquina la encontré a boca de jarro. Allí estaba tensa y erguida, simulando contemplar una vitrina. Fernanda lucía igual de bella llenando el espacio con su presencia dulce y atrayente. De nuevo me cautivaba su hermosura natural y esa mirada suave que siempre parecía estar acariciando. Era increíble tenerla ahí, al alcance de la mano. Bastaba estirar los dedos y podía tocarla, aspirar otra vez la tersura de su piel que por semanas me había perseguido, desde la primera vez que la vi ensimismada escrutando el cielo apoyada en un monolito del parque universitario. Allí nació mi ingenua insinuación varonil y su respuesta tímida y esquiva. En esa ocasión nos hablamos por esas casualidades que resultan inevitables, intuyendo que tendríamos que conocernos mejor, saber de nuestros pensamientos, de los anhelos personales y las mutuas procedencias familiares. Nos vimos diariamente un par de semanas en una especie de juego cautivante, de idas y venidas hasta su pensión, de detenciones tácitamente programadas en rincones oscuros para tomarnos las manos y abrazarnos, para besarnos a veces y a veces para deseamos. Después la perdí en el tráfago del gentío que nos llevaba por veredas opuestas. Ella asumía su próxima condición profesional, dispuesta a recibirse de parvularia y acunar infantes en alguna guardería. Yo, siempre creyendo en antiguos ideales que a fuerza de repeticiones pretendía rejuvenecer. Por algo nos extraviamos. Por eso o porque no estaba aún maduro el tiempo del encuentro decisivo. Lo real es que ahora estábamos observándonos como era previsible y una complicidad manifiesta nos enlazó de inmediato. A nuestro alrededor el mundo se caía a pedazos, y por algo nos reencontrábamos. El nuevo abrazo era la continuación natural de ese otro abrazo inconcluso. Nos nombramos quedamente, nos susurramos cosas que ninguno percibía con claridad, pero que estaban diciéndonos que en medio de un caos irreconocible lo auténticamente conocido se hallaba en nosotros. Con Fernanda habíamos demorado un encuentro que ningún calendario podía posponer eternamente. Conversamos de lo que ocurría y me preguntó por Martín y su familia. Ella entendía toda esa confusión como parte de otra confusión mayor que nunca me nombró. Sin saber cómo cerca del toque de queda estábamos frente a la casa de Martín. Sin mirarnos ingresamos todavía tomados de la mano. Adentro recorrió las habitaciones, tomó algunos retratos de Marcela y de los niños contemplándolos largo rato como si intentara memorizarlos. Ojeó las estanterías repletas de libros y curioseó unas notas y apuntes de Martín apiladas en su escritorio. Cuando me preguntó si era obvio que debía quedarse nos reímos con fingido nerviosismo. Comimos algo, encendimos la radio para escuchar la monótona reiteración de lo que nos desconcertaba. Después temblamos juntos al oír los persistentes ruidos de vehículos pesados 0en las calles, enfocando a veces las ventanas y provocando fugaces resplandores en las paredes y espejos de la antesala. Apagamos las luces y nos deslizamos sigilosamente bajo los sillones, tocándonos casi, rozándonos a menudo en una extraña atracción que presagiaba lo inevitable. Allá afuera la ciudad tenía sus dueños. Nosotros nos necesitábamos para no morimos de angustia ante nuestra propia soledad. Nos quedamos acurrucados como si el tiempo se hubiera estacionado, sintiendo la respiración agitada de Fernanda muy cerca de mi boca. Cuando tomé su rostro con mis manos y vi sus mejillas cubiertas de lágrimas supe que podía amarla. No importaba lo que trajera el futuro ni el pasado perdido. El presente era lo único verdaderamente nuestro, lo que nos revitalizaría hasta salir del enclaustramiento y recobrar un día los deseos de vivir. Es cierto que lloraba, pero había en ello algo de sublime. Lo entendí al besamos y porque aferrando nuestros cuerpos descubríamos que la felicidad es más plena al filo de la misma muerte. La muerte que pasaba por fuera y que en cualquier momento podía entrar por una puerta y dejarnos en otra dimensión. Sentía que pasaban veloces los días anteriores, los recados de Fernanda en la casilla de la escuela, mis respuestas nerviosas a través del hilo telefónico. Pasaban raudas las reuniones de biblioteca y el estudio de doctrinas que costaba asimilar. Lejanas pasaban las advertencias sobre un tiempo de catástrofes, donde nada tendría más sentido que huir, huir a algún lugar del planeta en que nadie supiera de nosotros para recobrar un paraíso que ninguno conoció. Sé que Fernanda tenía tanto miedo como yo. Ambos desprovistos de una experiencia que jugábamos a disimular, pero sabiendo que ninguno tuvo nunca otro cuerpo tan cerca y tan profundamente. La sentía cobijándose en mis labios desafiando a la muerte, intuyendo que Martín, Marcela y los niñitos nos miraban desde un sitio ajeno al dolor y al desencanto. En ese instante de fugaz felicidad sentí que la angustia pasaba como un cometa, se estacionaba arriba nuestro y partía con desgano. Con Fernanda nos amamos como no he vuelto a amar más tarde y sé que el sentimiento es compartido. Nada fue más cierto que tenernos allí, rodeados de dolor y de miserias, perseguidos sin saberlo por una historia que dudábamos nos hubiera pertenecido alguna vez. Por eso quizás nos amamos por primera vez como si naciéramos de nuevo, mirándonos en el infinito espejo de lo trascendente. El universo entero entraba por la ventana, se quedaba quietecito al lado de la cama y parecía sonreírnos. Eramos dos contra todo y en algún secreto lugar de las entrañas de Fernanda soñé que ese momento se prolongaba. Después me susurró una promesa para perpetuar la ruptura de ese espacio virginal. Yo la sentía cohesionada a mi fuerza interior, sujeta todavía a mi beso y pronunciando lo que sólo los amantes pronuncian luego del amor. Volvió al otro día y al siguiente. Me acostumbraba a esperar su llegada por las tardes regando las flores y asomándome de vez en cuando hasta la calle. Allá aparecía siempre precedida por el mismo perro blanco que husmeaba cada día las paredes. La veía nerviosa apurando el paso mientras yo repasaba las frases que escribía para decírselas en voz baja mezclándolas con el resto de país que se nos escapaba. Tal vez, porque ese resto se hacía más exiguo, a fines de Septiembre Fernanda no llegó. Su ausencia coincidía con la muerte de Neruda que una radio informaba escuetamente. Pensé en Marcela y en Martín, en mis padres fallecidos hace tanto, cuando yo era aún el germen de asceta ciudadano y quería cambiar las injusticias con mis primeros versos. Pensé en ellos tratando de rescatar sus rostros ambiguos y en cambio surgía Fernanda junto a la vitrina. Después me acomodé a esperar que vinieran a buscarme. Ellos llegarían cuando notaran que nadie vivía en la casa de Martín, cuando constataran que no se encendían las luces por la noche, porque Fernanda y yo hacíamos el amor entre las sombras. Ya no tenía sentido salir de ese sitio. Afuera tampoco tendría sitio alguno. Por eso me quedé callado y acurrucado en una esquina de la casa. Por un iluso momento había imaginado un final distinto, un final con Fernanda esperando en otro rincón de la ciudad donde la semilla de nuestra virginidad diera sus frutos. Creo que a pesar de todo eso me mantuvo vivo. Suponer que esos días se prolongarían más allá de ese mes y de ese año. Por eso esperé casi sin miedo que me llevaran. Después que se cansaran de pasar por la calle iluminando los espejos de la antesala, cuando se aburrieran de golpear las murallas y comprobaran que la casa estaba vacía, que esa era la casa de Martín donde no había nadie. Que sólo yo iba a dormir durante el año y que por eso me llevarían lejos. Bien lejos. Donde Fernanda no pudiera imaginar que seguiría vivo. Donde nadie supiera nunca de esa casa en que ella y yo nos amamos en Septiembre.


La petición

Una mujer en la antesala de un tribunal no tiene nada de particular. Pero, esta mujer irradia algo especial. Los ojos le brillan de extraña era cuando entrega un arrugado manuscrito en el mesón.

Es la cuarta vez que lo presento le dice débilmente al oficial del juzgado. El la observa enarcando las cejas mientras alisa el papel, donde apenas se distingue un timbraje borroso en un extremo. Luego se toca la punta de la nariz con el índice izquierdo y se aleja. Ella lo ve conversar con un compañero de trabajo. Se percata de la complicidad de sus sonrisas. Sabe que la escrutan con aire burlón y descuidado. La mujer aguarda ansiosa. Se restrega sin pausas sus fláccidas manos y de vez en cuando, juguetea nerviosa con el desgastado medallón de bronce colgándole del pecho.

El personal del tribunal se arremolina en un rincón. Comentan en baja. La miden de reojo como si pretendieran ignorarla. Después la olvidan y regresan a sus labores. Ella continúa esperando como si el tiempo se extendiera en la infinitud de sus pupilas.

La mujer presiente que en algún momento cerrarán el tribunal. El oficial regresa con el arrugado manuscrito entre sus manos. La contempla con lástima como si recién reparara en ella.

Lo siento señora. Su petición no es posible ahora. El juez no puede fallar de buenas a primeras algo tan importante.

Ella lo mira con sus ojos de perro asustado mientras el oficial la toma de un brazo encaminándola hacia la puerta.

Usted sabe agrega de pronto, con un gesto de ternura que pedir un lugar en el paraíso requiere de un largo proceso.

Lo sé responde la mujer inclinando la cabeza. Después guarda el manuscrito en su cartera y antes de salir levanta los ojos como implorando.

¿Mañana, tal vez ... ?

-Tal vez… -sentencia el oficial y cierra lentamente la puerta del tribunal.



Es que tienes los ojos cerrados

Es que tienes los ojos negros Pablito, los tienes como si te hubieran pintado la cara de blanco y los ojos se te hubieran achicado. Los tienes como esas pelotitas de carey, de esas que venden los gitanos bajo la carpa morada, de esa carpa donde una mañana tú, yo y los demás, nos acercamos despacito y miramos por un agujero. Era pequeño el agujero ¿Te acuerdas Pablito? Por ahí los vimos. Estaban medio colorados y nosotros nos mirábamos asustados. Creo que no podíamos irnos y parece que ellos jugaban a quererse, porque se subían encima de ellos mismos. Pero, si te acuerdas bien Pablito, la rubiecita, la de las trenzas largas, la que tenía unas tetas chiquitas, la que se limpiaba los mocos con la punta de su vestido blanco, esa rubiecita lloraba cuando el gordo de bigotes se le subía a caballito. Todavía te estoy viendo medio asustado tirándome las mangas para que nos fuéramos. Pero no. No nos movimos esa tarde y después volvimos dos veces, en la noche y al otro día hasta que nos acostumbramos. Y cada vez que los gitanos levantaban la carpa los veranos nosotros nos arrastrábamos debajo de los matorrales, por entremedio de las piedras, como si fuéramos soldaditos de plomo. ¿Te acuerdas Pablito de ese cuento, ése donde le faltaba una mano al soldadito? ¿O era un pie? Bueno, no importa. Lo que importaba era que tenías los ojos bien abiertos, muy abiertos, como si tuvieras que mirar todo lo que pasaba, porque había poco tiempo. Me llegaba a doler cómo abrías los ojos. No como ahora que los tienes casi cerrados, casi como si te los hubieras pegado con pegamento. Tienes pegamento en los ojos Pablito. Déjame verte. ¿Qué te hicieron? ¿Quién te puso pegamento en las pestañas? Parece que hubieras llorado. ¿Lloraste Pablito? Como si hubieras llorado, igual que el día que te empujaron contra la reja y te golpeaste la nariz. No habías visto sangre. Sí, me di cuenta, porque te miraste la camisa de colegio toda empapada de rojo y de nuevo te asustaste. ¿Sabes que eres muy asustadizo? Siempre estás pendiente de algo que te acobarde, de una sombra muy oscura, de un hombre raro que crees te espera a la vuelta de la esquina con un saco grande y unos ojos medio locos. Siempre terminabas llorando ¿Por qué Pablito? Tú sabeas que luego, un poco más tarde, más rato, serás enorme y alto como mi papá. ¿Te gusta mi papá, verdad? Sé que sí, siempre lo estás mirando, cuando fuma, cuando clava un clavo o pinta las paredes de mi casa. Sé que te hubiera gustado un papá como el mío. No sé qué le pasó al tuyo. Nadie lo conoció, me parece que nadie. Algunos decían que tú no tenías papá, pero tenías, tienes que haber tenido, sino ¿Cómo habrías nacido? Es tonto lo que dicen ¿No te parece? Muy tonto. Yo creo que de envidiosos, de malos que son, por eso hablan. No tienen en qué ocupar el tiempo y cuando lo ocupan lo hacen para perderlo. Pero, que eso no te preocupe Pablito, tú tienes un amigo, después de todo. Yo soy tu amigo, aunque alguna vez me haya reído de tus piernas chuecas, de tu cojera tan cómica. Pero, eso es normal Pablito. Aunque te cueste creerlo, hasta tu cojera resulta simpática en ti. Debe ser porque eres tú y siendo uno, uno es como es. ¿Me entiendes? Sé que me entiendes. Además, es tan poco lo que no comprendemos que no podemos enredarnos mucho. Lo que sí no logro entender son tus ojos, siempre tan tristes, hasta cuando te reías tus ojos estaban medio idos, más bien como si estuvieran tristes. ¿Verdad que era así, que es así? No digas nada. Cada uno sabe qué le pasa dentro y nadie puede explicarlo. Como cuando te perdiste en la playa y te buscamos por todos lados. ¡Pablito, Pablito! te llamábamos. ¡Responde! te gritábamos a coro, y tú estabas encaramado en los tijerales de una casa sin terminar. Me acuerdo bien. Estabas con la cabeza metida en un agujero parecido al de la carpa de los gitanos, pero no mirabas hacia adentro. Mirabas las aguas del río y sonreías, te reías en silencio y nos hiciste callar como si pudiéramos despertarte. Pero, tú estabas despierto y sonreías. Nos miraste sin vernos, bueno a mí me pareció que no veías a nadie y que mirabas más allá de nosotros. No, no pienses que me burlo. Siempre te encontramos medio raro, medio difícil. Alguien decía que eras como un pájaro que vuela bajo tierra. Como un pájaro que va taladrando el piso, en silencio, muy silencioso, queriendo llegar a algún sitio, pero no llega nunca. ¿Te parece que tú eres así Pablito? A mí, no sé. Es que es tan difícil ser uno mismo. Mi padre, ése que tú siempre espías entre las tablas del cerco, a veces me retaba porque yo te imitaba y caminaba como tú, y sonreía como tú. Pero, yo lo hacía sin maldad ¿No lo crees? Tal vez no era así, tal vez trataba de burlarme de ti y de todo lo que tú eras. No lo sé bien. ¿Y qué importa ahora? Tampoco lo sé bien. Hay tantas cosas que no me dijiste y que no dijiste a nadie. En fin, tú sabías lo que hacías ¿O no lo sabías? Bueno, eres dueño de tu vida, pero no entiendo, te repito, por qué tus ojos están tan chiquitos y negros, negros como un arco iris de un solo color, de un color medio gris, como el cielo gris de este invierno. ¿Sabías que es invierno? Quizás empezaste a olvidarlo. ¿Uno empezará a olvidar de repente? ¿Qué crees? No, no digas nada. Me lo imagino. Ni siquiera me respondas por tus ojos. Ayer estaban claros, claros y abiertos. ¿No te acuerdas de ayer? Antes que se te pusieran cerrados, antes que te cayeras de la chancadora de ripio como un saco de cemento, antes, los tenías abiertos. ¿Qué hacías allá arriba? Es alto, te gritamos, es alto y puedes caerte. Pero, no respondiste. Alguien dijo que habías escrito sobre tu padre, que habías puesto su nombre en la pared. Y que dibujaste un par de piernas derechas, derechitas como tablas y que nadie supo cómo venías cayendo tan rápido, rápido como un pajarito en picada. No sé Pablito, pero algo pasó por tu cabeza. ¿Verdad? No me digas nada. A lo mejor entiendo. Lo que no comprendo es cómo tus ojitos se te achican tanto y se pusieron tan, pero tan negros. Tan chiquitos tus ojos y tan grandes que estaban ayer, tan grandes y tanto que veían. Podían pasar a través de nosotros y no vernos, y vernos más allá de nosotros mismos. Y ahora están cerrados, pequeñitos y cerrados, como si nunca los hubieras abierto.

 


Algo vuela sobre el lago

Casi al llegar sentí esa especie de aleteo suave y veloz tocando mis mejillas. Como el entorno atraía de golpe las miradas pensé que era la brisa y no le di mayor importancia. Yo había estado en el lago la semana anterior, por eso lo recordaba con tanta precisión. Es verdad que era un lago artificial, pero a esas alturas resultaba tan válido como uno natural. Uno asume que un lago es tal donde quiera que se encuentre. Ve sólo el agua contenida entre los cerros y le parece que siempre ha sido igual. Claro, si uno comienza a caminar por los alrededores nota algún camino inconcluso, una huella de animales trunca como si el borde del agua los hubiera cortado de un hachazo. Lo que hay debajo sólo es posible suponerlo. Tal vez en otro tiempo hubo caseríos y circulaba gente por el fondo. Ahora el lago lo ha cubierto todo, o casi todo. De vez en cuando unas ramas de árbol surgen extraviadas en la superficie como mudo testimonio de una muerte húmeda. Algunos islotes desparramados emergen como icebergs de tierra y desperdicios. Y sobre ellos vacíos tarros de conservas, botellas quebradas y restos de diarios incrustados a medias en el suelo. Como cualquier otro lago del mismo modo refleja los rayos de la luna. En él rebotan como haces luminosos los insectos mirados a contraluz. Para una noche normal el origen del lago debiera ser algo secundario, una cuestión accesoria. De todas maneras el paisaje absorbe, atrae y cautiva. Se puede estar horas contemplando la intangible cadencia de las aguas y ese ruidito cómplice de astillas y musgos en la orilla. A ese lago artificial llegamos por casualidad, aunque si uno hurga en su interior sabe que alguna implícita razón nos llevó hasta sus bordes. Era de madrugada, la tibieza de la noche tenía algo de sofocante, de vaho caliente que dificultaba la respiración. Laura me dijo que un sitio ubicado en un declive atrajo de inmediato su atención. Nos acercamos en silencio. Se trataba de un claro caprichoso rodeado de arbustos, de árboles sombríos y unas flores que, en la claridad nocturna, se visualizaban vistosamente albas. Detrás del claro otro de esos caminos con un final supuesto bajaba hasta el lago. Lo seguimos despacio. A lo lejos voces de campamento nos llegaban como diálogos entrecortados. Débiles fogatas brillaban a una distancia incalculable, aunque parecían al alcance de la mano. Los espacios no sugerían dimensión. Todo era aproximado. Si uno estiraba los dedos para tocar la forma de un sauce se encontraba con la nada, y su sombra seguía incólume más allá de la intención. Si proyectaba la mirada hacia el cielo las estrellas estaban allí, tan cerca de los cerros que la vastedad del universo sugería una estrecha realidad encajonada. Había un orden predispuesto, aunque no sé por qué tenía la vaga sensación que todo aquello era incompleto. Los islotes, las ramas de los árboles, los caminos inconclusos, daban la idea de algo tronchado, como si un espejo reflejara oblicuamente la mitad del rostro y se supiera que el resto está detrás. De pronto, por una tácita decisión estábamos desnudos en el agua. Por largo rato nadamos despreocupados. El braceo apenas se escuchaba y el canto letánico de un ave desconocida llegaba cada ciertos intervalos. A veces nos tocábamos, nos palpábamos bajo el agua, sentíamos los muslos, las rodillas, como si jugáramos a descubrirnos en la quietud de ese paisaje de artificio. Aferrados a unas raíces de la orilla nos besábamos largamente mecidos por un vaivén que era común. Como algo repentino sentí de nuevo ese ruido de alas sobre nuestras cabezas. Fue algo fugaz, una especie de aleteo suave y veloz que casi tocaba mis mejillas. De inmediato miré a Laura, pero ella seguía con sus ojos entrecerrados y su boca me buscaba en el espacio. Mi sobresalto no la sorprendió y cuando abrió los párpados me sonreía. Nadé unos pocos metros hacia adentro y ese aleteo pasó raudo enfriando mis cabellos. Era evidente que eso era real, que ese vuelo incorpóreo podía percibirlo. Sin embargo, Laura me llamaba desde la orilla ajena a mi angustia incipiente y una vergüenza que ocultaba. No podía atemorizarme con el vuelo de un pájaro silvestre. Un aleteo nocturno en los bordes de un lago artificial no era motivo suficiente para amedrentar a nadie. Le pregunté si sentía algo, si percibía el sonido de esas alas girando locamente sobre mí. Era obvio que no. Me dijo si bromeaba. Le contesté que sí cuando abrochaba mi camisa. Me tomó de las manos y nos sentamos de nuevo en las piedras de la orilla. Mientras se apoyaba en mi hombro esas alas oscuras y siniestras rozaban casi mis orejas. Iban y venían con una velocidad indescriptible hasta que sentí que unos ojillos rojos intentaban penetrar por mis pupilas. En ese silencio compartido el corazón palpitaba como si no me perteneciera. Yo veía esa cosa alada obstinada en avanzar directamente hacia mi frente y hundir sus dientes afilados. Tomé a Laura de los brazos y comencé a correr como si emergiéramos de ese camino inconcluso, como si viniéramos huyendo desde el fondo de un valle oceánico sin peces ni corales. Laura me preguntaba riendo porqué nos retirábamos. Creía que jugaba y simulé hacerlo. Al llegar arriba nos abrazamos. Laura me decía algo al oído mordiéndome la oreja. Yo miraba por encima de su hombro hacia la orilla. Allá abajo mi cuerpo desnudo se extendía encima de las piedras. Sobre él esa cosa alada avanzaba directamente hacia sus ojos. Cerré los míos como si unos dientecillos puntiagudos se clavaran en ellos. Un chillido siniestro cortó el espacio y se fue perdiendo como tragado por las profundidades del lago.


Interrogatorio

Me preguntó fríamente. Respondí y mi voz llenó los ámbitos de la habitación. Sonrieron. Mi sonoridad segura golpeó los techos y las ventanas, dio un suave paseo por las paredes y se depositó en sus oídos. Volvieron a sonreír. Cada vez que mis respuestas crecían serenas sus mejillas se extendían mostrando el enceguecedor brillo del oro de sus dientes en una mueca de gozo y complacencia. Uno de ellos dijo algo que resbaló por mis sentidos y se fue rebotando por el suelo. Traté de recoger mi turbación, pero sus miradas detuvieron mi ademán. Tuve que acomodarme en la silla, observar el sucio cortinado e imaginar que respiraba, más allá de los cristales, el aroma de los árboles. Insistió otro. Me dijo que cómo y que dónde. Le contesté que quizás, que lo pensaría. No era hora de inseguridades, contestaron a coro. Sabía o no. Volví a acomodar mi nerviosismo en la silla. Busqué un pañuelo inexistente y desabroché el nudo de mi garganta. Se intranquilizaban haciendo notar su impaciencia en mi acomodo. Mi cabeza giraba estática. Me llené de sus camisas y corbatas. Paseé mi lejanía por sus cabellos engominados y detuve la niebla que me cubría en las descascaradas paredes de cemento. Estaba bien, me señalaron, y por ser así, estaba mal, agregaron. Será de nuevo, repitieron, sintiéndolo mucho. Contesté que no era posible. Les pedí que fueran comprensivos, aunque no comprendieran mis razones ocultas. Y por cada petición amargas dudas nacían por mi boca llenando los ojos de justificaciones. Ya no sonreían, pero dentro de ellos la poderosa y sarcástica sonrisa de sus nombres ocupaba todo el reflejo que había en sus miradas. Que no era posible, insistieron, mientras yo buscaba en el suelo mi propia respuesta y preguntaba por mi imagen, por ese hombre que ingresó por el pasillo y tomó asiento frente a sus pupilas. Sentía que de pronto me desprendía de mí deshaciéndome a mi lado. Como un desgarro salía mi parte occipital equilibrándose débilmente cuando mi parietal izquierdo se alejaba dando tumbos sin que la tristeza alcanzara a cubrir su vergüenza. Como esponjas de aire cayeron mis orejas llenando el suelo de ruidos contenidos. Después, fueron parte de mis fosas nasales y mejillas, hasta terminar desmoronándome sin ninguna apariencia. Quedé como un desarticulado montón de piezas inconclusas y a medida que me veía formándome en mis desaciertos, estructurándome en simples pedazos de ninguna cosa, también en nada se transformaba la silla, donde empezaba a reposar en paz como el humillante cadáver de mis insensatas formulaciones, de mis indignas solicitudes.

Me dijeron que no y me fui levantando hacia abajo, cada vez más abajo, en tanto sus dedos llenaban una hoja negando mi pasado. Luego me fui perdiendo en silencio por las sillas, arrinconado contra ningún muro y, cuando sus voces llamaban otro nombre, me hice tan pequeño que pude salir por la rendija de la puerta sin que los pasos revelaran mi presencia. Y creo que absolutamente nadie se percató que yo había estado allí aquella mañana.

Una clase de amor

Pregunta por él, porque no siente sus brazos rodeándole el cuerpo. Su voz ya es un susurro que poco a poco se diluye. No sabe dónde se ha perdido ni qué hace sobre esa mesa fría mirando las tablas de un techo desconocido. Ve una lámpara celeste iluminando un viejo candelabro. Un par de cortinas azules y blancas como el gorro marinero de su hermano. No logra comprender cómo llegó a ese cuarto oscuro con olor a muerte, con un aroma de rosas marchitas que le recuerda las que su madre coloca en la tumba del abuelo. Escucha un lejano sonido de campanas. Imagina una antigua iglesia sin vitrales, con murciélagos colgando de sus vigas. Supone que no debe estar donde se encuentra, sino lavando su blusa de colegio, zurciendo su único chaleco, lustrando de nuevo sus zapatos y corrigiendo el dictado de los martes. Sin embargo, está allí, tendida sobre una mesa helada mientras suben por sus piernas agudos escalofríos. Tiembla y tiene miedo. Miedo de cerrar sus párpados para siempre, de no volver a verlo ni de verse. Sus ojos se contraen como cuando llora demasiado, después que él la amenaza con abandonarla. Y presiente que será cierto, que no regresará jamás y le será imposible acostumbrarse a sus fotografías. Visualiza su propio sufrimiento, aunque de mil maneras le ha dicho que sólo ha sido suya, porque es lo único que ama. Pero, a él nunca le basta. Le complace verla en ese estado deplorable. Que su súplica sea constante en un morboso afán de mortificarla. Ella no entiende esa clase de amor, pero lo necesita. Sobre todo ahora que el frío paraliza sus espaldas y desde el techo se abalanzan sombras oscilantes tratando de envolverla. En medio de la oscuridad se interroga y recuerda. Repasa la mutua promesa de una casa colorida con pájaros verdes revoloteando por pasillos interminables y docenas de plantas reptando por las paredes. Se aferra a los sueños y al futuro que pensaban inventar. Por eso no logra entender dónde está la sonrisa que ama ni su tibia mirada reconfortándola. Sólo esas tablas del techo que cuenta por enésima vez. Mira de reojo a un loro embalsamado y a la gruesa mujer que deambula silenciosa. La siente entrar y salir por las cortinas dejando una estela de adiós, de lejanía e infinito. Le parece que caerá a un abismo negro e insondable del que no regresará. Por eso tiene miedo cuando la mujer se ausenta. Una parte suya la sigue y al regresar retorna menos vida. Ella cierra los ojos nuevamente. Necesita tocarse el cuerpo, palparse las caderas, saber si sus pechos están en su lugar. Pero, no puede moverse. Una presión invisible la asfixia atrofiando sus músculos. Procura hablar y sus labios modulan sin sonidos como las sombras de las paredes. Esas sombras que la persiguen desde su nacimiento. Recuerda un cuento que no la dejaba dormir. Un niño corría bajo la luna llena perseguido por algo. El niño se detenía y aquello también, hasta que superando el temor se vuelve enfrentándose con su propia sombra. Así se siente. Como si de su interior salieran las cosas más oscuras del mundo para cubrir las luces de la pieza. Es allí cuando la mujer regresa con algo entre las manos. Hace un gesto con los dedos para que ella la perciba. No comprende porqué trae una mascarilla ocultándole el rostro. Se aterra ante unos ojos siniestros dispuestos a saltar y atraparla. Ella sabe que no podrá moverse y aunque quisiera huir, no podría. No tendría dónde ir. Si lograra salir y él no estuviera esperándola el tormento sería peor. Y no quiere la tortura eterna. Internamente ruega por divisarlo afuera. Se esfuerza por distinguirlo más allá de la inesperada claridad que por segundos inunda la habitación. Pero, no aparece y se pregunta si alguna vez estuvo, porque si se trata de una pesadilla dura demasiado. La mujer regresa con metales en las manos, con largos cuchillos y cucharas que parecen derretirse en el espacio. Presiente que van hacia ella y lentamente se introducen en su vientre. Le están removiendo las entrañas y sacan esa parte suya que ya saliera con la mujer por las cortinas. Algo terrible le punza el interior. Siente que se va muriendo y grita. Le grita a él. Que no se vaya, que la espere a la salida del colegio y le diga que la ama. Pero el sueño lo va cubriendo todo. Ve una bandada de jilgueros volando entre cientos de plantas que avanzan por las paredes. Trata de despertar dentro del sueño y es inútil. Su intento es imposible y se va durmiendo en el más profundo desamparo.


Cuando la mirada avisa

Siempre recuerda su partida. Y la recuerda bien porque el día que ella se marchaba lo asoció con la desaparición de Manuel. El se perdió en la nada un año cualquiera. Ella se extravió por la carretera tiempo después. De alguna forma el desaparecimiento era común, aunque con algunas diferencias. En el caso de Manuel la esperanza de encontrarlo vivo era remota, casi una ilusión que se negaba a morir en el corazón de su madre. En cambio, ella seguiría viva, pero fuera del radio de acción personal. Lo más probable es que no volviera a verla, a pesar de que estaría buscándola en cada signo que dejara su presencia. Le resultaba extraño: no había notado su existencia real hasta que ella le comunicó su decisión. Antes todo parecía un juego que variaba de la diversión a la tristeza, sujeto a una especie de infantil complicidad donde ciertas claves las entienden sólo quienes juegan. Difícilmente el día se le antojaba de veinticuatro horas. Pasaba como un suspiro interior que llenaba sus acciones de vitalidad. No entendía cómo otra persona lograba modificar tanto el curso de los propios actos. Recién constataba que era así. Por eso recuerda tan bien el día en que asomó sus oscuros ojos en la puerta como disculpándose de existir. Fue innecesario que abriera la boca. Había en su mirada ese especial resplandor que suele otorgar la despedida, un resplandor invertido, como si se tratara de una lenta succión de la luz hacia adentro. La vio y lo supo de inmediato. Y simultáneamente no sabe por qué recordó también los ojos de la madre de Manuel. Cuando la visitaron tenía una pañoleta gris entre las manos y le rezaba a un cristo de madera adherido a la pared. Esa casa poseía algo de mansedumbre espacial, pensaron al unísono. Una de esas casas pobres que rezuman humildad, donde habitante y espacio parecen una sola cosa. Le pidieron que contara como temiendo despertarla. No podía. Al mover los labios la habitación se llenaba de ahogados gemidos y su dolor traspasaba las ventanas como un mensaje que nadie recibía. Era invierno. Llovía. Llovía tenuemente, con esa singular delicadeza de los últimos vestigios invernales. No habló ese día ni los siguientes. Pero, le quedó grabado ese resplandor invertido que es el mismo de ella en la despedida. Quizás presienta que las miradas, como los seres mismos, en algún momento se entrecruzan y la memoria es apenas un conducto obligado de las sensaciones que estremecen. No pudo hablarle. La miró largamente y se abrazaron como si nada aconteciera. Sabían que aquello llevaba un mensaje cifrado. Pensó que nadie estaba mucho tiempo con nadie y si alguien partía de improviso algo se quebraba dentro de manera inevitable. Tal vez, por esa extraña dualidad de las miradas la imagen de Manuel le llegó tan nítida y real. Por lo mismo recordó el día de la llamada. Inicialmente le pareció otro caso más. Era normal. Nadie tenía el futuro asegurado. Salir de la casa al amparo de las sombras significaba un riesgo asumido cuando todos llevaban a cuestas el estigma de la subversión. Aquella noche ordenaba información sobre un hallazgo de osamentas. Era paradójico. En esos años hurgar expedientes desechos de un juzgado, con muertes presuntas e inhumaciones, constituía a lo menos, una irreverencia. Lo escrutaban como arqueólogo de tribunales que ha extraviado su tiempo y su carrera. Las miradas se asemejaban a una persecución. Tenían la vistosidad de ese reojo mal disimulado que en ocasiones trasunta simpatía y mayoritariamente, sarcasmos. Aquella noche llamó el padre de Manuel. Su voz entrecortada por años quedaría incorporada a su cerebro preanunciando una búsqueda inútil. Después, llegaron a la casa y más tarde recorrieron la carretera. Era presumible que por allí lo vieran, pero nadie dijo nada. Llegaron a un río caudaloso como si asistieran a un funeral anticipado una mañana húmeda y nublada. Caminaron horas auscultando la corriente, removiendo temerosos las zarzamoras. Sin embargo, sabían que ningún rastro los llevaría a su encuentro. Manuel lo sabe hoy tenía un balazo en la nuca y las manos amarradas a la espalda. Su cuerpo, desecho por el tiempo, emergió hace unas semanas por esas casuales informaciones que ya resultan cotidianas. Lo intuyó cuando vio llegar ala iglesia a ese individuo enorme, con dedos de boxeador y ojillos desencantados, que finalmente dijo aquello que lo atormentaba. Lo vio santiguarse y musitar largo rato hasta que las palabras fueron inteligibles. El desenlace era claro: Manuel estaba en el último pabellón del cementerio, sin cruz ni lápida, sin una señal de que hubiera pasado por el mundo. Recuerda que ella lloraba en silencio, llena de emociones encontradas. Nunca estuvieron tan juntos y tan distantes a la vez. La muerte descubierta los acercaba al punto de fundirlos en su encuentro. Pero, el trabajo común terminaba. Su sentido estaba en la delgada voz de ese gigantón con rostro de niño acusador. Por meses habían escudriñado la historia de Manuel, sus pasos, sus hábitos, su forma de relacionarse con el mundo. Recién caía en la cuenta que la verdad la supo siempre. Cuando llamó el padre de Manuel y recorrieron callados el trayecto, ya sentía que era una diligencia inútil, pero necesaria. Sin ella no la habría conocido. Le parece extraño cómo la muerte da curso a la vida. La desaparición de Manuel, su secreta muerte imaginada, los atrajo. La vio venir discreta, ágil y sencilla. Con sus ojos profundos asomados por la entornada puerta de la oficina esa noche inolvidable. Con ella aprendió que las cosas perduran si se dicen con los ojos. Las palabras son apenas un rito secundario. Por eso ver a la madre de Manuel era percibir de inmediato el fondo de una historia acabada. Esa pañoleta gris adherida a sus dedos y ese sonsonete fugaz elevado hacia el Cristo de madera tenían algo de definitivo. Pero, siempre todo sigue un curso. Y ese curso debía darse como cada proceso de vida. Sin él no tendría este final. Ella no estaría partiendo ni jamás habría llegado sin esa llamada de medianoche que les allanó el camino. Y le vuelve a parecer extraño cómo su verdadera existencia asoma ahora. Ahora, que ella dice adiós sin decirlo. Ahora, que han terminado de una vez con la débil esperanza de la madre de Manuel y con sus últimas lágrimas de espera. Lo demás lo saben. Algún titular de primera página, luego el olvido. Es cierto: ahora constata que ella ha partido. Que no le dijo adiós de repente, sino que llegó despidiéndose con la desaparición de Manuel. Tal vez, por eso entienda hoy ese especial resplandor invertido que sólo otorgan los ojos en las despedidas. Y por lo mismo no le cuesta asociarlo con el gesto de la madre. Todo tiene sentido. Hasta el recuerdo absurdo que lo trae de vez en cuando hasta la tumba de Manuel, como si fuera posible que a través suyo ella regresara.


Los números no cuentan

Tenía miedo que me trajeran. Por eso me puse agresivo anoche e inventé llamadas telefónicas que no existieron. Cuando mi padre me tocó un hombro y me miró profundamente a los ojos sabía que algo extraño estaba pasando. Más aún si después sonrió con una ternura desconocida, entre ternura y lástima. Entonces pensé que algo parecido a la soledad me aguardaría dentro de un rato. Por eso tenía miedo. Pero, además no entendía muy bien esas caminatas interminables de la tarde. Me llevaban sin sentido de un lugar a otro. No sé qué pasaba, pero no me gustaba. Veía tanta gente por todos lados. Surgían automóviles de mil colores que me enceguecían. Esas avenidas enormes con cientos de personas que corrían a ningún sitio me asfixiaban. Me faltaban el aire y yo quería respirar aire, aire puro, transparente, como el que teníamos con mis hermanitas en Los Maitenes. Los Maitenes queda en el sur. Allá había un cielo muy, pero muy azul y por las tardes, cuando estaba por oscurecer, docenas de pájaros que se llaman tiuques se posaban en los árboles. Los Maitenes es chiquito, casi como cruzar la Avenida donde ayer nos comimos unas empanadas de hojas. Y a pesar de ser chiquito uno llega a perderse entre tanto color natural. Todo es natural: el pasto, de colores verdes y los yuyos amarillos; los animales, que lanzan mugidos como si a cada rato despertaran; el tintineo como de campanas que deja un reguerito cristalino que pasa a orillas del patio. En el patio había un durazno, y todos los años, los pocos años que recuerdo, esperábamos que maduraran y los colocábamos en hileras sobre un mesón. Me gustaba verlos redonditos como si estuviera inventando un universo. Después los comíamos y mi abuelo colocaba una señal con tiza en la pared porque empezaba otro año de esperanzas. Ya casi no recuerdo qué es la esperanza, pero a veces me parece que se asoma por unos rayitos de luz que cruzan las rejas de las ventanas. Aquí hay muchas ventanas y todas con rejas. Las ventanas están altas, tan altas que hay que subirse en una mesa y una silla para mirar afuera. Lo que se ve no es muy bonito, pero es más lindo que ver esta pieza de cemento y estos colchones envejecidos por la humedad. Todo aquí es húmedo: las paredes, los armarios desvencijados y los ojos de catorce. Catorce llora todo el tiempo con el rostro pegado a la puerta como si escuchara pasos que lo asustan. Catorce es mi compañero de pieza. No, no es un apodo. Es su nombre. El mío es trece. Aquí todos tenemos nombres de números y cuando alguien recibe una encomienda se escucha un vozarrón por los pasillos como sí cantaran un número de lotería. Y los números corren por los pasillos con el corazón palpitante, porque cada paquete trae un aroma de antiguas procedencias. A mí por ejemplo, ayer o hace una semana, me llegó un olor de albahaca y yerba buena al abrir mi encomienda con mis libros de poemas y mi naipe español. Necesitaba mis sotas y caballos. Hacía días que me paseaba por el patio contando las palomas que llegan no sé de dónde. Catorce me dijo que vienen de la torre de una iglesia que se ve por la ventana, pero nunca he visto que vengan de allí. El caso es que el aroma se desparramó por el mesón del comedor como si fuera un smog de pan amasado. Los números que a esa hora almorzaban una masa pestilente levantaron como uno solo sus ojos lacrimosos y miraban con la boca abierta ese vaporcillo que llenó de golpe el comedor. Allí conocieron a las gemelas. Las gemelas son mis hermanitas. Y a mi madre que colgaba unos pañales en el patio. Vieron cómo las gemelas jugaban con Sultán y no tuve necesidad de decirles quién era Sultán porque lo estaban viendo saltar dentro de su pelaje de perro ennegrecido. Al cerrar la caja las cucharas volvieron a incrustarse en cada boca. Así ellos conocieron parte de mi historia. Una parte muy pequeña, porque daría años para conocer mi vida entera. Yo también he visto de dónde vienen otros números. La otra tarde veintiuno se cubrió la cara desconsolado. De una carta amarilla atada con una cinta roja se escapó una mujer que le besó la frente. Era una dama hermosa con un vestido de fiesta repleto de vuelitos en los bordes. Veintiuno no dijo una palabra, sólo terminó yéndose a un rincón donde estuvo horas encuclillado. A veces no es bueno recibir encomiendas, pero es a veces. Si uno se tapa las narices con los dedos evita los recuerdos y ya no anda viendo cosas que lo dañen. Pero, es tan difícil. Aquí todo es tan monótono. Uno va de acá para allá y luego regresa tantas veces que al final se olvida si va o viene. No sé cómo no se hace un surco en el patio, pero sí queda una especie de caminito gastado. Por ahí camino ahora y las palomas se cruzan por delante. Son hermosas las palomas. Al principio no me gustaban. Me impedían pensar mientras andaba, pero después terminé por extrañarlas sí no venían. Qué raro. Lo que odiaba en ellas ahora lo amo. Me dolía que volaran. Sí, me dolía. Es que llegan por el cielo gris trayendo un aire desconocido, un espacio que no comparto. Entonces las odiaba por eso. Allá lejos había tanto ruido y ellas traían apenas un pedacito de ruido a este silencio doloroso. Aquí duele el silencio. La verdad que casi todo duele y a uno le cuesta entender por qué. Por ejemplo no sé cuándo vinieron mis primos a buscarme. Apenas los vi subí corriendo hasta mi pieza, me despedí sofocado de Catorce y con mi bolso, mis libros y mis naipes en las manos bajé anhelante hasta el patio. Nos vamos, les dije muy seguro, pero ellos me miraron insensibles. Aunque eso de la insensibilidad es tan relativo. Me pareció que mis primos lloraban por dentro. Creo que trataban de no asustarme, corno sí algo pudiera asustarme más que estar aquí. Uno me miró el cabello diciéndome que me peinara. Aquí hay una ropa limpia, repetían. Si quieres irte, por lo menos podrías bañarte, aseguraban, y me palmoteaban la espalda como si no entendiera. Pero, sí entiendo. Mejor dicho, entendía, porque estaba alerta. Algo me decía que me dejarían aquí. No sabía qué. Algunos números se habían acercado y me apoyaban. Debe irse, afirmaban. Yo los miraba y miraba a mis amigos. Es increíble, hasta ellos se dan cuenta que debo marcharme. No comprendo cómo puede haber parientes tan porfiados. Los parientes son una especie de miseria colectiva. Van y vienen trayéndote siempre nada de ninguna cosa. Una carta no es una carta: son palabras vacías. Que luego, que después, que las cosas marchan bien mientras tú llegas. Ni siquiera sus recuerdos son algo coherente. Te dan consejos que no siguen. Te advierten sobre peligros que no enfrentan. Dicen quererte y escapan de ti. No hay nada bueno en los parientes y nada bueno en las familias. Al fin de cuentas es lo mismo. La familia es un desorden: nadie entiende a nadie y vive preguntándose. Las respuestas no importan, importan las preguntas. Casi como la vida misma: una sola y gran pregunta. Por ejemplo, yo me pregunto por mí todas las mañanas. Quién soy y me levanto. Miro por las rejas hacia el patio. Veo un par de limoneros sin limones y otra pared con diez ventanas altas. Casi siempre me desperezo y erupto sin ganas. Después, o al mismo tiempo, observo a los celadores. Los celadores son tres. A veces sen dos. Andan de blanco con unas llaves en la mano. Parecen monos de nieve dormitando. Se ven por los cristales de mi pieza. Están con los codos apoyados sobre una mesa. Se ven más arriba que nosotros como si vigilaran. Pero duermen, aunque no duermen. Si uno se acerca despacito siempre sienten, escuchan y pegan un brinco. Se paran como un resorte y se quedan delante como murallas. Los celadores parecen monstruitos, pero suelen ser simpáticos. Después de unos días te sonríen incluso. Uno los llama y vienen. Y si a uno lo llaman hay que ir. Nada es más peligroso que hacerse el desentendido. La otra vez Veintiuno miró para otro lado. Hasta se puso a silbar una canción de cuna. El celador más grande puso cara de espanto. Lo tomó del cuello y le golpeó las costillas con el puño. Hasta a mí me dolió el dolor de Veintiuno. Me pareció injusto. Déjalo, le dije, y lo dejó. Veintiuno se tomaba las manos doblado como un feto. Daba pena. Pero, las cosas son así. Hay que aceptar a los celadores como son y si llaman, ir. En fin, luego de mirarlos, estornudo, me rasco la cabeza, hago unas flexiones y me voy a lavar al fondo del pasillo. Me levanto a las siete. A las siete cantan los jilgueros en los limoneros y me acuerdo de los tiuques. Los tiuques cantan mejor. O será que los escuchaba al otro lado de las ventanas. Los jilgueros son verdes, de un verde brillante que deja escamitas en el aire cuando vuelan. Tienen una rara precisión: llegan docenas al mismo tiempo y cada uno sabe su lugar. En eso nos parecemos. Aquí nadie se equivoca de sitio. La otra noche uno se perdió en la galería, se metió en una pieza ajena y lo sacaron a empellones. Tuve que dormir con sus quejidos durante horas. Después de contar los jilgueros, canto. A veces no canto, sino que pienso. Hago cálculos. Saco cuentas mirando el techo de la pieza. El techo está derruido. Hay pintura descascarada y cae sobre los ojos. Más tarde hay que esperar. Aquí siempre esperamos. Todo el día esperamos. Pero, yo no sabía que vendrían mis primos. Si lo hubiera sabido me peino, me afeito y lavo mi camisa. Fue de improviso. De repente estaba a la sombra de un limonero. Parecían conversar, pero no conversaban. Movían los labios como cuando uno está nervioso. Es raro. Luego de eso subí, me despedí de Catorce y nos miramos sin vernos. Bajé y volví a subir para cambiarme. Al bajar no estaban. Mis primos, grité. Dónde están mis primos. Todos se iban por las orillas. Cuando alguien no quiere escuchar se va por las orillas, del patio, del pasillo, por la orilla de la cocina. Fui hasta la cocina. Por la cocina se puede salir sin ser visto. Siempre que Juanita esté descuidada y nunca lo está. Así que nadie sale, pero sé que mis primos salieron. Juanita me sonrió. Te pareces a un animal que no recuerdo Juanita, pensé, pero no lo dije. No pasaron por aquí, me dijo. Yo supe que sí. Yo no había preguntado. Sólo que mis primos se fueron. Tengo pena por eso. No sé si es pena o dolor. Me he acostumbrado a confundirlos. Confundo también la alegría. Ahora que se fueron me río. No sé porqué Catorce me dice que no llore. Tuve que ir hasta un espejo. Yo me iba riendo, pero en el espejo no me divisé. Tuve que pasarme la mano por la cara. Cuando me sequé las lágrimas me vi hecho una mueca. No era una mueca de risa: era risible. Yo sé que van avenir otro día. Pero, antes tendré encomiendas. También alguna carta y un libro de Jesucristo. Me gusta leer a Jesucristo. Aquí hace falta un crucifijo. Después de lo del espejo hice una cruz en la pared. Un celador me vio, pero volvió la espalda. La cruz la hice con carbón, con un carbón de la chimenea del comedor. Ahora tengo mi propia cruz pegada a mi cabecera. Así que deberé esperar el libro y el paquete. Cuando mis primos regresen les hablaré de mí. Ellos casi no me recuerdan, pero yo seguiré esperándolos todas las mañanas. Los Miércoles y los Domingos. Aunque a veces tengo miedo. Miedo que no vuelvan. Porque si no vuelven Dios se queda allá, escondido en Los Maitenes. Porque sí no vienen terminarán por olvidarme, por creer que soy un número de mala suerte. Y yo no soy eso. Soy un número que cuenta, aunque nadie diga mi nombre verdadero. Por eso le digo a otros visitantes: llamen a mis primos, llévenle estos mensajes. Entonces vendrán dentro de poco. Y cuando me lleven terminará este miedo. Este miedo que me ha durado tanto. Que sólo olvido cuando me duele la cabeza, porque todo el día me duele el corazón. Entonces vendrán. Y con ellos Dios, mi abuelo y las gemelas. Y las gemelas jugando con Sultán en medio de un infinito universo de duraznos.


Lo que un número no dice

Casi no recuerdo de dónde ni para dónde. Tampoco sé si importa demasiado. Lo que sí me interesa es que vengan a verme. Pero no han venido. No vinieron. Toda la semana he estado pegado a los barrotes de la ventana. Ya vendrán. Ten paciencia me dice Veintiuno mientras pinta las paredes con tiza de colores. Veintiuno pinta arcoiris. Ha hecho infinidad de arcoiris, de un color, de dos, de seis colores. Los pinta en cualquier sitio: en el comedor, en los estantes, pero sobre todo en el baño. En el baño los colores ayudan a vivir comenta orinando displicente. Veintiuno tiene sus manías. Con esto de los arcoiris ha inventado teorías. Dice que todos tenemos varias personalidades. Cada una corresponde a un color. El rojo a la ira, el amarillo a la imaginación, en fin, el azul al ensueño. Y parece que es verdad, porque el Martes el doctor Viñales quedó fuera de sí. ¡¿Quién pintó mi delantal?! gritó desaforado. El delantal estaba clavado en la pared con un montón de arcoiris circulares. Parecía un disco de tiro al blanco coloreado. Allí notamos que el color rojo era de rabia. Tuvieron que ordenar a Veintiuno lavar el delantal. Déjalo blanco de nuevo le dijeron. Pasó varios días lavando y estrujando. Sentí pena por Veintiuno. No habló en una semana o algo así. Callado almorzaba, callado se acostaba, callado pintaba. Por un tiempo perdió su rutina. Dibujaba sólo delantales. Pero, los hacía con muchos brazos como si fueran multitudes. De lejos era como ver los tentáculos de un pulpo enharinado. Nadie le dijo nada, pero sí lo mirábamos de reojo. ¿Qué pinta Veintiuno? se escuchaba como un murmullo. No murmuren les decía Catorce que casi siempre estaba encuclillado en un rincón. El ya no pinta arcoiris: dibuja delantales . Delantales, delantales repetía Catorce sonriendo sin ganas de sonreír. No sé cuánto tiempo dibujó delantales, pero debió ser harto tiempo. Más de una semana, creo, porque fue un tiempo en que nadie vino a verme. Un día desperté de golpe y me senté en la cama. Estaba asustado y transpiraba. Levanté los ojos y mis ojos se llenaron de colores. Frente a mi ventana había un arcoiris. Me levanté sonriendo. Salí al patio y vi de nuevo a Veintiuno pintando las murallas. Hice flexiones, les tiré migas de pan a las palomas y sentado en el suelo esperé que el sol alumbrara. Cuando no había sombras porque el sol estaba sobre mi cabeza, llegaron. No los miré. Hice como si contara piedrecitas en el suelo. ¿Cómo estás? preguntaban temerosos. Te trajimos dulces y bizcochos agregaban amistosamente. Pero yo no los miré. Apenas dije cuando se retiraban: quiero irme . Lo dije tan bajito que parece no escucharon, porque sí hubieran escuchado yo no seguiría aquí sentado, en medio de esta oscuridad. Allá veo la luna casi colgando de un limonero. Es hermosa la luna en medio de esos anillos de colores. Ahora recordé dónde vi los arcoiris de Veintiuno: alrededor de la luna. Cuando hay un poco de niebla, como humo blanco en el cielo, la luna parece envuelta de colores. Tiene que estar redonda y tiene que haber niebla. Desde chico miré siempre esos colores. Entrecerraba los ojos y surgían como resplandores. Un, dos, tres los cerraba. Un, dos, tres los abría. Allí estaban como si miles de pájaros volaran en círculos. Mi padre me llamaba: Que te entres. Es tarde y hace frío . Además, llovía. Cuando llovía todo era limpio. Hasta las sonrisas. Yo me quedaba en el patio y esperaba. Estaba y horas esperando. No sabía qué hasta que empezaba la lluvia. Era suave y delicada y caía como con respeto. Entonces la luna mostraba sus anillos y mis ojos se cerraban. Quedaban dentro los colores y por días no movían de mi cabeza. Hasta que de pronto se iban y me quedaba solo, solo como ahora. A pesar de ser tanto número suelto uno está solo. Cuando hablamos se olvida al otro. Parece que uno hablara para el mundo. Es como si pudieran verse las palabras, como si salieran marchando de la boca. Y uno dice ¡Qué hermoso día! mientras piensa en el dolor. Claro que los ojos a uno lo delatan. Si la mirada está triste difícilmente la sonrisa es de verdad. Se puede reír como una mueca, como si una máscara saliera a volar. Hace un rato, por ejemplo, le dijeron i a Catorce: Ha muerto tu papá y lo raro fue que Catorce sonrió. Está muy mal dijeron unas voces. No es posible que sonría ante la muerte. Pero nadie notó los ojos de Catorce. Yo sí, porque lo conozco demasiado. Tenía la mirada transparente, como si tuviera en los ojos una tela de cebolla. Sé que no veía. Cuando se tiene la mirada así uno ve como en tinieblas. Todo es confuso y los humanos son sólo figuras. A veces me pasa que la niebla dura varios días. Puedo jugar de memoria: peón por alfil y me derroto. Juego solo, aunque al principio a varios números les encantó mi tablero. Pero fue al principio. Cuando empecé a ganarles se enojaron. ¡Haces trampa! me gritó Quince con los ojos desorbitados. Siempre ganas repitieron a coro. Sentí que me rodeaban con enojo. -¡Sal de aquí! . Pero ya había salido hasta la puerta. Cómo son las cosas. Si yo hacía el gambito de dama todos me miraban complacidos. Si la defensa siciliana, sonreían orgullosos. Varios aprendieron en cosa de minutos. Es fácil repetían. Basta mover el caballo como ele y hacían saltar el caballo como un gamo, lo colocaban delante del rey, tras de una torre. Lo que más les gustaba era el caballo. Creo que por eso se olvidaron de jugar. ¡El caballo, el caballo! gritaban si mi juego los jaqueaba. Sólo les preocupaba que no les comiera su caballo. Era absurdo: todas las piezas rodeaban al caballo. Ni una variante pensaba. El juego es monótono. El rey ya no interesa. No les preocupaba el jaque. Si yo jaqueaba se miraban victoriosos. Está listo podía leer en sus cabezas. Luego se retiraban a un rincón. Allí deliberaban. Dibujaban la jugada. Traían el pizarrón del salón y siempre el mismo caballo amenazado. Después volvían con aire suficiente. Estás derrotado. En dos movidas esto se termina . Pero, jamás ganaban. Hasta que una tarde Dieciocho se alteró. Haces trampa insistió. Lo miré de soslayo. Estaba ocupado protegiendo el flanco izquierdo. Hace trampa corearon como un susurro que crecía. No sé porqué sentí un cosquilleo en la base de la espalda. Me quise parar, pero no pude. Si esta vez ganas será la última- dijo Dieciocho apretándome los hombros. Dieciocho tenía unas manos de gigante. Sentí que me aprisionaba al suelo. Está bien, me jaquearon el caballo dije casi sin respiración. Entonces todos se abrazaron. ¡Ganamos al fin, ganamos! gritaban corriendo por el comedor. Saltaban arriba de las mesas, se fueron cantando a la cocina. Allí Juanita los sacó a escobazos. ¡Fuera insensatos! les gritó. Insensatos pensé. Eso eran: insensatos. Por insensatos estarán aquí todas sus vidas. No saben distinguir lo verdadero. Por eso ahora juego solo. Nadie me presiona, nadie persigue a mis caballos. Luego todo es una neblina sudorosa. Se borra el tablero de mis ojos. Las piezas parecen enanitos perdiéndose apenas en las sombras. Por suerte sé el tablero de memoria. Sí, de memoria. Lo malo de mi memoria es justo eso: es mala. Casi no recuerdo de dónde ni para dónde. ¿Quién eres? me dijo Viñales el primer día. Yo venía cansado y somnoliento. No había dormido muchas noches. ¿Quién soy? me repetí en silencio. Miré mis zapatos desgastados, un cuadro de Van Gogh sobre la vieja chimenea. Su autorretrato pensé medio inseguro. No le faltaba la oreja todavía, aunque parecía de perfil. ¿Quién eres? insistió Viñales. Viñales era gordo, gordo como un cerdo rosadito. Tenía un mechón medio blanco medio negro sobre un ojo. Sonreía raramente. ¿Usted quién es? respondí meditabundo. Yo pregunto, tú respondes dijo enrojecido. No sé porqué enrojeció tan de repente. Estaba rojo como una ciruela madurita. Como las ciruelas del ciruelo de la casa- pensé más veloz que su insistencia. El ciruelo del patio de la casa: qué será de ese árbol doblado por el viento . Pero, Viñales acomodó sus codos en la mesa. Me miró de golpe. Sí, tan encima de mis ojos que me vi cayendo dentro suyo. Allá voy Viñales le dije sin decirlo y comencé a caer por su pasado. Era gordo, su pasado, un gordito rechoncho subiendo unas viejas escaleras de colegio. Desde la puerta un grupo revoltoso se burlaba. ¡Viñales, el gordo con pañales! . Y Viñales corriendo se escapaba. Entonces sé quién eres Viñales pensaba mirándolo a los ojos. Aquí estás mimetizado y nadie te indica con el dedo . Tú y yo somos la misma cosa: ninguno sabe bien quién es . Así que me quedo esperando su respuesta mientras buceo como un pez en el gordo pasado de Viñales. Sí, como un pez volador que vuela por su blanco delantal. A veces boqueo por el aire y a veces boqueo a ras de suelo. Parezco un pececito de acuario que cansado se mira en un espejo. Aquí tenemos un acuario chiquitito, o más bien, un acuario mediano con tres peces pequeñitos. Está al final de la galería del paseo. Allá llegamos cien veces en el día. Si uno se porta bien puede pasear el día entero. Va y viene como ascensor horizontal. Vistos de una esquina parecemos un desfile de eternos peregrinos. Los peregrinos no saben qué harán mañana ni dónde dormirán en cada noche. Simplemente van midiendo sus pisadas. Nosotros somos peregrinos de la galería del paseo. Veintiuno ha estado dos semanas enteras paseando sin descanso. No dormía, no comía. Los celadores trataban de pararlo: ¡Detente Veintiuno! le decían con el puño amenazante. Veintiuno sonreía como Catorce cuando la noticia del papá y seguía caminando. Como cualquiera contaba sus pisadas. Millones de pisadas por la galería hasta el acuario. Los pececitos parece que entendían a Veintiuno porque lo miraban desde el vidrio como si quisieran hablarle. Los celadores lo seguían incansables: uno, dos días. Al tercero se cansaban. Quedaban tendidos en el suelo. Allí nos levantábamos sigilosos y caminábamos al lado de Veintiuno. Era una forma de estar con él, aunque él no nos miraba. Sus ojos fijos en el suelo. Sus ojos fijos en el acuario cuando llegaba al final de la galería. Allí los pececitos movían suavemente sus aletas y al moverlas Veintiuno esbozaba algo parecido a una sonrisa. A este acuario voy si Viñales me persigue con su quién eres implacable. Avanzo contando los segundos de mi huida y en cada paso disminuyo mi estatura. Los pececitos son ahora peces que no mueven sus aletas. Pequeñito, alzo los ojos como buscando una carnada que no llega. Parece un axolotl creo escuchar a los peces -¡Un axolotl, un axolotl! gritan todos en la galería. Sé que me miran divertidos desde adentro. Está preso, aunque camina leo sus mentes pensativas. Un axolotl que no es pez y que camina . Pero, al fin la galería del paseo siempre acaba. A veces la mojan con aceite para que uno resbale. A veces ponen pez castilla y uno se queda pegado al suelo como si saltara para siempre en el mismo sitio. En cambio cuando las visitas vienen todo el patio aparece florecido. Colocan limones en los limoneros, gomeros en los maceteros, claveles en los floreros. ¡Llegó la poesía!- grita Treintaicinco desde su ventanilla. La poesía que baja no sé de dónde, pero que si de bajar se trata baja desde el cielo. Cuando las visitas están cerca, se olfatean, se aspiran horas antes. Se siente como un cosquilleo en la yema de los dedos. Como si fueran hormigas bailando. Los dedos me tiritan exclama Dieciocho. Las visitas vendrán medita Treintaicinco. Entonces se peinan, se mojan cuidadosos los cabellos y se anudan pretenciosos los zapatos. No sé por qué yo no me alegro demasiado. Aunque quiero afeitarme no me afeito. Aunque quiero lavarme no me lavo. Me quedo escondido en el armario de mi pieza hasta que escucho que gritan mi nombre que no es mío. Y sin embargo, parece que siempre lo he tenido: ¡Trece, Trece, llegaron tus amigos! escucho apenas metido en el armario. Me buscan arriba de las azoteas, en los baños, alguno se va hasta la cocina. Pero nadie me busca en el armario. Aprendí a cerrar con llave desde adentro. Es cómico: pasan por mi lado como si volaran. ¡Trece se ha escapado! gritan por los pasillos. Me acuerdo de una película donde un indio huía por una ventana. Por una ventana- repito mientras imagino una calle larga llena de naranjos. Naranjos, naranjos, como los que había en el sur. Si escapo de aquí plantaré árboles frutales en el huerto. Naranjos y manzanos. Limoneros nunca. Me duelen los limoneros. Cada día están como acechando. Además huelen a lejanía. Es extraño: están tan cerca y huelen a distancia. Los veo pequeñitos con ese olor que me lleva a un punto diminuto donde empiezo a diluirme. Es extraño, pero debe ser porque hace tiempo que estoy en el armario. Sí. A lo mejor días o semanas, porque cuando Viñales abrió la puerta movió apenas la cabeza. Detrás estaba Veintiuno disfrazado de arcoiris. Viñales me miró de golpe, tan encima de mis ojos que debe haberse visto cayendo dentro mío. Ahora sabe que su quién eres no tendrá nunca una respuesta. Aunque empiece a soñarme caminando eternamente en la galería del paseo. Aunque a veces me vea nadando en el acuario. No. Ya nunca tendrá una respuesta verdadera.

 

La gata parda

Nacieron seis o siete. Eran chiquitos y parecían ratones mojados. Pero, eran gatos, gatitos grises, negros y blancos. Uno era mezclado y tenía las patas de un solo color. Estaban al fondo, en el galpón. Papá les había puesto una caja de madera con un cojín que la abuela ya no usaba. A nosotros nos sorprendía que esa gata parda y gorda que andaba por ahí ronroneando, pegándose a los tobillos, frotándose contra los muebles o las patas de la mesa tuviera tantos gatitos dentro suyo. Ahora la veíamos lánguida, desvalida, estirada a un costado de la caja mientras los recién nacidos se adherían a su vientre succionándole la leche. Es la leche la que los alimenta nos dijo mi padre desde su imponente altura. La gata tiene varias tetillas. Por ellas chupan, beben y luego duermen. Un poco como eran ustedes al comienzo. Agregó mí padre, sonriendo. Nos miramos sin comprender. Costaba imaginar a mamá con varias tetillas desparramadas por el cuerpo. Después, nos fuimos a jugar, salimos corriendo detrás de una pelota, tiramos piedras a los techos de las casas y por un rato nos olvidamos de los gatos. Pero, en la tarde, cuando la noche empezaba a llegar, volvimos al galpón. -¿Qué haremos con tantos gatitos? nos preguntábamos en silencio. No sabíamos dónde ponerlos, en qué pieza dormirían, cómo se alimentarían después, cuando la gata parda no tuviera más leche. Al fin, supimos que eran seis, con sus ojitos pegados, sin poder abrirlos. Se orientan por el olfato dijo alguien y todos movimos la cabeza afirmativamente. Como no sabíamos mucho cualquier idea era aceptable, además, en este caso coincidía. La gata parda se veía mejor, más despierta, menos cansada. Me percaté que su mirada interrogante estaba fija en nosotros. No sé por qué sentí una especie de escalofrío en la nuca, como si un hilito de sudor bajara hacia la espalda. No dije nada. La seguí observando como si no importara. Después de todo ella era sólo un animal. Claro, un animal que había concebido seis gatitos, pero nada más. Por otra parte era como de la familia. Siempre dormía con nosotros y a veces hasta nos seguía un par de cuadras al irnos al colegio en las mañanas. A mediodía se nos subía a las rodillas mientras almorzábamos, frotaba de nuevo su cabeza, le dábamos un pan y regresaba al suelo. Por la noche nos turnábamos. La gata parda sabía siempre con quién le correspondía. No era necesario discutir y lo raro es que jamás se equivocaba. Allí se quedaba ronroneando tranquila a los pies de la cama velando nuestros sueños. A veces, cuando me levantaba en la noche para ir al baño me estremecía un poco con sus ojos fijos y brillantes. Me costaba dormirme nuevamente ante esas pupilas almendradas que parecían flotar en la negrura del espacio. Tenía que darme un par de vueltas entre las sábanas e imaginar un cuento para recobrar el sueño. Ese mismo estremecimiento sentía ahora que la gata parda nos miraba intensamente como si intentara decirnos algo, como si de algún modo nos hablara y ninguno de nosotros percibiera su mensaje. Pero, yo sí intuía esa fuerza que procuraba traspasar mis sentidos. Por eso no me sorprendí mucho con sus maullidos lastimeros. Empezaron cerca de la medianoche. Eran distintos a los del mes de Agosto cuando mi padre dijo que se trataba de los sonidos del amor. Estos maullidos traían una queja oculta, un mensaje cifrado que hacía doler el alma. Vi que los demás dormían sin problema y me levanté. Fui al baño como cada noche para no orinarme y regresé. Los maullidos seguían cortando el espacio como si lo desgarraran. Eran largos y sostenidos, tenían algo de tristeza contenida, de aceptación desesperada y también de ruego. Eso era: llamaba, pedía y rogaba. Supe que ya no dormiría hasta que esos maullidos terminaran. Me acerqué a la ventana para mirar al galpón. Una figura grande caminaba por el patio. Mi primera reacción fue gritar avisando a los demás, para que papá despertara, encendiéramos las luces y lo atrapáramos. Pero, al momento vi bien. Esa figura sombría era mi padre. Avanzaba despacio hacia el galpón con algo colgando de una mano. Me vestí como pude, bajé los escalones suavecito y salí al patio. Era noche de luna llena y uno podía distinguir perfectamente los objetos para no tropezar. Como un ladrón me agazapé a un costado del galpón y observé por un hueco de la madera. Mi padre había encendido una vela que temblaba levemente con sus movimientos. Lo que llevaba en la mano era una bolsa harinera que a menudo nos regalaban en la panadería y que mamá usaba para hacer sábanas. Allí iba colocando los gatitos, uno a uno, mientras chillaban espantosamente como sí los estuvieran matando. La gata parda había intentado un arañazo, pero mi padre la tomaba del cuello rápidamente amarrándole una pata a un piquete del galpón. Desde allí miraba con sus pupilas almendradas midiendo las distancias, calculando cuánto demoraría en desatarse del lazo que la aferraba a la pared. Sus maullidos ya no eran letánicos y desgarradores. Asumían el tono de la furia contenida, del felino que recupera su instinto milenario y se dispone a saltar sobre cualquiera para destrozarlo. Me llamaba la atención la actitud serena de mi padre, sus gestos calmados, su accionar discreto y tranquilo. Aquello parecía rutinario, hecho en otras ocasiones. Ni siquiera se volvía hacia la gata parda que a sus espaldas iba transformando sus maullidos en gruñidos amenazantes. Uno a uno los gatitos se fueron perdiendo en el fondo del saco. Los imaginaba aplastados, envueltos en una sola masa informe, rasguñándose sin cálculo ni medida, al tiempo que mi padre se erguía, colocaba un alambre en un extremo y se echaba el saco sobre un hombro. Apagó la vela, descorrió el pestillo de la puerta del galpón al salir y yo me acurruqué lo más que pude en mi escondite transitorio. A esa hora las calles estaban absolutamente desoladas y las pisadas se escuchaban claramente en el silencio nocturno. Las pisadas y los chillidos de los gatitos, que en forma inversa y proporcional se alejaban de los maullidos de la gata parda. No pude evitar seguir a mi padre. Me había colocado zapatillas, así que mis trancos apenas se sentían como algo mullido y suave. A medida que la distancia de la casa era mayor los maullidos se iban diluyendo, pero a la vez se hacían más escalofriantes. Volvían a ser esos lamentos desgarradores del comienzo de la noche, aunque ahora multiplicados en su dolor, desesperadamente agónicos, como si nuestra propia caminata nocturna los hiciera retumbar en toda la ciudad. A cuatro cuadras de la casa pasaba el río. Había que llegar a él zigzagueando por las calles. Eso me servía para evitar un probable avistamiento de mi padre al volver la cabeza. Esperaba que doblara en una esquina y lo seguía a una cuadra de distancia. Al llegar al puente colgante se detuvo como si dudara. Giré lentamente la cabeza, lo justo para darme el tiempo suficiente y esconderme detrás de un tarro basurero. Me sentía terriblemente acorralado, a la vez que descubriendo un secreto conocido por todos. Que mi padre me sorprendiera se me antojaba atroz. Por lo mismo no pude evitar estremecerme cuando en cuclillas vi que mi sombra se alargaba hacia un costado del tarro basurero como si golpeara invisible una puerta. Mi padre subió los escalones, avanzó unos cuantos metros hasta llegar a la mitad del puente y se detuvo. Yo recordaba que la corriente era caudalosa, porque dos días antes habíamos caminado equilibrándonos por los bordes de los muros de contención en un juego peligroso que repetíamos cada cierto tiempo. A la distancia percibí que mi padre miraba el agua con la cabeza gacha. Allí estuvo largamente como si rezara o meditara. Después tomó la bolsa por un costado y la arrojó al río. Los chillidos de los gatitos recién me daba cuenta habían cesado cuando mi padre se detuvo en medio del puente Después, me pareció que otra vez se mezclaban con el sonido de las aguas que se los llevaba corriente abajo. Sentí que el corazón me daba un vuelco. Si no me movía rápidamente mi padre me descubriría. Pero, él se quedó un rato suficiente para que yo alcanzara la esquina y me alejara corriendo. Al llegar a la casa los maullidos de la gata parda se escuchaban espaciados hasta que terminaron acallándose. Me costaba quitarme la imagen de mi padre lanzando ese bulto blanco al río, escuchaba todavía esos chillidos agudos y escalofriantes de los gatitos llevados por la corriente. Creo que me dormí cerca del amanecer. Recuerdo que soñé, o más bien tuve una pesadilla. Soñé que junto a mis hermanos nos apegábamos desnudos al vientre de mi madre. Cada uno se aferraba a una tetilla y succionaba. Estábamos todos metidos en una enorme caja, tan alta que parecía un túnel vertical. La caja se hallaba en mitad del patio bajo una noche de luna. Hasta allí llegaba una figura difusa moviéndose en las sombras con segura lentitud, encendiendo una vela y acercándose a nosotros. Al levantar nuestros ojos descubríamos las pupilas almendradas de la gata parda y su cabeza peluda equilibrándose en el cuerpo de mi padre. Desperté sobresaltado, sintiendo todavía ese maullido escalofriante, que como un grito de triunfo apagaba la vela al borde de la caja de madera. Al día siguiente, cuando fuimos al galpón no encontramos a los gatitos. Mi padre nos dijo que temprano los habían regalado, que no habían querido despertarnos para que no sufriéramos, que en todo caso estarían bien y que la gata parda seguiría con nosotros. Al decirlo me miraba como al pasar, con un gesto de reojo que no podía disimular. Después, la gata deambuló varios días con un especie de nerviosismo controlado. Mis hermanos dejaron de llorar a los pocos minutos y al segundo día ya casi no recordaban a los gatitos que parecían ratones al nacer. A la semana la gata parda dio la impresión de conformarse. Dejó de caminar infatigable debajo de la mesa, de las camas y sobre los tejados. Volvió a frotar su cabeza en los tobillos, a ronronear con suavidad si alguien le pasaba la mano por el lomo y a esperar paciente un pan a la hora del almuerzo. A mí me costó más tiempo olvidar a los gatitos. Cada vez que me levantaba a orinar a medianoche veía esos ojos almendrados fijos en las sombras como si vigilaran nuestros sueños. Incluso hoy, después de tantos años, despierto en las madrugadas recordando la caja de madera, los gatitos y la gata parda. Y a menudo, en esos bruscos sobresaltos, surge mi madre desvalida y nosotros succionándola, aferrándonos con desesperación a su extraño cuerpo de felino.


Ella era mi larva

"El gusano se convierte en maripo-sólo cuando se
embriaga con el esplendor y la magnificencia de la vida".
(Nexus. Henry Miller).

Ella dijo ser mi larva. Soy tu larvita, me decía, y yo imaginaba algo blando estirándose en el aire y saliendo raudamente como una mariposa. Sí, ella era mi larva, una especie de gusanillo de seda que deambula lento y suave por la tierra, hasta que el tiempo prodigioso le descubre que puede erguirse y transformarse en otra cosa. Esa otra cosa no es fácil predecirla. A lo más puede pensarse que una larva no tiene formas precisas, que se escabulle cada cierto lapso para automodelarse, o bien, para que alguien ayude a que se estructure de otro modo. Una larva es una condición inferior de algo que se intuye, una espera en la antesala de un jardín que se sueña y se respira. Pero, claro, ser larva es casi no ser nada definido y he ahí la paradoja sabiéndose ya distinto y hermoso en poco tiempo. Por eso la larva se cobija de los goterones de lluvia, se escuda del viento y de los depredadores de larva que suelen merodear por los alrededores. Si una larva supera su condición inicial, su manera de arrastrarse por el mundo o de aferrarse con calculada desesperación a una rama de árbol, su futuro está, desde luego, asegurado. Ella era mi larva y como tal se adhería a mí como a la luz futura. Y no porque yo brillara demasiado o fuera un radiante portavoz de la naturaleza. Nada de eso. El punto es que una larva no sabe bien a qué se aferra, aunque es de suponer que se desliza en busca de seguridad. Y bueno, seguridad nunca he tenido demasiada. A lo más he estado consciente de su carencia. Mi existencia discurre manejada por un raro determinismo y cierta dosis de fatalidad, que puede haber hecho atrayente que una larva me tomara como un desafío incorporándose a mi indeciso espacio. Allí quedó mi larva, cual rémora adherida a mis huesos y a mi alma. Sobre todo a mi alma, a esa cosa incomprendida que siempre se maneja con vagos conceptos, pero que de vez en cuando asoma su intangibilidad como si su sentido pudiera aspirarse. De ahí que aferrada a mi alma yo previera que mí larva podía asegurarme su reconocimiento. Era mi larva, lo decía, es verdad que lo decía. Y más que con palabras, con gestos. Así no era mucho lo que podía obviar. Un gesto es un anticipo de la interioridad, de lo que lentamente dimensiona el sentimiento. Si no fuera por los gestos jamás habría supuesto que ser larva era bastante más que el simple hecho de mencionarlo como algo anecdótico o festivo. Del mismo momento que lo dijo me quedé pensando. Supuse de inmediato que el estado larvario no era nada y que lo era. Y como por encanto me llegó una imagen infantil: una plisada oruga arrastrándose primero y subiendo después por el tallo de un clavel. Yo la tomaba con un palo delgadito punzándole los pliegues, la dejaba avanzar, la devolvía, la empujaba al suelo y volvía a subirla por el mismo tallo humedecido. Hasta que la abandonaba como si de pronto recordara que existían otros juegos. Después que dijo ser mi larva insisto quedé reflexionando. De alguna extraña manera la imagen larvaria era imprecisa. Me sugería algo denso y pegajoso posado en uno de mis hombros. Sin embargo, no había miedo ni rechazo. Al contrario: la suavidad de la imagen se posesionaba de mi cuerpo de modo envolvente hasta acercarse a un estado personal que yo ignoraba. Llegaba hasta mi alma y eso sí era algo peligroso. Que una larva se quede en proceso de próxima gestación no tiene nada de particular. Se cumple el ciclo vital, el mágico círculo de la transformación y el cambio. Pero, cuando la condición larvaria se eleva por encima de lo natural y se inmiscuye en los laberintos propios de lo desconocido, ahí sí, la situación se torna delicada. Una mezcla de asombro y temor, un cierto sentido del peligro factores inherentes a mi humana condición- me hicieron retraerme y quedar a la expectativa. Claro, uno puede preguntarse ahora a la expectativa de qué, si lo que se aproxima es ignorado y el concepto de alma es siempre una abstracción. Lo temido residía en que mi larva se insinuaba posesionándose de otras realidades. La realidad estaba constituida por los dos: ella y yo asumiendo lo cotidiano como pez y rémora que navegan juntos por los recovecos existenciales evidenciando una sola cosa, rara y compleja tal vez, pero una sola cosa al fin. Después, cuando el simple proceso de alejamiento físico fue sustituyendo esa levedad material, el panorama varió. Y sobre todo varió por dentro. A esas alturas el peligro era más real que aparente. Lo aparente siempre ronda los derroteros físicos. Lo auténtico siempre vislumbra el ansia de infinito. El alma es una especie de infinito que un estado larvario es capaz de intuir y al cual se acerca. Si así no fuera no habría nunca mariposas, aunque sólo duren veinticuatro horas. Pues bien, mi larva estaba allí, adherida a mi espacio y haciendo de mí su transitoriedad. Lo que haría más tarde dependía como cruel coincidencia de cuán capaz fuera de volar. Y para volar sólo es necesario tener alas. Cuando tenga mis alas volaré solía decirme abrazándose a mi cuerpo como si fuera el tronco de un rosal. Si yo me atenía a lo estrictamente necesario, es decir, a que estuviera a mi alcance y besarla, por ejemplo, lo demás se perdía lejano y el batir de sus alas era apenas un sonido informe procurando confundirme. Algo así como un señuelo indirecto para que yo asumiera su condición de larva como cuestión esencial. Lo increíble de esta particular manera de acercarnos radicaba en que mi propio sentido de la adherencia empezó a ser carne en la propia carne de mi larva. No sé si se entenderá, pero mientras ella estaba aferrada a mi espacio como elemento de circunstancias yo podía asumir que su estancia era pasajera, que más tarde se iría como algo perfectamente legítimo y natural. Desgraciadamente no ocurrió de ese modo. Lo insinué hace un momento. Creo que la imagen de la rémora tiene mucho que decirme para entender el proceso del vuelo y de la consecuente herida que me provocara. La rémora es un pez que se aferra, convive y succiona a un pez más voluminoso. La larva es un paso previo de algo mayor, alcanza su punto álgido y deviene en declinación posterior. Pero, en tanto se acepta que un estado larvario es compenetrado por un elemento adicional en mi caso, el alma la misma larva pasa a ser una forma anticipada de la muerte. Puede parecer trágico, pero es así. Lo que me cuesta entender es, precisamente, la manera en que mi larva personal se fue adueñando de mi alma dejándome vacío. Decía que surcó el espacio y se metió más allá de lo físico. Es verdad. Y por eso mismo fue bordeando con rigurosa e implacable certeza los límites de lo profundo. Larva y trascendencia se acoplaron dentro de mi ser y yo buscaba el cuerpo real, su propio cuerpo y su mirada para ver y palpar los orígenes del alma común, que estaba siempre más allá, y que a menudo, producto de nuestros contactos, se acercaba. Que fuera mi larva, entonces, era sinónimo de transitoriedad. Lo fugaz asomando sus espadas y cortando el espacio personal, cercenando pedazo a pedazo lo que nos quedaba, para meterse definitivamente más adentro, como visualizando la incuestionable soledad humana. Era mí larva cómo no serlo si había aprendido a desentrañar el misterio de la evolución, si la veía acercarse lenta y segura hacia mi faz dormida y despertarla. Volaré después me repetía y era cierto. Creo que desde el instante preciso que supe que era larva, constaté a su vez, que no podía ser mía. Si era larva a ella misma pertenecía y su estado superior no era sino la ratificación sencilla de su anterior estado. Pasaría por mí como una oruga silenciosa y deslizante que avanza lenta y firme hacia su huida. Para avanzar me necesitaba y requería mi presencia para no caer. Se había colado en mí como anticipo de lo venidero. Soy tu larva me decía. Tu larvita . Y se quedó aferrada a mis huesos y a mi alma, aunque después saliera volando como cualquier otra bella mariposa.


 

 

 

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El Clasificador.
Juan Mihovilovich. Editorial Pehuén, 1992.