Discurso de apertura del Encuentro “La Universidad de Chile: Qué. Cómo, Para Qué”
Facultad de Derecho Universidad de Chile. 12 de Octubre de 2010
Joaquín Trujillo Silva
Estimados amigos presentes.
Un grupo de estudiantes procedentes de distintas Facultades de la Universidad de Chile ha incitado esta reunión en la convicción que es necesario pensar nuestra casa de estudios.
Así quienes nos acompañarán hoy y mañana nos hablarán del pasado, presente y futuro de nuestra Universidad desde sus diversos campos de conocimiento y concretas experiencias personales.
Hemos propuesto las preguntas qué, cómo y para qué la Universidad de Chile. Obviamente pueden haber mejores preguntas para conseguir todavía mejores respuestas.
Por nuestra parte, queremos abrir esta instancia con una provocación al efecto de estimular las preguntas.
Poincaré decía que no hay sistemas de medición falsos ni verdaderos, sino unos más “cómodos” que otros. Lo mismo puede decirse acerca de la actividad universitaria, pero al revés. Que una universidad sea una verdadera universidad dependerá de que en ella se realice una actividad incómoda a los lugares comunes. Una universidad que se dedica exclusivamente a prestar servicios (a la empresa, a la fe, a la política, o al estado), se vuelve servicial y posiblemente servil a sus benefactores. Servil a lo particular.
Hay una vieja construcción histórica que ha cumplido la función de intermediar las relaciones entre particulares: la de la cosa pública, que a todos pertenece y a ninguno exclusivamente. A las cosas públicas se les puede perdonar su ausencia de sentido preciso e inmediato. Una universidad está entre estos lugares profanos, pero a la vez sagrados.
Pensemos en una fábula: Un gobernante resguarda la libertad de cátedra de uno de los profesores que imparten clases en la universidad bajo su protección. El profesor es tan incómodo que hasta el mismísimo Papa de Roma pide al gobernante que censure a este profesor. El gobernante se niega, está decidido a que su universidad sea distinta de un convento, no porque menosprecie los conventos, sino porque aprecia lo que de específico hay en cada cosa. El Papa le envía reliquias a fin de convencerlo. No lo logra. A continuación lo amenaza, sin lograr efecto alguno. El Papa recurre al emperador quien le da su favor al pontífice. El profesor y su señor están solos contra los grandes poderes de la época. Finalmente, se propone que todos se reúnan para que el profesor explique sus incómodas palabras. Entonces el gobernante recuerda que hace casi cien años se había tendido una trampa semejante a un profesor de una universidad extranjera quien había sido finalmente quemado en la hoguera.
Para salvarlo, lo secuestra. Lo traslada a un castillo donde el profesor dispone de una oficina en la cual puede efectuar la investigación que hace tiempo quería emprender. El profesor traduce, escribe libros y artículos.
El profesor se llama Martín Lutero, la Universidad es la de Wittenberg, el gobernante es el Príncipe Elector de Sajonia Federico III, el papa es el papa, el emperador es Carlos V. Y esta fábula tiene medio milenio de antigüedad, y, como se ve, se inspiró en una fábula universitaria anterior que no tenía un final feliz.
Como Lutero no es precisamente santo de mi devoción, creo necesario desvestir a este santo para vestir a Federico III, quien al final de cuenta si entendió el valor específico de la Universidad, valor que seguramente Lutero entendió menos pese a haber sido él el mal ejemplo que nos ha proporcionado este ejemplo.
Y por eso, cuando cuidamos una universidad cuidamos a la gente incómoda, a la gente rara, a los extravagantes, esos que piensan las futuras verdades que generalmente son nuestros actuales e inservibles errores.
Si no tenemos a un Federico III, nos tenemos a nosotros; y si no tenemos a un Lutero es porque no sabemos qué “diablos” tenemos.
Lo que de lugar común hay en todo esta reflexión se debe a que algunos lugares comunes son cómodas verdades que en algún momento fueron incómodas falsedades. Para decirlo en palabras de Torretti: “No son datos: son logros”.
Con todo, esta perspectiva de la incomodidad no puede definir enteramente el carácter específico al cual se ha hecho referencia. Y es que en las verdaderas universidades se logra esencialmente algo aparentemente distinto, algo factible de ser comprendido como una suerte de adopción tardía, una filiación a través de una manipulación libertaria. Se trata de que un ignorante sometido a una manipulación constante llega a despreciar lo que en él hay de vulgar, llega a intuir ignorantemente el deber y hasta el placer de la instrucción, de la conversión de sí mismo gracias a sus maestros: la elección de unos segundos padres. Por eso una universidad donde no tenemos la alternativa de elegir quien será nuestro maestro es un lugar donde nos obligan nuevamente a ser hijos que no han podido elegir quiénes serán sus guardianes, aun cuando elegir sea en ese momento el salto al vacío de un ignorante, el cual, pese a todo, se siente impulsado a abandonar su calidad de tal. No hay mejor manera que dejar de ser ignorante haciéndose responsable de ello. Pues bien, en definitiva, este ignorante está amargado de ser quien es. Su incomodidad lo salvará de sí mismo, y hará de él otro y el mismo. No se trata de matar al padre, sino de elegirlo o de creer que se lo elige, que es una manera de servirse de los propios aunque escasos recursos. Quien no está incómodo no se reacomoda. Y por eso, debe haber un espacio para la comodidad.
¿Qué hay de las comodidades mínimas que un docente necesita para desarrollar su trabajo? Hasta ahora se ha dicho que la Universidad debe ser incómoda a la humanidad, y que además debe lograr incomodar a los hijos ajenos para, paradójicamente, acogerlos como propios, que es su manera propia de reproducirse en el tiempo humano. Peso si los maestros en ella no se sienten a gusto, ¿podrá la incomodidad ser tan definitiva?
Hay una comodidad llamada la dignidad en el trabajo. La carencia de esta comodidad es distractiva tal como el exceso de comodidad induce a la distracción. Esta comodidad es amiga de la verdad porque sólo se puede detener a discernir la verdad quien no es incomodado por las vulgaridades que persiguen a la pobreza y las que persigue la riqueza. En este sentido la comodidad y la verdad van juntas pues de alguna manera la primera sostiene a la segunda, si bien, como ya se ha insistido, quien no recibe el estímulo incómodo no piensa nunca más allá de sí, no se vence a sí mismo. Hacer de esta incomodidad la comodidad de una institución es hacer de una grieta en la pared una (falsa o verdadera) puerta.
Finalmente, sólo la cosa pública puede reportar esta comodidad mínima a la Universidad para que en ello no se pongan en juego las incomodidades valiosas. Porque la cosa pública es un lugar históricamente llamado a evitar los fines inmediatos, esos que competen a los cortos y medianos plazos.
Y para volver a los servicios de Poincaré. Sí hay una manera de medir qué tan verdadera está siendo una universidad. Esa verdad puede ser muy incómoda si estamos dispuestos a enfrentarla, o dejarnos en la ignorancia si queremos conservar nuestra comodidad.
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NOTA: En el encuentro participaron los profesores Hanns Stein, Pablo Ruiz-Tagle, Jorge Acevedo, Bernardino Bravo, Otto Dörr, Patricio Meller, Rafael Correa Fontecilla y Ennio Vivaldi.