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          GRADOS  DE REFERENCIA Y EL DICTADOR QUE LLEVAMOS DENTRO
          Novela "Grados de referencia". LOM Ediciones, 2011. 273 páginas
        Por Oscar  Barrientos Bradasic
        
         
        Dice  Sartre que el escritor imperecedero es aquel que se sumerge en su época,  desenfrenadamente, aceptándola y combatiéndola a la vez, hasta consentir en  desaparecer con ella. Quiero tomar esta reflexión como piquete de avanzada en  el alto honor que me concede Juan Mihovilovich al pedirme un acercamiento a su  última novela Grados de referencia (Lom Ediciones, 2011)
          Primero  decir que Juan es una rara avis en la  literatura chilena y un punto axial en la literatura magallánica. Escritor algo  eremita que ha trabajado su prosa original durante jornadas incansables- pese a  un silencio de años que asocio a una suerte de contemplación estética-, juez de  Curepto, pueblo tan terremoteado como los derroteros interiores de algunos de  sus personajes, original habitante de mi barrio croata al cual le ha dedicado  importantes páginas, inclasificable en muchos aspectos, sobrio y lacónico como  le conocemos, ha optado más bien por constituirse –quizás sin proponérselo- en  un aporte indesmentible para las letras nacionales, cuya obra se ensancha y  abre hacia nuevos horizontes intelectuales. Ha optado por la certeza que la  mejor literatura otorga, obviando las estridencias tan comunes en este medio.
         Sus  lectores nos hemos topado con sus libros en circunstancias tan azarosas como  inexplicables, aunque tal vez esa sea la gracia.
         Quizás  debamos aceptar que la novela Grados de  referencia establece ciertos ejes de continuidad con algunos trabajos  anteriores como El contagio de la locura y El desencierro, aunque yo adoptaría  una postura más radical y afirmaría que se vuelve una coronación de ese estilo  narrativo, consagración y resumidero de esa voz enfática que interpela al  lector, tan cercana al monólogo dramático. 
         En este caso,  se trata de buscar grados de referencia, puntos donde la inconexión que subyace  al ejercicio incomprensible de la existencia busquen (o adivinen) sus complejas  estructuras, luces en medio del vendaval de la historia, de nuestras  particulares y privadas historias universales de la infamia, el croquis  desdibujado que la nostalgia reconstruye con la triste certeza de estar edificando  castillos de arena que se llevarán la sal y el agua.
         Y el resto,  telones de fondo de la dictadura. Una narración desgarradoramente humana que nos  ayuda a evaluar aquel tiempo como lo que realmente fue, un tiempo de crueldad,  de tristeza, de estupidez, un espacio ahistórico y reaccionario hasta la  mistificación, donde quienes perpetraron los crímenes y bajezas creían hacerlo  amparados en la dudosa moralidad de un nacionalismo ficticio que incluía como  valor agregado el mito de la defensa de la cultura occidental cristiana.  Es terrible pensar que personajes siniestros  como Manuel Contreras o el Guatón Romo actuaban legitimados por un  razonamiento-del todo retorcido- que ellos consideraban justo y genuino.
         Pero  como bien señala el narrador de esta novela, la lucha es contra el dictador que  llevamos dentro. Ese oscuro ser que se fue formando en la transversalidad de  todos los autoritarismos, que merodea entre las utopías como un vigilante  sospechoso, siempre dispuesto a recordarnos los lejos que podemos llegar.  Porque la atmósfera del Chile posgolpe aparece en esta novela describiendo  soplones y personajes oscuros, siempre en la línea de lo establecido, y hombres  que huían de la dictadura y en el fondo de sí mismos, del dictador que se había  empotrado en sus almas.
         Sin  duda que el gesto autobiográfico tiñe estas páginas en forma patente, pero siempre  en la búsqueda de la conjunción entre tiempo y lenguaje. Es decir, no se trata  de la noción de autobiografía en el sentido naturalista del término, sino como  diría Bachelard es la construcción que la realidad hace de sí misma, matizada  por una voz que atrapa y sufre.
         Ese  autoritarismo lo llevamos desde la infancia, desde el liceo en que la  institución escolar parece señalar con dedo acusador la teoría de la  reproducción social y en este caso, el narrador se vislumbra a sí mismo en  medio del gran acto cívico del colegio, intimidado, pero rabioso, presto a  escupir el improperio sobre el holograma del inspector.    También los espacios como Punta Arenas, Linares, Constitución o  incluso las zonas narrativas que transcurren en el lejano Ecuador aparecen a la  manera de escenarios de pronto fantasmagóricos, más cercanos a lo absurdo de  los sueños o las pesadillas.
         De  ahí que el personaje que habla gravite entre la utopía social, la redención  espiritual y finalmente, la desesperanza o de pronto, el comienzo de la  esperanza. Nuestro hombre trabaja durante años ligado a la iglesia católica,  encontrando en su seno el bastión y refugio al aparataje represor de la  dictadura, pero después descubre que implícitamente ese heroísmo también visa  historias de abusos y estupro, que permanecían como un río silencioso y  mortificador. Catedrales entonces, derribadas en pleno corazón de la fe.
         El  abogado de Derechos Humanos descubre que existe una raíz profundamente  contradictoria en “ser humano” o como plantearía Roberto Matta “el sujeto  humano está muy sujeto a ser humano” y con ello, la aparición de una sexualidad  donde lo sórdido de pronto asalta a mano armada a esa afectividad genuina que  nunca deseamos que se diluya del todo y a la configuración de un individuo  angustiado, sediento de misticismo, acorralado por dudas corrosivas.
         Todo  esto desde lo místico, que etimológicamente quiere decir “un amador de Dios”.
        En  el medio aparecen izquierdistas reconvertidos al cristianismo, burócratas,  delatores y un senador que mira en su computador muchachas en ropa interior  durante las sesiones del Congreso.
         La  corriente de acontecimientos está cercana a la locura, a un grado significativo  de enajenación en el sentido más originario de la palabra: “hacerse ajeno”.  Foucault dice que la única diferencia que existe entre las personas que se  encuentran dentro de las instituciones mentales y quienes se encuentran fuera,  es que los segundos son mayoría. Y los personajes que aparecen en Grados de referencia son arquetípicos,  seres que divagan y fabulan en medio de los círculos concéntricos del devenir  que los obligó a encontrarse con otros.
         Una  narración filiada a cierto realismo crítico, una incursión delicada por los  destinos individuales.
         Si  Unamuno filtra sus angustias en Augusto Pérez, Mihovilovich trasunta de  contrabando una inevitable sed de espiritualidad, en medio de un mundo donde  las películas que los hombres se aprendieron durante su estadía en la tierra  son discos rayados. En Grados de  referencia nada es totalmente lo que parece, porque se concluye que la  revolución final es la del individuo que finalmente se reconcilia con la  historia que le tocó vivir, asumiéndola e  incorporando a su equipaje sus claroscuros.
         Ahora ¿qué  paradigmas estéticos confluyen en Grados  de referencia? Son muchos y se encuentran ensamblados en una mixtura muy  bien elaborada. De pronto la novela se transforma en una gran caja de  resonancia donde parecen escucharse las voces de Gogol, Rulfo, Kafka,  Hamsun  y otras pandillas de fantasmas amigos, pero por sobre todo, la voz de la  autenticidad, de la suspensión reflexiva, de todo aquel caudal inagotable que  la memoria vivencial acumuló inevitablemente.
         Vargas  Llosa se pregunta en La orgía perpetua por qué ciertos objetos de la realidad ficticia sobreviven en la memoria tan  nítidos y sugestivos como verdaderos personajes de carne y hueso. Esta novela  también habla de eso, del lenguaje como inevitable reconstructor de lo perdido,  a la manera de una brújula que fija el rumbo de los recuerdos, siempre  caminando en la cuerda tensa del olvido.
         Debía  en esta ocasión hablar de la novela de Juan Mihovilovich y sin quererlo terminé  hablando de su autor. Pero no porque descrea de la transfiguración literaria,  sino porque se trata de una obra que respira vida por todos los poros y que se  hace cargo de la circunstancia vital.
         En mi  opinión Grados de referencia se  instala como una de las novelas más originales y patentes que hemos visto en  nuestro medio, durante tiempos recientes, destinada a ser abordada por lectores  afanosos, por cisnes tenebrosos, imbuidos en estos personajes tan particulares  que por momentos parecen trisarse en el espejo de la noche.
         Así veo  yo la solitaria belleza de esta novela, como un obsequio de la memoria o una  curiosa disección al dictador que llevamos dentro. Tal vez desde las ruinas de  ese sinsabor, puedan aparecer esos grados de referencia y así forjar los seres  humanos que siempre hemos querido ser.