Articulaciones desde el silencio: Una mirada a Desencierro,
de Juan Mihovilovich
Por Lilian Elphick
Desencierros
Juan Mihovilovich
Lom, Santiago de Chile, 2008. 233 pgs.
“Quiero ver la luz…”. Nuevamente brotan las palabras de Dostoievski en esta compleja novela de Mihovilovich, tanto para el texto en sí mismo como para el personaje-narrador innominado.
“Quiero ver la luz”: las palabras se liberan sólo cuando hay un par de ojos que las leen. No hay literatura sin lectura. El yo lector, en un acto de confianza y comunicación, logra desencerrar y desentrañar la densidad de la historia, sacándola de la oscuridad. Veamos lo que dice Jean Paul Sartre al respecto:
El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. (¿Por qué escribir?, de Jean Paul Sartre).
Hace un tiempo yo también plasmé un “¿por qué escribo?, sin ninguna seguridad, pisando arena movediza:
Hay tantas razones para escribir. Y tantas otras para olvidar. La vida es más veloz que la escritura; lo sé ahora en que me posiciono de mi espacio escritural con todo el amor que puede caber en el hueco de la mano. Una libertad, sin lugar a dudas. Mientras la vida corre desbocada, la escritura estalla en su punto fijo. La vida me ata; la escritura me libera. Invento mundos y así me re-invento, configurando un puzzle de ida y vuelta con otros inventores: Kafka, Cortázar, Lispector, Duras, Pizarnik.
Trompo. Embudo. Agujero. Desencierro nos ofrece estas tres posibilidades existenciales, y trae a la memoria la zona o territorio desde donde Julio Cortázar escribía: el intersticio(1). Es aquí donde la realidad se amplía y se libera el monstruo, o estalla la burbuja o algo se quiebra en el fondo de nosotros mismos. La vida ata de pies y manos al narrador de Desencierro, donde hasta sus actos más cotidianos pasan a formar parte de un sentimiento de extrañeza, de un dolor que no es tal si no es excéntrico, fuera del centro. Toda la novela está cruzada por esta descolocación, como si el personaje no supiera cómo (o desde dónde) vivir. De ahí, el silencio, el mutismo, esa mirada que insiste en el detalle microscópico de la existencia unheimlich u ominosa, que está destinada a estar oculta y de repente aflora. (Ver texto de Freud: “Das Unheimliche", 1919).
¿A quién le habla el narrador que monologa? Sólo presenciamos que esta oblicuidad también tiene que ver con el intersticio, con el desdoblamiento de la voz: el narrador crea un eco, un otro yo que pregunta y que, obviamente, es un ser ‘normal’ que, a duras penas, entiende las confesiones del protagonista y que es, a la vez, el agon, el desafío. El interlocutor es un visitante que está del otro lado de la cárcel o manicomio que, en este caso, viene a ser lo mismo, en términos de vigilancia.
Entre la historia narrada y la historia escuchada se articula el silencio. Y este silencio es de piedra. El personaje cae eternamente por sus propias palabras y sus significaciones. Puertas y ventanas que metaforizan los viajes de un habla que no quiere ser y que, sin embargo, es, en su propio destino ( el cementerio de gaviotas de la infancia, el viaje del abuelo en un barco de tercera, las múltiples muertes del personaje en el vientre materno y en los recintos de tortura).
Apariencia y realidad condensadas en una obra de ficción pueden perfectamente provocar paradojas. Al final, la puerta se abre, y comprendemos que el mundo araña su propio pozo. Con esta soledad extrema, la materia novelada se termina. Desencierro.
(1) Cortázar, Julio. “Del sentimiento de no estar del todo”. En: La vuelta al día en ochenta mundos, México, Siglo Veintiuno Editores, 1984.