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Escritura del duelo en Té de jazmín, de Julieta Marchant

Por Eugenia Brito


Este poema de Julieta Marchant (Marea Baja, 2010), estructurado en seis partes, consiste en la escritura de una crisis de pareja, es decir, en el deterioro de un vínculo afectivo y de un proyecto de vida, cuyo sentido y dirección se moviliza en la “casa” como centro de significación de la unión amorosa a la par de su contacto sociocultural con la urbe.

Uno de los indicios de la crisis la da la representación del cuerpo que, desde el inicio del texto, se formula escindido y fragmentado como objeto parcial, a partir de una sinécdoque: su mano y, tal vez, la mano de su pareja parecen ser el vestigio, la “ruina” de lo corporal en un universo en que “la palabra falta que cargamos unida a los tobillos / y que intentamos desarmar arrastrando los pies por el cemento” (8) se impone como la ausencia de un cuerpo pleno, de una subjetividad capaz de vivir lo cotidiano, puesto que la ciudad se presenta como “tajo”, es decir, herida y desamparada, y no permite el refugio en las horas de soledad, en las que el sencillo acto de caminar lleva únicamente a caer en el abismo de una “cueva negra”. Hay un cierto expresionismo en esta poesía, en la cual el mundo se desmorona así como el ánimo de la sujeto que enuncia; hay un predominio de las cosas que perfilan la realidad imponiéndose con pesado gesto sobre el texto.

Si la primera parte articula la crisis, la segunda transita por la despedida y se orienta a lo más cercano e íntimo en la experiencia de la sujeto que escribe. Pretende llegar a la piel más unida a lo familiar, el modo de formación del sujeto que acusa el fin de una morada, que se desmorona, se desperfila y no sabe cómo hallarse en medio de las cuatro paredes de la habitación en las que la lluvia aparece “calando el cemento fresco” (11) y como el único indeseado acompañante de la soledad, la tristeza, el caos que pega los papeles al suelo.

Tal como señala Sylvia Molloy en su texto introductorio de Women's Writing in Latin America (Westview Press, Boulder, San Francisco, Oxford, 1991) a propósito de la escritura de mujeres latinoamericanas en las que la sujeto muchas veces aparece de forma parcial, en Julieta Marchant, y en este Té de jazmín, la protagonista está casi desvanecida, enmarcada por una cantidad de objetos que de manera metonímica pueblan el texto. La existencia de la mujer representada en el texto es sutil, como una filigrana china, recortada en las ausencias de ese no ser en el que su cuerpo y su psiquis apenas atisban hasta formar la gran metáfora del poema: el té de jazmín. Aludiendo a la liquidez de la memoria que se disemina en huellas, y estas huellas configuran el vaso, el recipiente en que ella decanta la experiencia.

Porque desde la tercera parte del texto la sujeto se instala en el tiempo indefinido del recuerdo, y desde allí enuncia la casa como “un cuerpo transparente que exhibe su estómago”, donde ni siquiera lo familiar tiene vigencia, sino que se vuelve extraño y huidizo al sentido, y deja caer así su leyenda histórica. Hay una memoria que no habla ni articula sentido para el presente, y que observa que una vez desvanecida la conexión emotiva con lo espacial, llega la naturaleza, la maleza, el césped, “primero el verde íntegro, después musgo y húmedo/ dejándose entrever por las orillas de las cosas que olvidaste” (14) para hablar de una casa abandonada a pesar de lo que la sujeto quiere mantener como “relato subterráneo”.

El duelo de esta memoria, que como todo trauma intenta cicatrizarse, se organiza con la ceremonia del té, que da título al texto. Su sabor sostenido en tardes rituales en las que progresivamente la casa se convierte en una isla fragmentada y vegetal, es el vaso conector que permite recomponer los fragmentos íntimos de la sujeto, mientras la lluvia y el sinsentido semejan un “diluvio”, para nombrar el desastre amoroso que genera la fractura y la destrucción de todo el orden del mundo. Es el tiempo que pasa en reversa y revela la fragilidad de un ser, su carencia de implicación en el deseo. Esta inútil madeja de días y horas se desovilla como un agua que cae suciamente, desarmando los contornos y la visibilidad de las cosas en una negatividad que insiste en presentarse para ver si existe un lugar para ella.

El mutismo de la pareja, dando vuelta la espalda a la realidad, sin tejer contacto ni comunidad con ella, desfonda cualquier sentido posible para nombrar un orden y, así, se permanece en el silencio.

Resistir es una empresa activa de recuperación del yo para combatir el duelo y la melancolía, y por ello surge la metáfora del “nadar” en el naufragio de una pérdida interna: la casa sumergida en el descuido, el olvido, la ausencia de sentido, “nadar” viendo la destrucción, pues los muros aparecen figurando sombras que podrían “ser pájaros o quizá trozos de pájaros desgarrados de su centro” (16).

Ese ritual sacro de la despedida de un período de vida se vive con el té: el culto al té. Mientras el agua sucia cae por la casa desmoronada, ella se vale de un líquido menos corrosivo para efectuar un viaje por los sentidos, en busca de reparación a espaldas del tráfico urbano. Líquido mítico y femenino, que habla de la búsqueda de lo automaternante, que consistiría en atraer sobre sí las capacidades seductoras y nutricias de la mujer anclada en el inconsciente: la madre desplazada ahora en este ritual por la propia sujeto, la madre reencarnada semióticamente sobre el té como sabor que permite suavizar la amargura de la boca y con ella, la integridad del cuerpo, pero desde la boca como el orificio que se abre y humedece con el primer contacto hacia la vida y reconoce en ella su primera erótica.

Es desde allí que se instala, sumergida en la materia acuática de la diseminación, la dispersión y el olvido. La imagen es un cuerpo rodando entre peñascos; alegoría del duelo y de la derrota, y también de la sobrevivencia: aferrarse a un “peñasco” mientras ocurre la catástrofe. Nada parece prometedor en tanto dura este duelo. Y ese recuerdo tiene que ver con la resistencia, como en el caso de Prometeo encadenado, la hablante se instala en un peñasco ficticio viendo que todo está destruido. Como Mistral cuando observa: ¡Se nos va todo!, en su poema “Ausencia”.

En la quinta parte, aún en pleno duelo, se afirma la tenacidad de la empresa de resistencia. “Pero no importan los gestos, los intentos vastos, vanos, en esta ciudad que diviso importa nada, / cuando la tarde lentamente del naranjo al violeta deviene en rojo, no reconozco mi mano desatando nudos, me componen sus curvas trenzas, / sus oficios implacables de no ceder” (20). Aquí ya es posible vislumbrar una reflexión sobre el proceso vivido, la sujeto se reconfigura como alguien que lo analiza críticamente, situación que continúa en el texto final, en que se rememora, con un poco de calma: “[P]odría haber dicho o gritado imponiéndome al ruido de la lluvia, podría / haber confiado en los tejidos que parecen unir una letra con otra / o en tu palabra que intentó retenerme, podría quedarme en el estambre / atravesada y quieta, transformada en cicatriz o cordón” (21). Es decir: hay seguridad en el rechazo a una relación y a un modo de vida que ya deja de significar; se hizo un duelo, se sobrevivió a él y a la amenaza de muerte que éste impone. Sin embargo, tampoco esa situación es alegre, se ha actuado porque no calzó el ser con la experiencia, y por ello, creativamente, se buscó la salida y la reorientación del ser hacia el deseo. Nada vuelve a ser tan personal como lo fuera antes y el paisaje desciende a la pura intemperie, y en esa planicie y su registro mnemónico el trazo de ella lo borra.

Lo que resta es nada, “la indiferencia absoluta por los puentes, / por la imagen de alguien renunciando, cayendo con el rostro / calando el río, el barro que esconde el agua al final, sus olas turbias, / la suciedad radical envolviendo el anonimato del descenso” (23).

Así cierra Julieta Marchant este poema que da cuenta de un tránsito subjetivo: la pérdida de una relación –y su consecuente crisis– y la reorganización de la psiquis a partir de la creatividad emanada desde el inconsciente, en el cual la figura de la madre interna siembra la posibilidad de la rearticulación como forma artística para buscar el nombre.

Septiembre, 2010.

 

 

 

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Escritura del duelo en "Té de jazmín", de Julieta Marchant.
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