Alfonso Morales
Celis
DOS PARA UN MONOLOGO
(Cuentos. 104 págs.
Edit. Mosquito Comunicaciones)
Por Juan Mihovilovich
(escritor)
22 de abril 2005
Introducción
Es curioso: hace unos buenos años -tal vez el 91 o 92- un
individuo ejercía uno de esos cargos intermedios de la anacrónica
burocracia Estatal, luego de vivirse un largo período de oscurantismo,
cargo asumido con los sueños todavía latentes de quien
veía ingenuamente a la democracia como la solución de
todos los problemas, vitales unos, como las libertades personales,
o de sobrevivencia otros, como los económicos, cuando un buen
día la secretaria le indica que un señor retornado ha
pedido el libro de reclamos porque se le había postergado una
audiencia o se
le había hecho esperar inútilmente. Obviamente, no existía
tal libro y aquella diligente funcionaria improvisó uno donde
el individuo retornado del exilio estampó el primer y único
reclamo que se recuerde en esa Secretaría Ministerial. Fue
el primero y único, porque logró que dicha autoridad
se mirara así misma y asumiera que una función pública
es siempre un acto de servicio, que todo poder es inevitablemente
circunstancial y que inmersa en la transitoriedad, es de su esencia
la preocupación por el otro. Si aquél supuesto servidor
público dejaba pasar ese hecho como un mero accidente o se
quedaba con la impresión inicial de molestia y desagrado, seguramente
con el tiempo lo habría olvidado. Pero hubo en ese requerimiento
una señal de nítida advertencia y esa señal tenía
que ver con cuán importante era no olvidar lo azaroso del poder
y cuán tremendamente básico era recordar la actitud
de servicio hacia quien, indirectamente, como todo ciudadano, hacía
que esa autoridad eventual tuviera su razón de ser.
Ese hecho le reveló a dicha autoridad dos cosas: la primera,
personal y exclusiva, que le hizo cuestionarse su rol de circunstancias
mediante la necesaria introspección, y la segunda, que aquél
individuo que había ejercido un legítimo derecho, no
era un individuo cualquiera, y que en ese instante era el portavoz
de todos los individuos anónimos que nunca llegarían
a los estrados del poder. Entonces aquella autoridad accidental reafirmó
también lo que siempre intuyó: lo absurdo de la dominación
humana y que siendo el poder efímero, el respeto a quien no
lo detenta y paradójicamente, lo sustenta, es requisito de
su validez y existencia.
Pues bien, ambos sujetos están hoy aquí frente a ustedes
unidos por algo que los hermanó desde antes incluso de conocerse
físicamente. Ninguno nunca comentó el hecho y hacerlo
público ahora, unilateral y respetuosamente, es sólo
un acto literario, porque aquél no hubiera reclamado ni el
otro se hubiera cuestionado sino existiera el puente invisible que
los ligaba: la literatura.
Ustedes se preguntarán qué tiene que ver una cosa con
la otra. La verdad que mucho: reclama lo justo quien es consciente
de su derecho y entonces el sujeto reclamado se cuestiona o lisa y
llanamente ignora. Reclama quien no se ve en el otro reflejado y el
reclamo es un imperativo para quien olvida que el otro existe. La
literatura, en parte, es eso: un reclamo interior, un desgarro, un
ser el otro y uno mismo. Si el poder -toda forma de poder existente-
es invariablemente circunstancial, aunque marque a fuego, como bien
lo describe el universo Kafkiano, la forma de contrarrestarlo o atenuarlo
es procurando ser, en todo momento el otro, empatizando, situándose
en su lugar, viéndolo, auscultándolo y sobre todo, aceptándolo.
No podía ser de otro modo: existía un lazo invisible,
un vaso comunicante entre aquellos sujetos y ese era la literatura,
es decir, lo que ella constituye en su esencia: un acto de reconocimiento,
aunque fuera por un lado un reclamo y por el otro, una introspección.
En ambos casos, sin duda, era también un acto de fraternidad
implícito, de crear otra forma de relacionarse y de ver el
mundo siempre con nuevos ojos. Necesariamente, de "verlo"
y no simplemente de mirarlo. Uno exigía y el otro se vio retratado
en la exigencia, porque sólo era una cuestión de perspectivas.
La literatura es, entre otras muchas acepciones, el arte de emplear
como instrumento a la palabra, sea oral o escrita, y aquél
episodio podría, perfectamente describirse como un hecho literario,
porque en definitiva la literatura también es un reclamo, una
introspección, una urgencia de ser visto y ser amado.
DOS
PARA UN MONOLOGO
Cuentos. Autor: Alfonso
Morales Celis.
Juan
Mihovilovich
El monólogo es una especie de obra dramática en que
habla un solo personaje, es decir, es o constituye una voz única,
directa, un acto de hablar y reflexionar a solas. Luego, exigir dos
para un monólogo pareciera una empresa difícil, compleja,
si se tratara únicamente de repetir a dos voces un acto unívoco,
personal y por ende, excluyente.
Sin embargo, el libro que nos convoca tiene, justamente, la particularidad
de ser una invitación, a la vez que una invocación -un
llamado- a hacernos parte y por ende, cómplices de una aventura
literaria, no sólo por el hecho de evidenciarnos mundos escindidos
del que se constituyen sus historias, sino porque nosotros mismos
somos esas historias, nosotros constituimos la parte de un todo que
nos resulta familiar, cercano e inmediato y donde cada esbozo particularizado
tiene la misión ineludible de mostrarnos el conjunto.
Luego, ¿somos parte porque simplemente alguien nos cuenta una
historia? ¿Somos también el sujeto literario porque
nos adentramos en las páginas inertes de un texto y navegamos
por ellas hacia territorios desconocidos? ¿O somos parte porque
lo que leemos y consideramos la "aventura literaria"
es, inevitablemente, nuestra propia historia?
Si un libro nos sacude, nos toma de las solapas y nos reclama, si
devolvemos hacia él nuestra mirada sorprendida y vemos que
sus páginas no son sino el reflejo de lo que fuimos, somos
y seremos, entonces ese libro perdurará en nosotros porque
nosotros le hemos dado vida, a pesar, incluso, de su propio autor
y de sus intenciones, por lo demás, casi siempre ignoradas
o vagamente intuidas.
Si nos reconocemos como el individuo que se mimetiza en un "Mural
de un Metro" y hace de la figura femenina inerte que lo observa
y que él observa una simbiosis de algo único e irrepetible,
donde la proyección de un trayecto ilustra los sueños,
las obsesiones y el deseo contenidos, haciendo que esa imagen muda
nos abrace y nos bese y nos encante, entonces somos también
ese individuo.
Si, nos reconocemos hablando en "Voz Baja", cuestionándonos
nuestra vida hipócrita y aparentando que el mundo entre cuatro
paredes es plácido y rutinario, mientras el que vive allá
afuera nos es ajeno y perverso, cuando ese mundo inadecuado y retorcido
ingresa solapadamente a nuestras mentes y nos desnuda los mismos apetitos,
y nos incita a emular en silencio idénticos complejos y resentimientos,
entonces somos esa pareja matrimonial que lee el diario y teje cínicamente
un tiempo que se ovilla en la imaginación.
Es cierto: el autor de estas narraciones nos está interpelando:
no es posible pasar por la existencia con anteojeras, galopando desbocados
como una manada cercana al precipicio de la indiferencia.
Alfonso Morales Celis nos está diciendo en "Café
con Piernas", cuánto dolor y perversión es
posible anidar en nuestra naturaleza y cómo las pasiones más
profundas afloran en las situaciones límite donde lo justo
o injusto está mediatizado por nuestros impulsos primarios,
nuestra sed de belleza y la ineludible carga de una memoria insoportable.
No es posible ignorar la realidad, porque la realidad es también
parte de una fantasía que construimos con nuestras obsesiones,
("Clases de Piano", por ejemplo); que pretendemos
olvidar como si nada anormal hubiera acontecido durante un período
de nuestra historia y personajes que fueron de carne y hueso como
"El Choro Ruiz," vuelvan, retornen, para torturarnos
la conciencia con su tortura innecesaria y despiadada, y su nombre
figure en el difuso memorial de un anónimo cementerio; o que
sintamos que nuestra perversión es ilimitada mientras vemos
como "Dos Pelusillas" se desangran en el cruel divertimento
de sus carceleros; o nos veamos con nuestro impotente machismo a cuestas
mientras nos suministramos "La Píldora" de
la felicidad artificial, en tanto el destino nos demuestra que ni
siquiera nuestra ansiedad vale la pena si se carece de un mínimo
de autenticidad; o que se nos conmuevan las fibras más íntimas
al identificarnos con un insano en "El Día que me Quieras",
un insano que desafía su propia e inconsciente desdicha para
amar circunstancialmente a una joven bella y fresca dormitando en
el asiento de un autobús, y que nunca sabrá que fue
amada sin "adjetivos, razones ni respuestas como sólo
es posible ser amada en el alma desquiciada y libre de un loco",
que la modula y se modula a través de una canción inolvidable;
o que, en "Internado para Señoritas", un cuento
decididamente memorable, converjan los reprimidos deseos del claustro,
la decadencia y patética avidez de las niñas ricas confrontadas
con la ingenuidad aparente de un mozo de campo que descubre tras el
velo de su propia ignorancia una sensualidad ilimitada bajo los constreñidos
hábitos de una religiosidad igualmente coercitiva.
Es verdad, entonces, se trata de dos para un monólogo, de dos
voces para una sola cuerda: por un lado estas historias profundas,
vitales, bellas casi siempre, a pesar de sus desgarros interiores
y de sus conflictos -o precisamente por ello- y por otro, nosotros,
el lector, que busca descifrarse y descifrarnos, en un juego que es
sólo una cuestión de perspectivas.
Al fin de cuentas Alfonso Morales Celis nos está diciendo en
este libro -que constituye una necesaria e imprescindible prolongación
de su anterior "Entre dos Cartas de Amor"-cuán
equivocados estamos si creemos vivir nuestra realidad ajena a lo que
suele llamarse ficción literaria, sobre todo cuando se nos
obliga a reflexionar sobre la supuesta línea divisoria que
las delimita.
He ahí el valor de una literatura verdadera, exenta de artificios.
He ahí el mérito de un libro como éste que nos
reconcilia con el arte de sentir, de pensar y ser, en suma, uno mismo,
el otro y los demás.