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Los
marginales en la narrativa de Juan Mihovilovich
Bernardo González
Koppmann
Cantos del Bastón
http://poesia-maule.com
En 1992 Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1953) publicó
“El clasificador” a través de Editorial Pehuén.
Desde entonces el libro se ha constituido en una muestra indesmentible
de la narrativa chilena que asume la realidad contingente para trascenderla
por intermedio de un lenguaje que libera y redime, tanto en el plano
individual como social, simultáneamente. Este es el mayor mérito
de una
literatura que ahora pasamos a comentar.
“El clasificador” consta de veintiún cuentos, algunos brevísimos,
densamente contenidos de hondas experiencias límites de seres
y lugares comunes que por arte y gracia del autor se transfiguran
en símbolos de humanidad. Por esta galería pasan personas
que cargan en los hombros - o en el alma - algún dolor que
se va asumiendo con dignidad hasta la locura o la muerte. Ancianos
de un hospicio, perseguidos políticos, dementes, niños
indefensos, amores furtivos, prostitutas, hacen un desfile de pobres
con sus mochilas llenas de vacío; seres marginales que tratan
de rescatar una posibilidad de existir en este mundo administrado
por los herederos del statu quo -adultos despersonalizados, funcionarios
irónicos, profesionales decadentes - y, a veces, lo logran.
Su modo narrativo transporta los temas, todos del afán cotidiano,
del presente al pasado en raconto continuo y viceversa, para rematar
casi siempre en un toque lírico: accidentes, parejas, gestos
familiares que van y vienen, se desarrollan y desembocan en otra situación
ya humanizada, cuando no trágica, feliz, pero nunca determinada
por la monotonía. Prosa de vida o muerte la de Mihovilovich,
quien no está para moralista, al menos en esta obra.
Abundan en estos relatos ejemplos de dos motivos que me parecen dominantes:
las percepciones sensitivas de seres elementales y el entorno natural
que los circunda. Respecto del primer punto, es recurrente en el narrador
hacer mención a los sentidos y sus captaciones para elaborar
de ahí elucubraciones en sus criaturas; el oído que
escucha pasos en el techo, visiones de iluminados que atisban luciérnagas
y ojos de gatos en la noche, el olfato que trae reminiscencias a un
interno o el tacto de caricias tímidamente deslizadas. Y, por
otra parte, nos encontramos con historias inmersas en un desolado
paisaje urbano donde destacan, por contraste, nítidamente árboles,
animales domésticos, flores, larvas, lagos. Mihovilovich nos
despliega con hondura y sutileza innumerables hallazgos poéticos
que el lector atento sabrá degustar y, en más de una
oportunidad, será sorprendido deambulando entre la ausencia
de una sonrisa y el rumor del silencio.
El tiempo histórico en que se sitúan estos cuentos
se extiende en torno al auge y caída de las utopías,
no por ello narrado con dramatismo. En “Nos amamos en septiembre”
por ejemplo, se denota angustia, sí, pero incorpora el decantar
irreversible de un movimiento social y de una época. Víctimas
del poder, torturados, interrogatorios sin fin, marcan el temple homogéneo
de unos textos terriblemente humanos que nos hacen patético
el estigma de aquella soledad. De pronto, antes que se nos vengan
las remembranzas, surgen otros cuentos con protagonistas infantiles
que quiebran el desenlace cronológico de aquellos acontecimientos,
como un sueño del que no quisiéramos despertar. Es el
caso, a modo de ilustración, de un niño que muere en
una torpe caída mirando algo inescrutable más allá
de nosotros, o aquel pequeño abismado que observa como sus
gatitos recién nacidos son lanzado al río, y el genial
“Tenía mi mundo”, donde los padres eran zapatos y calcetines
vistos por debajo de la mesa. Dolor, por supuesto, pero de distinta
índole; casi excusa para buscar la niñez perdida en
un mundo hecho a la medida de los adultos.
El tópico de la mujer también cruza estas páginas,
destacando la contradicción de su precariedad frente a la infinita
dulzura y fertilidad del género - ya sea en Virginia o en la
burlada del tribunal -, con una autocrítica que cuestiona comportamientos
machistas, pero sin caer, como mucha literatura actual, en alegatos
destemplados y epidémicos.
Juan Mihovilovich se conduele de esta sociedad en crisis que contiene
en sí misma los gérmenes de su propia destrucción
o, ¿por qué no?, de una posible redención: los
marginados, abandonados a sus posibilidades y miserias que esperan
el advenimiento de un rayo de sol siquiera. Denota en su reconocido
oficio, ternura y lirismo de poeta consecuente que pareciera escribir
por conmovedora fraternidad a los seres desvalidos, con un tratamiento
estético de la palabra poco común en las letras nacionales.
En buena hora se releen estos cuentos testimoniales e íntimos,
que perciben la cosificación del hombre y extraen experiencias
de vida y poesía para un nuevo día que, esperamos, no
sea inalcanzable.
Actualmente Juan Mihovilovich vive en Curepto, donde se desempeña
desde hace varios años como juez rural.