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Las tías de Chateaubriand

Por Joaquín Trujillo
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Me acordé. Jorge Edwards contaba en Adios, Poeta que Pablo Neruda se burlaba de la Historia General de Chile. Decía que era “la historia de las tías”.

Como se ve, todo un insulto nobel, un supuesto ninguneo.

Contra esto hay que decir: por supuesto que es la historia de las tías. Ellas la han preservado, la han atesorado, la han defendido hasta en los asuntos más nimios. Barros Arana se queda sin lectores. Las tías así y todo no lo leen… precisamente porque saben qué dice pues son ellas sus protagonistas encubiertas.

Estas tías, sin embargo, son una especie extinta y no en peligro de extinción. Que nadie se haga esperanzas vanas de toparse con una. Y Chateaubriand lo anunciaba ya en sus monumentales Memorias de ultratumba, lectura a propósito de la cual recordé al Neruda de Edwards, y comprobé que la historia de Francia también es la historia de las tías: las tías de Chateaubriand.

Pero vamos paso a paso, o sea, más despacio.

Se entiende por tías mujeres irremediablemente solteras (no necesariamente solteronas, digamos), tal vez divorciadas, o quizás viudas, y también acaso felizmente casadas pero —que se me perdone el burdo explícito— desatendidas casi del todo. Una tía entregada a la vida, al abrigo de un hombre, es decir a la vida de los hombres, amansada por ellos, no cabe entre estas tías.

De niño, el travieso Chateuabriand fue llevado a los siete años por su madre a Plancouët, lugar donde debía ser liberado de un voto de su nodriza, lugar donde además se alojó en casa de su abuela, quien vivía con una tía: “Si he conocido la felicidad, ha sido sin duda en esta casa”, nos dice en una de las primeras cien páginas de una enciclopedia biográfica que transcurre en más de dos mil, y que atraviesa toda la Revolución francesa, la era de Napoleón con su autoimperio, la restauración borbónica, y por donde desfilan todos los grandes personajes de la Historia en estado químicamente puro o, por así decirlo, la historia de la supresión de la vieja historia, es decir, la más grande Revolución de la que se tenga memoria.

Pero antes de seguir abriendo los ojos, volvamos al microscopio, a la microhistoria de las tías.

La abuela era una señora que se sentaba en la vereda, habitante de lo que entre nosotros sería una vieja casona de República, monstruo fósil que se quedaba siempre quieto a sus espaldas. Madame de Bedée —que era como se llamaba esta abuela— no podía ya moverse, pero no estaba aquejada de ninguna dolencia que hiciera de ella una presidaria de las clínicas de la época de Pinochet. Estaba viva como un retrato bien pintado. “Era una agradable anciana —nos dice su famoso nieto— gorda, blanca, aseada, con mucha clase, buenos y nobles modales, que vestía unos trajes con pliegues a la antigua —(digámoslo: “a la antigua” en la década de 1770)— e iba tocada con una cofia negra con encajes, anudada debajo de la barbilla”. Nos cuenta además Chateaubriand que había una tía, una hermana de la abuela que a la abuela “no se le parecía más que la bondad”, Mademoiselle de Boisteilleuil, y agrega: “Era ésta un ser menudo y delgado, jovial, parlanchín y burlón”. Nos dice además su sobrino que esta tía había amado a un conde, conde que se había comprometido con ella, abandonándola después ad portas del altar. Como la tía era poeta, “se había consolado celebrando sus amores”. Todos los días, a la llamada de esta tía, acudían unas vecinas, tres hermanas, señoritas también solteras, hijas de un noble empobrecido que “en vez de repartirse la herencia, habían optado por disfrutarla en común, sin haberse separado nunca ni haber salido jamás de su pueblo natal”. Todas estas mujeres jugaban al cuatrillo, se peleaban durante el juego y se reconciliaban a la hora de la cena. Las visitaba un tío que les contaba historias subidas de tono para hacerlas reír. Chateaubriand vio morir a todas estas “tías”, cerrarse para siempre las habitaciones en las que habían invariablemente vivido, hasta que no quedó ninguna. “Quizás soy el único hombre en el mundo que sabe que estas personas han existido”, nos dice, aunque puestos sus lectores en el siglo XXI al tanto de esas existencias, la preocupación del sobrino parece un exceso romántico.

Hubo también tías felizmente casadas.

Mozart —ese alegre psicólogo primordial del siglo XVIII, época “de seda y acero”, como escribió Philip Sollers— supo hacer cantar a este opaco personaje sin sobreexponerlo. La Condesa de Almaviva es el implícito y fundamental protagonista de Las Bodas de Fígaro. Ni Fígaro, ni Susana ni el Conde. Ella, puesta al tanto de una infidelidad posible, la descubre y la erradica, pero antes la cubre de señorial discreción. Uno sólo de sus gestos controla al lujurioso poder despótico de su cónyuge, vuelve exagerada la división de poderes de Montesquieu y, sin embargo, la hace también demasiado imprescindible. En efecto, la tragedia de Rigoletto —para comparar de paso— es producto de una ausencia: la ausencia de una duquesa de Mantua. El duque de Mantua está solo con todo su poder, su antojo y deseo, como estaba solo Ettore de Gonzaga, el príncipe de Emilia Galotti.

En Emilia Galotti —la más aclamada tragedia de Lessing—, pieza que nos refresca el carácter revolucionario de la burguesía en tiempos de un férreo dominio nobiliario, los antojos de un príncipe soltero por Emilia provocan un escenario en el cual el padre de ella, el indómito artesano enriquecido, solamente puede salvar la dignidad de su hija, la suya y la de su clase, dando él mismo muerte a su hija, destruyendo así el objeto de antojo del príncipe Hettore. Pero quien le hace descubrir la intriga de la que ha sido víctima, quien lo alfabetiza en el sobrecargado subtexto aristocrático, es una aristócrata renegada, la intelectual Condesa Orsina, despechada amante del príncipe y mujer despreciada y a la vez temida producto de su inteligencia. En ella, Lessing pone a funcionar todo el virtuosismo conceptista de su genio. La Condesa Orsina, empero, es tachada de loca por la corte y es incapaz de evitar este escenario cruento, incapaz de ejercer el dominio carismático de la Condesa de Almaviva que precede e impide que, tanto en Beaumarchais como en Mozart y Da Ponte, cristalice la lucha de clases.

Mercedes Marín, Iris Echeverría, Delia, Rebeca y Ester Matte, Amanda Labarca, María Luisa Bombal, Ximena Amunátegui, incluso Gabriela Mistral fueron la punta de un iceberg cuyo expuesto hielo se derretía más aprisa. Eran nuestra Condesas Orsina. Juanita Aguirre Luco de Aguirre Cerda —prima y señora de Pedro Aguirre Cerda—, en cambio, oculta en las profundidades del océano, supo controlar el volterianismo del Frente Popular desde la privacidad, quizás sin siquiera proponérselo, teniendo en ella el Vaticano su nunciatura más efectiva, instalada, como se ve, en la habitación misma del Presidente de la República. Pese a que de las condesas de Almaviva se servía también la oscurantista y proselitista Reina de la Noche —la Madre que Sufre en La Flauta Mágica de Mozart (O zittre nicht, mein Lieber Sohn antes de gritar Der Holle Rache)—, lo cierto es que por ellas una incontinencia —lujuriosa o revolucionaria, que es casi lo mismo— se apacigua.

Está visto. Después de todo, la historia de las tías no es la simplona fábula de la genealogía nacional. Hay una Historia Universal Paralela, la de esas tías. A veces el hielo se colaba a la superficie, y entonces sabíamos un poco de ellas



 

 

 

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