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Encarnar al padre. Sobre Bozal de Juan Malebrán
Por Florencia Chiaretta
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En Bozal, de Juan Malebrán (Yerba Mala Cartonera, Bolivia, 2014 / Hebra Editorial, Chile, 2015), que a priori podría pensarse como un poemario-conjuro o como uno en donde se cruzan lo elegíaco y lo profético, la potencia estriba en quedarse en ese medio camino enfocado en la descripción de estados de la materia. El padre muerto es el Virgilio que guía al otro Malebrán, el hijo, por la ruta de la descomposición, cuya vía de acceso es el alcohol.
Sin embargo, al alcohol no se lo nombra nunca y las metonimias indican ese significante enorme y fantasmal como telón de fondo: ahí están la cerveza y la caña, nombradas apenas una vez, y una proliferación de vasos y hielos como metáforas potentes. Pero por sobre todo, y marcando en la carencia el deseo único y total, lo que hay en Bozal es mucha sed. Una sed tremenda. Una sed –diría el autor ya fuera del texto y próximo a un bar– bestial.
Quizá sea, entonces, una bestia la que lleva el bozal, pero no un borracho común sino una rara avis que conjura al padre demolido por el alcohol para mirarse como un Narciso distorsionado pero siempre fiel. ¿A quién se le pone un bozal? ¿A un fuera de sí, a un caníbal, a un violento? Como sea, un bozal se le pone a alguien que excede la domesticación, que rompe con la ley pero a quien se quiere, sin embargo, tener cerca.
Y así van padre e hijo quemando sus gargantas como dementes por la tierra baldía, por la pobreza de los eriazos. Los imagino sacando la lengua por las ranuras del bozal para cazar unas gotas de alcohol como se intenta atrapar agua de la camanchaca. Pero ojo, que no hay fiesta en esa imagen: no hay lugar para el delirio o la embriaguez, ni el mínimo espacio cedido a la voluptuosidad de Dionisos. Lo que hay, sí, son dos imposibles: por un lado, el del lenguaje, de la lengua misma, de salirse de sí (o de transformarse). Y por otro, el de cortar las herencias (la conciencia plena de la sucesión, el horror vacui ante el eterno retorno de lo mismo). “Sobra la confesión y sin embargo…”, dice el que sabe que lo esencial no puede decirse y que las palabras son un juego más, una fantasía tan perdurable como el hielo.
Hay además otra herencia, que no responde a la sangre y sin embargo fluye más cerca y más cierta: en epígrafes plenos de un significado que sostiene la voz del autor, son convocados Robert Lowell y Jorge Teillier, ilustres poetas borrachos. Así, proliferan las voces (las arriba mencionadas, la de Cioran, la del poeta, la primera cedida al padre) en un quién es quién cuya respuesta podría ser “da lo mismo”, haciendo de la conciencia del desastre la única realidad posible: “Todo caerá, incluso tú,/ que confundes tu voz con mi voz/ para hacer de este entuerto tu propio sepelio”.
Pero, si el padre es un alcohólico, ¿cuál es la insubordinación que queda para el hijo? Pienso en una, como decía Bataille, igual a un cielo estrellado, en donde la única soberanía posible es una ruina, y no porque la ruina haya quedado como el resto de alguna otra cosa que importara más, sino porque se trata del último paraje desde donde mirar el mundo como el símil ardiente de un interior prendido fuego en su avidez y rebeldía. Insubordinación que se hace absoluta en la rotunda negativa a tener hijos.
El poeta abomina de la reproducción pero recoge el guante del contagio, ahí donde el mandato tiene la forma de una maldición, o de varias: el apellido, la adicción, la clara inclinación nihilista. La primera persona del poema “Malebrán” –en el que se da voz a un fantasmal padre– evoca la de un desacatado, un orgulloso forajido, y esa aparece como la herencia irrenunciable que se paga con versos como máximo tributo.
Esos versos de identidad pero, más que nada, versos sobre la descomposición del cuerpo del padre (y sobre el miedo “que la carne impone”), se dedican en primer lugar a su memoria para luego, cerrando alguna especie de círculo, dirigirse a las mujeres de la familia, las que quedan del lado de la reproducción.
Leer Bozal es incómodo: no sólo es un libro oscuro o sórdido sino apestado, lleno de enfermedad, que un poco provoca ese estado raro, breve, insoportable del cuerpo cuando se escucha la palabra “cáncer”. Es una lectura absolutamente poco complaciente (gesto de notable coherencia teniendo en cuenta los temas e imágenes que se transitan) pero –quizá a pesar del autor– la belleza de las palabras y la destreza en el lenguaje son luminosidad que bordea la dicha, lo vital.
Purga
Lo mejor es entregarse
-cada quien a lo suyo-
lanzando cristales contra las paredes,
haciendo sombras en los baños de los bares.
Sin queja, ni pena,
ni caso alguno a la advertencia
que nos previene de los vasos y de su ritmo.
Que otros lloren la derrota el desgaste o hasta el triunfo
El tiempo -no lo olvides-
es tan solo un soplo fijando un hueco
en el centro del hielo.
Una mosca olfateando en la distancia
la ruta más breve para llegar a destino.
Un manchón sobre la mesa o
un pedazo de gasa cicatrizándose en el piso.
Nada de fotografías borroneándose al sol
ni jarras, ni flores plásticas, ni marchitas
esta pampa no da para tanto y
el engaño en el recuerdo no es lo tuyo.
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- Juan Malebrán (Iquique-Chile-1979). Poeta, su poesía ha sido publicada en diversas antologías. Actualmente reside en Cochabamba, Bolivia en donde participa del proyecto cultural mARTadero.
- Reproducción en curso. Yerba Mala Cartonera. Bolivia, 2008.
- Bozal. Yerba Mala Cartonera. La Paz, Bolivia. 2009/ Editorial Hebra. Valparaíso, Chile. 2015.
- Florencia Chiaretta (Córdoba, Argentina – 1984) Estudió Letras Modernas en la Universidad de Córdoba.